Juan José Saer
a Jean-Luc Pidoux-Payot
No se asusten: esta vez la historia
termina bien. En lo que a mí respecta, fui testigo ocular únicamente a partir del
clímax. Por una de esas casualidades unas horas más tarde también presencié, en
un bar a orillas del mar, dichoso, el desenlace.
Yo había bajado
del Talgo Montpellier-Valencia, a eso de las seis de una tarde caliente de verano,
y estaba esperando en la vereda de la estación a unos amigos que tenían que pasarme
a buscar en auto para ir a un pueblito de la Costa Brava, cuando unas voces rugosas
de catalanes que discutían en español me hizo volver la cabeza. La violencia desesperada
del tono me turbó, y la agitación del grupo que discutía, más parecida al pánico
que a la amenaza, me indujo a acercarme con discreción para tratar de entender lo
que pasaba. Tan concentrados estaban en el debate, que ni siquiera se enteraron
de mi presencia. (Mi objetivo en la vida es pasar desapercibido en tanto que individuo,
puesto que soy editor de obras clásicas de filosofía, que otros han escrito, o traducido,
o anotado, y que yo me limito, en el más riguroso anonimato, a sacar a luz en la
ciudad de Lausana).
Eran cuatro personas:
un adolescente, una pareja de ancianos, y un señor de edad indefinida que parecía
estar tratando de calmar los ánimos, y que debía ser sin duda un empleado de la
estación. La mujer se limitaba a lloriquear y a retorcer entre sus dedos atormentados
por la artrosis un pañuelito blanco con el que de tanto en tanto se secaba las lágrimas.
Enseguida comprendí que los viejos eran los abuelos del adolescente.
Es imposible imaginar
un contraste mayor en el aspecto del abuelo y del nieto, que eran los que discutían
con aspereza. El viejo limpio, calvo y bronceado, llevaba una camisa impecable,
gris perla y de mangas cortas y unos pantalones de verano recién planchados, mostrando
una vez más esa sencillez en el vestir tan agradable que suelen practicar los españoles.
El adolescente, en cambio, tenía puesto encima o arrastraba consigo todo lo que
la moda mundial destinada a estimular el consumo en esa etapa de su vida lo inducía
a comprar, a causa de uno de esos imperativos universales que no se sabe bien quién
los dicta, y que reducen a los miembros de la especie humana al papel de meros compradores
ya desde cuando están en el vientre de sus madres: no bien se han instalado en el
óvulo que ya hay alguien que, descubriéndoles una supuesta necesidad, tiene algo
para venderles. A pesar del despojamiento del anciano y de la abundancia barroca
de su nieto (gorra americana con la visera al revés, en plano inclinado sobre la
nuca, remera blanca con leyendas en inglés bajo una camisa abierta y demasiado amplia,
color kaki, pantalones que caían en acordeón sobre unas espesas zapatillas
deportivas de suela de goma, su walkman cuyo casco pendía alrededor del cuello,
sus numerosas pulseras y collares y su cinturón ancho con compartimentos diferentes
para guardar dinero, llaves, documentos, pasajes, cigarrillos, etcétera) y a pesar
también del antagonismo obstinado que los oponía en la discusión que iba haciéndose
cada vez más exaltada y violenta, un innegable parecido físico, no exento de comicidad,
con las variantes propias de la edad de cada uno, delataba su parentesco.
En pocas palabras,
el problema era el siguiente: el chico, que debía tener unos quince o dieciséis
años, y que venía desde Francia a pasar las vacaciones en lo de sus abuelos, se
había olvidado a la hermanita dormida en el tren. Así como suena: se había olvidado
en el tren a una nena de cinco años, la hermanita que, diez años después de su nacimiento
y de su reinado absoluto de hijo único, sus padres, por accidente o con premeditación,
habían decidido traer al mundo. La criatura gordinflona y rosada, de lindo pelo
cobrizo a causa de sus antepasados catalanes, atiborrada de masitas, gaseosas y
chocolate, se había dormido hecha como se dice un ovillo en el fondo de su asiento
y el chico, al darse cuenta de que el tren llegaba a Figueras, con la cabeza perdida
en un archipiélago imaginario de conciertos monstruo de salsa, y en proyectos de
aprendizaje acelerado de planche á voile, poco habituado a viajar con otra
compañía que la de sus padres o la de los profesores del secundario, los cuales
tomaban por él todas las decisiones, había cargado su mochila y, atravesando el
pasillo a toda velocidad, había saltado a tierra encaminándose hacia la salida.
Cuando el abuelo, después de saludarlo, le había preguntado por la hermana, el Talgo
Montpellier-Valencia, que el chico se había dado vuelta para mirar un poco aterrado,
ya había salido de la estación y, con la previsibilidad estúpida de las cosas mecánicas
inventadas por los hombres, rodaba despreocupado hacia el sur. Y en medio de la
discusión recia y amarga que siguió, entré yo en escena.
Si los abuelos
daban la impresión de estar muy preocupados, el muchachito, en cambio, parecía más
bien apesadumbrado y perplejo, e incluso vagamente indignado. ¿Cómo diablos –parecía
insinuar su actitud– podía haber cometido semejante dislate? La falta enorme era
desproporcionada a su capacidad de culpa, y en su fuero interno una vocesita insistente
que él trataba de no oír, le susurraba que era a la nena a quien le incumbía la
responsabilidad de lo que había sucedido, que no debía de haberse quedado dormida,
oronda y displicente, acostumbrada como estaba a que todo el mundo revoloteara a
su alrededor para ocuparse de ella. Una rabia intensa comenzaba a cegarlo: quedándose
dormida en el tren, la nena demolía sin delicadeza todos sus proyectos y sus ensoñaciones.
Dejando vagar la mirada del otro lado de la calle, más allá de la parada de taxis,
por la sombra espesa de los plátanos adensándose en el crepúsculo que parecía expandirse
desde la plazoleta triangular, hubiese querido en ese momento que su hermanita fuese
castigada como se lo merecía, para que aprendiese de una vez por todas las consecuencias
que los otros debían sufrir a causa de su egoísmo monstruoso. Pero a pesar de sus
sentimientos contradictorios (Siempre soy yo, yo, el que paga los platos rotos),
únicamente un observador imparcial y exterior, un editor suizo de obras filosóficas
por ejemplo, hubiese podido percibir algo más que pánico y real preocupación en
su mirada. Como la discusión, cada vez más ardua y estéril, se prolongaba inútilmente,
el empleado de los ferrocarriles, dispuesto a la acción, desabrochó el teléfono
portátil que llevaba en la cintura y, elevándolo hasta la oreja derecha, salió corriendo
hacia las oficinas de la estación, justo en el mismo momento en que el coche de
mis amigos estacionaba a mi lado, sacándome de mi ensimismamiento con un bocinazo
discreto.
Un relato –una
vida– no se compone solamente de elementos empíricos, así que, viéndolos esa noche,
felices, en el bar de la costa, revolotear otra vez alrededor de la nena que devoraba
un sándwich y una naranjada con la crueldad desdeñosa de una diosa que acepta, imbuida
de su propia importancia, sacrificios humanos, deduje de inmediato que al salir
corriendo con el teléfono contra la oreja, el empleado de la estación había llamado
directamente al tren para advertir al guarda de lo que pasaba y sugerirle bajar
a la nena en la estación siguiente, adonde algún miembro de la familia fue a buscarla
en auto. Así que ahí estaban: los abuelos, una pareja mucho más joven (los tíos
sin duda), la nena y el muchachito, comiendo sándwiches y tapas de papas fritas
y de calamares, tomando gaseosas o cervezas, aliviados por el reencuentro y por
el desenlace provisoriamente feliz de la historia. La pequeña emperatriz rubia y
regordeta, con los ojos entornados, devoraba con aplicación su interminable sándwich,
empujándolo de tanto en tanto con un trago de naranjada, indiferente a la protección
excesiva que los otros le prodigaban, bajo la mirada neutra y furtiva de su hermano
mayor, como si de ella dependiese su supervivencia. Estaban todos inscriptos, nítidos
y vivos, en mi campo visual y yo, distrayéndome de la conversación cortés y un poco
irónica que reinaba en mi propia mesa, los contemplaba fascinado, moviéndose como
estaban en ese espacio ambiguo, al mismo tiempo inmediato y remoto, en el que lo
familiar se transfigura y empieza a parecerse a lo desconocido.
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