Silvina Ocampo
No, no me invites a casa de tus
sobrinos. Las fiestas infantiles me entristecen. Te parecerá una macana. Ayer te
enojaste porque no quise encender tu cigarrillo. Todo está relacionado. ¿Que estoy
loco? Tal vez. Ya que nunca puedo verte, terminaré por explicar las cosas por teléfono.
¿Qué cosas? La historia de los fósforos. Detesto el teléfono. Sí. Ya sé que te encanta,
pero a mí me hubiera gustado contarte todo en el auto, o saliendo del cine, o en
la confitería. Tengo que remontarme a los días de mi infancia.
–Fernando, si
jugás con fósforos, vas a quemar la casa –me decía mamá, o bien–: Toda la casa va
a quedar reducida a un montoncito de cenizas –o bien–: Volaremos como fuegos de
artificio.
¿Te parece natural?
A mí también, pero todo eso me inducía a tocar fósforos, a acariciarlos, a tratar
de encenderlos, a vivir por ellos. ¿Te sucedía lo mismo con las gomas de borrar?
Pero no te prohibían tocarlas. Las gomas de borrar no queman. ¿Las comías? Ésa es
otra cosa. Los recuerdos de mis cuatro años tiemblan como iluminados por fósforos.
La casa donde pasé mi infancia, ya te dije que era enorme: se componía de cinco
dormitorios, dos vestíbulos, dos salas con el cielo raso pintado, con nubes y angelitos.
¿Te parece que vivía como un rey? No creas. Siempre había líos entre los sirvientes.
Se habían dividido en dos bandos: los partidarios de mi madre y los partidarios
de Nicolás Simonetti. ¿Quién era? Nicolás Simonetti era el cocinero: yo lo quería
con locura. Me amenazaba, en broma, con un enorme cuchillo lustroso, me daba trocitos
de carne y hojitas de lechuga para que me entretuviera, me daba caramelo que derramaba
sobre el mármol. Él contribuyó tanto como mi madre a despertar mi pasión por los
fósforos, que encendía para que yo los apagara soplando. Debido a los partidarios
de mi madre, que eran infatigables, la comida nunca estaba lista, ni rica, ni a
punto. Siempre había una mano que interceptaba los platos, que los dejaba enfriar,
que agregaba talco a los tallarines, que espolvoreaba los huevos con ceniza. Todo
esto culminó con la aparición de un pelo larguísimo en un budín de arroz.
–Este pelo es
de Juanita –dijo mi padre.
–No –dijo mi
tía–, no quiero “echar pelos en la leche”, para mi gusto, es de Luisa.
Mi madre, que
tenía mucho amor propio, se levantó de la mesa en medio de la comida y tomando de
la punta de los dedos el pelo, lo llevó a la cocina. La cara absorta del cocinero
que vio, en lugar de un pelo, una hebra de hilo negro, irritó a mi madre. No sé
qué frase sarcástica o hiriente hizo que Nicolás Simonetti se quitara el delantal
que amasó como un bollo para tirarlo y anunciar que dejaba la casa. Yo lo seguí
al cuarto de baño donde se vestía y se desvestía diariamente. Aquella vez, él que
era tan atento conmigo, se vistió sin mirarme. Se peinó con un poquito de grasa
que le quedaba en las manos. Nunca vi manos tan parecidas a peines. Luego, con dignidad
juntó, en la cocina, los moldes, los cuchillos enormes, las espátulas y las metió
en una valijita que siempre traía y se dirigió a la puerta con el sombrero puesto.
Para que se dignara mirarme le di un puntapié en la pierna; entonces puso su mano,
que olía a manteca, sobre mi cabeza y dijo:
–Adiós, pibe.
Ahora muchos apreciarán las comidas de Nicolás. Que se chupen los dedos.
¿Te hace gracia?
Sigo enumerando: dos escritorios. ¿Para qué tantos? Yo también me lo pregunto. Nadie
escribía. Ocho corredores, tres cuartos de baño (uno con dos lavatorios). ¿Por qué
dos? Se lavarían a cuatro manos. Dos cocinas (una económica y una eléctrica), dos
cuartos para lavar y planchar la ropa (uno de ellos decía mi padre que estaba destinado
a arrugarla), una antecocina, un antecomedor, cinco cuartos de servicio, un cuarto
para los baúles. ¿Viajábamos mucho? No. Esos baúles se utilizaban para distintas
cosas. Otro cuarto para los armarios, otro para los cachivaches donde dormía el
perro y mi caballo de madera montado en un triciclo. ¿Si existe esa casa? Existe
en mi recuerdo. Los objetos son como esos mojones que indican los kilómetros recorridos:
la casa tenía tantos que mi memoria está cubierta de números. Podría decir en qué
año comí la primera manzana o mordí la oreja del perro, o bien oriné en la dulcera.
¡Te parece que soy un cochino! Las alfombras, las arañas y las vitrinas de la casa
me gustaban más que los juguetes. Para el día de mi cumpleaños mi madre organizó
una fiesta. Invitó a veinte varones y veinte mujeres para que me trajeran regalos.
Mi madre era previsora. ¡Tenés razón, era un amor! Para el día de la fiesta los
sirvientes sacaron las alfombras, los objetos de las vitrinas que mi madre reemplazó
por caballitos de cartón con sorpresas y automovilitos de material plástico, matracas,
cornetas y flautines, dedicados a los varones; pulseras, anillos, monederos y corazoncitos
a las mujeres. En el centro de la mesa del comedor colocaron la torta con cuatro
velitas, los sándwiches, el chocolate servido. Algunos niños llegaron (no todos
con regalos) con sus niñeras, otros con sus madres, otros con una tía o una abuela.
Las madres, tías o abuelas se sentaron en un rincón para conversar. Yo las escuchaba
de pie, soplando en una corneta que no sonaba.
–Qué bonita
estás, Boquita –dijo mi madre a la madre de una de mis amigas–. ¿Venís del campo?
–Es la época
en que uno quiere quemarse y es un monstruo –respondió Boquita.
Yo creí que
se refería a los fósforos y no al sol. ¿Si me gustaba? ¿Qué cosa? ¿Boquita? No.
Era horrible, con su boca diminuta, sin labios, pero mi madre aseguraba que nunca
había que decir bonita a las bonitas, sino a las feas porque era más amable; que
la belleza está en el alma y no en la cara; que Boquita era un esperpento, pero
que “tenía algo”. Además mi madre no mentía: siempre se arreglaba para pronunciar
las palabras de un modo equívoco, como si se le enredara la lengua, y así lograba
decir “qué loquita estás Boquita”; lo que también podía interpretarse como una alabanza
a la fuerte personalidad de su amiga. Hablaron de política, de sombreros y de vestidos,
hablaron de problemas económicos, de personas que no habían ido a la fiesta: lo
advierto ahora recopilando las palabras que les oí decir. Después de la distribución
de globos y de la representación de títeres (donde Caperucita Roja me aterró como
el lobo a la abuela, donde la Bella me pareció horrorosa como la Bestia), después
de apagar las velas de mi torta de cumpleaños, seguí a mi madre a la salita más
íntima de la casa, donde se encerró con sus amigas, entre los almohadones bordados.
Conseguí esconderme detrás de un sillón, pisotear el sombrero de una señora, sentado
en cuclillas, apoyado contra la pared, para no perder el equilibrio. Ya sé que soy
un bruto. Las señoras reían tanto que apenas comprendía yo las palabras que pronunciaban.
Hablaban de corpiños, y una de ellas se desabotonó la blusa hasta la cintura para
mostrar el que llevaba puesto: era transparente como una media de Navidad, pensé
que tendría algún juguete y sentí deseos de meter la mano adentro. Hablaron de medidas:
resultó que se trataba de un juego. Por turno se pusieron de pie. Elvira, que parecía
una nena enorme, misteriosamente sacó de su cartera un centímetro.
–Siempre llevo
en mi cartera una lima y un centímetro, por las dudas –dijo.
–Qué loca –exclamó
Boquita estrepitosamente–, parecés una modista.
Se midieron
la cintura, el pecho y las caderas.
–Te apuesto
a que tengo cincuenta y ocho de cintura.
–Y yo te apuesto
a que tengo menos.
Las voces resonaban
como en un teatro.
–Quisiera ganar
con las caderas –decía una.
–Yo me contento
con la pechera –dijo otra–. A los hombres les interesa más el pecho, ¿no ves dónde
miran?
–Si no me miran
en los ojos no siento nada –dijo otra, con un suntuoso collar de perlas.
–No se trata
de lo que sentís, sino de lo que ellos sienten –dijo la voz agresiva de una que
no era madre de nadie.
–A mí me importa
un bledo –respondió la otra, encogiéndose de hombros.
–Yo, no –dijo
la Rosca Pérez, que era preciosa, cuando le tocó el turno de medirse; tropezó contra
el sillón donde yo estaba escondido.
–Gané –dijo
Chinche, que era puntiaguda como un alfiler de cabeza chica y que hacía sonar las
nueve esclavas de oro que llevaba en el brazo.
–Cincuenta y
uno –exclamó Elvira, examinando el centímetro que rodeaba la cintura diminuta de
Chinche.
¿Que no podía
tener cincuenta y un centímetros, a menos de ser una avispa? Pues entonces era una
avispa. ¿Se puede hundiendo la barriga como un yogui? Yogui no era, pero encantadora
de serpientes, sí. Fascinaba a las mujeres perversas. A mi madre, no. Mi madre era
un pan de Dios. Le tenía lástima. Cuando le hablaban mal de Chinche contestaba:
–Macana frita.
Cualquier día.
Nunca le oí decir a un malevo “macana frita”. Sería algo muy personal. Era muy ella
misma. Seguiré contando. En ese momento sonó el teléfono que estaba colocado junto
a uno de los sillones; Chinche y Elvira, repartiéndoselo, lo atendieron; luego,
tapando el teléfono con un almohadón, dijeron a mi madre:
–Es para vos,
che.
Las otras se
codearon y Rosca tomó el teléfono para oír la voz.
–Apuesto a que
es el barbudo –dijo una de las señoras.
–Apuesto a que
es el duende –dijo otra, mordiendo sus collares.
Entonces comenzó
un diálogo telefónico en que todas intervinieron pasándose el teléfono por turno.
Olvidé que estaba escondido y me puse de pie para ver mejor el entusiasmo, con tintineo
de pulseras y collares, de las señoras. Mi madre al verme cambió de voz y de rostro:
como frente al espejo se alisó el pelo y se acomodó las medias; apagó con ahínco
el cigarrillo en el cenicero, retorciéndolo dos o tres veces. Me tomó de la mano
y yo, aprovechando su turbación, robé los fósforos largos y lujosos que estaban
sobre la mesa, junto a los vasos de whisky. Salimos del cuarto.
–Tenés que atender
a tus invitados –dijo mi madre con severidad–. Yo atiendo a los míos.
Me dejó en la
sala desmantelada, sin alfombra, sin los objetos habituales de las vitrinas, sin
los muebles más valiosos, con los caballitos de cartón vacíos, con las cornetas
y flautines en el suelo, con los automovilitos todos con dueños que eran impostores
para mí. Cada uno de los niños tenía ya un globo que abrazaba, que estrujaba con
audacia. Sobre el piano enfundado alguien había colocado los regalos que los amigos
me habían traído. ¿Pobre piano? ¡Por qué no decís, más bien, pobre Fernando! Advertí
que faltaban algunos regalos, pues yo atentamente los había contado y examinado
en el momento de recibirlos. Pensé que estarían en otro lugar de la casa y ahí empezó
mi peregrinación por los corredores que me llevaron al tacho de basura donde desenterré
unas cajas de cartón y papeles de diario que triunfalmente llevé a la sala desmantelada.
Descubrí que algunos de los niños habían aprovechado de mi ausencia para apoderarse
de nuevo de los regalos que me habían traído. ¿Vivos? Sinvergüenzas. Después de
muchas vacilaciones, muchas dificultades para entrar en relación con los niños,
nos sentamos en el suelo para jugar con los fósforos. Pasó una niñera y dijo a su
compañera:
–Hay adornos
muy finos en esta casa: hay cada florero que si se te cae en un pie te lo aplasta
–y mirándonos como si hablaran del mismo florero, agregó–: Cada uno cuando está
solo es un diablo, pero acompañado se te vuelve un Niño Dios.
Hicimos construcciones,
planos, casas, puentes con los fósforos, les doblamos las puntas, durante un largo
rato. No fue sino después, cuando llegó Cacho con los anteojos puestos y una billetera
en el bolsillo que tratamos de encender los fósforos. Primero quisimos encenderlos
en la suela de los zapatos, después en la piedra de la chimenea. A la primera chispa
nos quemamos los dedos. Cacho era muy sabio y dijo que sabía no sólo preparar sino
encender una fogata. Él tuvo la idea de cercar la antecocina, donde estaba su niñera,
con fuego. Yo protesté. No teníamos que desperdiciar fósforos en niñeras. Esos fósforos
lujosos estaban destinados para la salita íntima donde los había encontrado. Eran
los fósforos de nuestras madres. En puntas de pie nos acercamos a la puerta del
cuarto donde se oían las voces y las risas. Yo fui el que cerré la puerta con llave,
yo fui el que saqué la llave y la guardé en el bolsillo. Apilamos los papeles en
que venían envueltos los regalos, las cajas de cartón con paja, algunos diarios
que habían quedado sobre una mesa, las basuras que había juntado, unos leños de
la chimenea, donde nos sentamos un rato para mirar la futura hoguera. Oímos la voz
de Margarita, su risa que no he olvidado, diciendo:
–Nos encerraron
con llave.
Y la respuesta
de no sé quién:
–Mejor, así
nos dejan tranquilas.
Al principio
el fuego chisporroteaba apenas, luego estalló, creció como un gigante, con lengua
de gigante. Lamía el mueble más valioso de la casa, un mueble chino con muchos cajoncitos,
decorado con millones de figuras que atravesaban puentes, que se asomaban a las
puertas, que paseaban en la orilla de un río. Millones y millones de pesos le habían
ofrecido a mi madre por ese mueble, y nunca lo quiso vender a ningún precio. ¡Te
parece, una lástima! Mejor hubiera sido venderlo. Retrocedimos hasta la puerta de
entrada donde acudieron las niñeras. Retumbaron las voces pidiendo auxilio en la
larga escalera de servicio. El portero, que estaba conversando en la esquina, no
llegó a tiempo para hacer funcionar el extinguidor de incendios. Nos hicieron bajar
a la plaza. Agrupados debajo de un árbol vimos la casa en llamas, y la inútil llegada
de los bomberos. ¿Ahora comprendés por qué no quise encender tu cigarrillo? ¿Por
qué me impresionan tanto los fósforos? ¿No sabías que era tan sensible? Naturalmente,
las señoras se asomaron a la ventana, pero estábamos tan interesados en el incendio
que apenas las vimos. La última visión que tengo de mi madre es de su cara inclinada
hacia abajo, apoyada sobre un balaustre del balcón. ¿Y el mueble chino? El mueble
chino se salvó del incendio, felizmente. Algunas figuritas se estropearon: una de
una señora que llevaba un niño en los brazos y que se asemejaba un poco a mi madre
y a mí.
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