Juan José Arreola
…nascetur ridiculas mus.
-Horacio, Ad Pisones, 139.
Entre amigos y enemigos
se difundió la noticia de que yo sabía una nueva versión del parto de los montes.
En todas partes me han pedido que la refiriera, dando muestras de una expectación
que rebasa con mucho el interés de semejante historia. Con toda honestidad, una
y otra vez remití la curiosidad del público a los textos clásicos y a las ediciones
de moda. Pero nadie se quedó contento: todos querían oírla de mis labios. De la
insistencia cordial pasaban, según su temperamento, a la amenaza, a la coacción
y al soborno. Algunos flemáticos sólo fingieron indiferencia para herir mi amor
propio en lo más vivo. La acción directa tendría que llegar tarde o temprano.
Ayer
fui asaltado en plena calle por un grupo de resentidos. Cerrándome el paso en todas
direcciones, me pidieron a gritos el principio del cuento. Muchas gentes que pasaban
distraídas también se detuvieron, sin saber que iban a tomar parte en un crimen.
Conquistadas sin duda por mi aspecto de charlatán comprometido, prestaron de buena
gana su concurso. Pronto me hallé rodeado por la masa compacta.
Abrumado
y sin salida, haciendo un total acopio de energía, me propuse acabar con mi prestigio
de narrador. Y he aquí el resultado. Con una voz falseada por la emoción, trepado
en mi banquillo de agente de tránsito que alguien me puso debajo de los pies, comienzo
a declamar las palabras de siempre, con los ademanes de costumbre: “En medio de
terremotos y explosiones, con grandiosas señales de dolor, desarraigando los árboles
y desgajando las rocas, se aproxima un gigante advenimiento. ¿Va a nacer un volcán?
¿Un río de fuego? ¿Se alzará en el horizonte una nueva y sumergida estrella? Señoras
y señores: ¡Las montañas están de parto!”
El
estupor y la vergüenza ahogan mis palabras. Durante varios segundos prosigo el discurso
a base de pura pantomima, como un director frente a la orquesta enmudecida. El fracaso
es tan real y evidente, que algunas personas se conmueven. “¡Bravo!”, oigo que gritan
por allí, animándome a llenar la laguna. Instintivamente me llevo las manos a la
cabeza y la aprieto con todas mis fuerzas, queriendo apresurar el fin del relato.
Los espectadores han adivinado que se trata del ratón legendario, pero simulan una
ansiedad enfermiza. En torno a mí siento palpitar un solo corazón.
Yo
conozco las reglas del juego, y en el fondo no me gusta defraudar a nadie con una
salida de prestidigitador. Bruscamente me olvido de todo. De lo que aprendí en la
escuela y de lo que he leído en los libros. Mi mente está en blanco. De buena fe
y a mano limpia, me pongo a perseguir al ratón. Por primera vez se produce un silencio
respetuoso. Apenas si algunos asistentes participan en voz baja a los recién llegados,
ciertos antecedentes del drama. Yo estoy realmente en trance y me busco por todas
partes el desenlace, como un hombre que ha perdido la razón.
Recorro
mis bolsillos uno por uno y los dejo volteados, a la vista del público. Me quito
el sombrero y lo arrojo inmediatamente, desechando la idea de sacar un conejo. Deshago
el nudo de mi corbata y sigo adelante, profundizando en la camisa, hasta que mis
manos se detienen con horror en los primeros botones del pantalón.
A
punto de caer desmayado, me salva el rostro de una mujer que de pronto se enciende
con esperanzado rubor. Afirmado en el pedestal, pongo en ella todas mis ilusiones
y la elevo a la categoría de musa, olvidando que las mujeres tienen especial debilidad
por los temas escabrosos. La tensión llega en este momento a su máximo. ¿Quién fue
el alma caritativa que al darse cuenta de mi estado avisó por teléfono? La sirena
de la ambulancia preludia en el horizonte una amenaza definitiva.
En
el último instante, mi sonrisa de alivio detiene a los que sin duda pensaban en
lincharme. Aquí, bajo el brazo izquierdo, en el hueco de la axila, hay un leve calor
de nido… Algo aquí se anima y se remueve… Suavemente, dejo caer el brazo a lo largo
del cuerpo, con la mano encogida como una cuchara. Y el milagro se produce. Por
el túnel de la manga desciende una tierna migaja de vida. Levanto el brazo y extiendo
la palma triunfal.
Suspiro,
y la multitud suspira conmigo. Sin darme cuenta, yo mismo doy la señal del aplauso
y la ovación no se hace esperar. Rápidamente se organiza un desfile asombroso ante
el ratón recién nacido. Los entendidos se acercan y lo miran por todos lados, se
cercioran de que respira y se mueve, nunca han visto nada igual y me felicitan de
todo corazón. Apenas se alejan unos pasos y ya comienzan las objeciones. Dudan,
se alzan de hombros y menean la cabeza. ¿Hubo trampa? ¿Es un ratón de verdad? Para
tranquilizarme, algunos entusiastas proyectan un paseo en hombros, pero no pasan
de allí. El público en general va dispersándose poco a poco. Extenuado por el esfuerzo
y a punto de quedarme solo, estoy dispuesto a ceder la criatura al primero que me
la pida.
Las
mujeres temen casi siempre a esta clase de roedores. Pero aquella cuyo rostro resplandeció
entre todos, se aproxima y reclama con timidez el entrañable fruto de fantasía.
Halagado a más no poder, yo se lo dedico inmediatamente, y mi confusión no tiene
límites cuando se lo guarda amorosa en el seno.
Al
despedirse y darme las gracias, explica como puede su actitud, para que no haya
malas interpretaciones. Viéndola tan turbada, la escucho con embeleso. Tiene un
gato, me dice, y vive con su marido en un departamento de lujo. Sencillamente, se
propone darles una pequeña sorpresa. Nadie sabe allí lo que significa un ratón.
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