Pío Baroja
Porque todos sus días, dolores, y sus ocupaciones,
molestias, aún de noche su corazón no
reposa.
–Eclesiastés
Hay en los dominios de la fantasía bellas
comarcas en donde los árboles suspiran y los arroyos cristalinos se deslizan cantando
por entre orillas esmaltadas de flores a perderse en el azul mar. Lejos de estas
comarcas, muy lejos de ellas, hay una región terrible y misteriosa en donde los
árboles elevan al cielo sus descarnados brazos de espectro y en donde el silencio
y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de
muerte.
Y en lo más siniestro
de esa región de sombras, hay un castillo, un castillo negro y grande, con torreones
almenados, con su galería ojival ya derruida y un foso lleno de aguas muertas y
malsanas.
Yo la conozco, conozco
esa región terrible. Una noche, emborrachado por mis tristezas y por el alcohol,
iba por el camino tambaleándome como un barco viejo al compás de las notas de una
vieja canción marinera. Era una canción la mía en tono menor, canción de pueblo
salvaje y primitivo, triste como un canto luterano, canción serena de una amargura
grande y sombría, de la amargura de la montaña y del bosque. Y era de noche. De
repente, sentí un gran terror. Me encontré junto al castillo, y entré en una sala
desierta; un alcotán, con un ala rota, se arrastraba por el suelo.
Desde la ventana se
veía la luna, que ilumina a con su luz espectral el campo yerto y desnudo; en los
fosos se estremecía el agua intranquila y llena de emanaciones. Arriba, en el cielo,
el brillante Arturus resplandecía y titilaba con un parpadeo misterioso y confidencial.
En la lejanía las llamas de una hoguera se agitaban con el viento. En el ancho salón,
adornado con negras colgaduras, puse mi cama de helechos secos. El salón estaba
abandonado; un braserillo, donde ardía un montón de teas, lo iluminaba. Junto a
una pared del salón había un reloj gigantesco, alto y estrecho como un ataúd, un
reloj de caja negra que en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico
con la energía de una amenaza.
“¡Ah! Soy feliz –me
repetía a mí mismo–. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca.”
Y el reloj sombrío medía
indiferente las horas tristes con su tictac metálico.
La vida estaba dominada;
había encontrado el reposo. Mi espíritu gozaba con el horror de la noche, mejor
que con las claridades blancas de la aurora.
¡Oh! Me encontraba tranquilo,
nada turbaba mi calma; allí podía pasar mi vida solo, siempre solo, rumiando en
silencio el amargo pasto de mis ideas, sin locas esperanzas, sin necias ilusiones,
con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño.
Y el reloj sombrío medía
indiferente las horas tristes con su tictac metálico. En las noches calladas una
nota melancólica, el canto de un sapo me acompañaba.
–Tú también –le decía
al cantor de la noche– vives en la soledad. En el fondo de tu escondrijo no tienes
quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón.
Y el reloj sombrío medía
indiferente las horas tristes con su tictac metálico.
Una noche, una noche
callada, sentí el terror de algo vago que se cernía sobre mi alma; algo tan vago
como la sombra de un sueño en el mar agitado de las ideas. Me asomé a la ventana.
Allá en el negro cielo se estremecían y palpitaban los astros, en la inmensidad
de sus existencias solitarias; ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la
tierra negra. Y el reloj sombrío medía indiferente las horas tristes con su tictac
metálico.
Escuché atentamente;
nada se oía. ¡El silencio, el silencio por todas partes! Sobrecogido, delirante,
supliqué a los árboles que suspiraban en la noche que me acompañaran con suspiros;
supliqué al viento que murmurase entre el follaje, y a la lluvia que resonara en
las hojas secas del camino; e imploré de las cosas y de los hombres que no me abandonasen,
y pedí a la luna que rompiera su negro manto de ébano y acariciara mis ojos, mis
pobres ojos, turbios por la angustia de la muerte, con su mirada argentada y casta.
Y los árboles, y la
luna, y la lluvia, y el viento permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide
indiferente las horas tristes se había parado para siempre.
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