Manuel A. Alonso
Puede pasar un pueblo de
la isla de Puerto Rico sin espectáculos públicos de toda clase, y si fuera preciso
sin alcalde, regidor ni nadie que gobernase en él; pero jamás pasaría sin un ranchón
grande, cubierto de teja yagua o paja, en cuyo centro hay un círculo de ocho o diez
pasos de diámetro formado de tablas, con una gradería alrededor, hecha de lo mismo:
cuando se trata de fundar una nueva población no es extraño ver que aparece este
edificio mucho antes que la iglesia, y en no pocos parajes en que el número de casas
de campo es crecido, estando a alguna distancia de los pueblos, se ve también que
le hay, si bien falta una ermita o capilla. Esta entidad que preside en todas partes,
esta avanzada de la creación de nuevas sociedades en sitios hasta entonces inhabitados,
este lugar al parecer de un culto idólatra, es la Gallera. Examinaremos en esta
escena su objeto e influencia moral, y de aquí la necesidad de hablar primero de
los gallos, los galleros y los jugadores, como actores principales, y después de
las peleas, desafíos, etc…
El
gallo, animal célebre desde la más remota antigüedad, ídolo de algunas religiones,
y de cuyo canto se valió nuestro Redentor para recordar a uno de sus discípulos
su pecado, en ninguna parte es tan querido como en las Antillas; hay una clase sobre
todo llamada gallo inglés, que es el compañero inseparable del jíbaro.
Antes
de salir del cascarón, ya se ha cuidado de legitimar su origen, poniendo a la madre
en la imposibilidad de ser infiel: un platanal, un bosque u otro sitio apartado,
es el teatro de los dichosos amores del sultán, que después de haber muerto en el
combate a su terrible adversario, viene cubierto de honrosas cicatrices a reinar
en medio de sus favoritas. De allí es trasladada la clueca, y su nido se coloca
en la casa en el sitio más a propósito, cuídasela con mucho esmero, y el día en
que sale rodeada de sus polluelos es un día de gozo para la familia. Empiezan entonces
las discusiones sobre el sexo, color y demás cualidades; los amigos y conocidos
averiguan los grados de parentesco que tienen los recién nacidos con los gallos
de más nombre de todos los pueblos cercanos, recorriendo las líneas colaterales,
con más afán que un hidalgo pobre que desea acercarse a un título de Castilla.
Hechas
de este modo las debidas averiguaciones, conserva el dueño en su mente la ejecutoria,
y los pollos van creciendo hasta dejar la madre; entonces es el momento de separarlos
dejando las hembras en casa y poniendo los machos en otro sitio, lo cual no es de
tan poca importancia como pudiera parecer: los jíbaros saben muy bien que un terreno
en que los animalitos puedan escarbar, fortalece mucho sus patas y su pico; así
como el criarse en el bosque les hace vigorosos en el vuelo; circunstancias no despreciables,
puesto que de ellas depende más adelante la probabilidad de la victoria.
Es
también de notar el cuidado que tiene todo criador inteligente en impedir que se
mezcle con los pollos, cuando son ya crecidos, alguna gallina; porque reñirían hasta
matarse; y si por una casualidad no sucediera así, perderían mucha pujanza, siendo
más débiles en el combate; cada día les muda la comida y el agua, cuando no la hay
en el criadero, y se asegura muy a menudo del estado de la salud de los futuros
gladiadores.
Estos
cuidados duran año y medio o dos, hasta que entran en la escuela práctica, bajo
la dirección del gallero; este es un hombre blanco, negro, o mulato, gordo o flaco,
alto o pequeño, por lo regular de alguna edad, que es capaz, por su mucho conocimiento
en la materia y por su acrisolada paciencia, de instruir a un gallo, sacando todo
el partido posible de las disposiciones que presenta, desconocidas a los profanos
en el arte; mas que para él son el objeto de un estudio continuo. Debe además ser
vir probus en toda la extensión de la palabra, pues a su rectitud se fían
grandes sumas, como veremos después.
Hacerse
cargo de la completa filiación de su pupilo es la primera diligencia del gallero,
que en dos minutos sabe si aquel es rubio, giro, pinto, cenizo, canagüey, gallina,
ala de mosca, jabao, blanco, o negro; si es pava, roson o guineo; si es pati-negro,
pati-amarillo o pati-blanco, si es cinqueno, bajo o alto de espuelas; si tiene la
canilla larga o corta, si es largo o ancho de cuerpo, si aletea con fuerza, si tiene
la pluma madura, etc., no olvidándose nunca de oírlo cantar, para conocerlo después
por la madrugada; y es tal la habilidad de aquellos hombres, que entre centenares
de gallos que cuidan y acondicionan, conocen a cada uno por el canto, sin que se
engañen jamás.
Desde
este día, hasta aquel en que está en disposición de jugarse, pasa el gallo por una
serie de pruebas y ejercicios continuos, sujeto siempre a un régimen severo, todo
lo cual reunido forma lo que se llama darle condición; o, lo que es lo mismo, ponerle
en disposición de reñir con las mayores ventajas posibles de su parte. Córtale el
gallero la cresta y las barbas, le pela con unas tijeras el pescuezo y la parte
posterior del cuerpo, le recorta la cola a unos cuatro traveses de dedo de la rabadilla,
y lo mismo hace con la punta de las plumas del ala; le pone una cabulla por sobre
la espuela para que no pueda soltarse, ni le oprima la pata; teniendo cuidado de
mudarla de una a otra, y le coloca en el lugar que debe ocupar en una casa grande,
alquilada expresamente, y que toda está llena de gallos atados, de modo que no puedan
alcanzarse, a un clavo fijo en las tablas del piso, o encerrados en jaulas grandes
de madera, con su división para cada uno.
Al
salir el sol los sacan al corral o frente de la casa, atando a cada uno en su estaca
clavada en tierra, para que puedan escarbar; antes de esto los rosían con buches
de agua y aguardiente, y los tienen allí basta las diez o las once de la mañana.
Por la tarde vuelven a sacarlos, y al ponerse el sol les dan el maíz y el agua graduados
según su peso y el resultado de la última prueba.
Estas
pruebas son las botas y los coleos; las primeras consisten en echar a reñir dos
gallos de igual peso con las espuelas embotadas o envueltas en trapo o papel de
estraza, de suerte que no puedan dañarse; el gallero observa atentamente a cada
uno, si pelea alto o bajo, si pica a la cabeza, al pescuezo, al buche, a la cabeza
del ala o debajo de ella, si es de carrera, si juega la cabeza, si pelea de afuera
o apechuga, si engrilla o voltea, etc.; y según lo que nota, coge a uno de ellos
en la mano y le maneja delante del otro con tal habilidad, que, siguiendo este sus
movimientos, se acostumbra a pelear, corrigiendo sus defectos. Esto es lo que se
llama coleo. Si el gallo se cansa en estos ensayos por exceso de gordura, se le
rebaja la ración diaria; si está débil, se le aumenta; habiendo tal variedad, que
unos pelean mejor cuando están gordos, y otros estando flacos; de lo cual resulta
su división en gallos a la vista, y gallos de saco.
El
gallo que pelea bien teniendo muchas carnes, bajo de patas, ancho de cuerpo, y que
puesto de pie no eleva mucho la cabeza, debe jugarse a la vista; esto es, comparándole
al descubierto con su adversario: cuando el que pelea bien con pocas carnes es alto
de patas, largo de cuerpo y tiene la cabeza alta, debe jugarse al saco; esto es,
equilibrándole en una balanza con su competidor dentro de dos sacos que pesen lo
mismo.
Cuando
está acondicionado, lo cual se conoce por las botas y coleos y por el hermoso color
rojo de su cuello y de la parte posterior del cuerpo, se lleva a la gallera para
jugarlo con más o menos dinero, según las cualidades que ha manifestado: y aquí
es muy interesante el papel del gallero, que durante la riña, se llama coleador:
casa la pelea conforme a las reglas establecidas, salvo algunas ligeras modificaciones
como el enseñar la cabeza del gallo, para conocer por la cicatriz de la cresta si
los dos son de una edad, el medir las espuelas, el dar en el peso alguna media onza
de ventaja, etc., y hecho esto,
Los agusan, los rustan
Y si ey día es abansao
Les dan tres o cuatro granos
De maís medio mascao.
No
hay palabras para pintar la fiereza de aquellos animales: al principio no llegan
a picarse, sino que se hieren al vuelo: a estos primeros golpes es a los que llaman
tiros bolaos; pero no tardan en comenzar, y cada picotazo va seguido de una puñalada,
que el contrario evita con destreza, o recibe con heroico valor; sus cuerpos se
cubren de sangre y polvo, pierden la vista, y apenas pueden tenerse; llegando muchas
veces a quedar después de algunas horas rendidos de fatiga, sin que ninguno de los
dos haya vencido: a esto se llama entablar la pelea: otras huye uno, muere, queda
fuera de combate, siendo el otro vencedor.
Hay
gallos que tienen golpes favoritos; tales como picar a la cabeza del ala, clavando
la espuela debajo de ella, dar en el yunque, que así llaman a la nuca, etc. La carrera
es también un grandísimo recurso; los hay que corren alrededor de la valla delante
del contrario, que si no tiene también esta cualidad se cansa persiguiéndolos, entonces
es vencido fácilmente; llegando algunos a tanto, que, si mocen desventaja por su
parte, se detienen sin correr, hasta que otro vuelve a seguir riñendo.
El
ojo de lince del coleador sigue todos los movimientos de su gallo, mientras que
los espectadores de las gradas publican en alta voz la cantidad que quieren apostar
a su favor, y le animan con las exclamaciones más originales:
Pica gayo, engriya jiro,
Mueide al ala renegao,
Juy qué punalón de baca, etc.
que se repiten
a cada nuevo encuentro.
Cuando
los combatientes dejan por un momento de lidiar se da un careo, los cogen los coleadores,
los limpian chupando la sangre de todo el pescuezo, examinan sus miembros; y con
estos cuidados le vuelven a veces la vista y los reaniman para volver a la reyerta.
Un número determinado de careos sin que ninguno de los combatientes embista al otro
entabla la pelea.
Con
lo dicho se tendrá una idea del objeto de la gallera; pero no sería muy completa,
sin añadir algo que venga a confirmar lo establecido al comenzar este artículo:
bastará decir, que muy raro es el jíbaro que no cría gallos de buena casta, que
muchos pasan todo el domingo en la gallera, y que algunos vuelven a su casa por
la noche, sin llevar la carne que habían ido a comprar al pueblo para toda la semana
siguiente, porque les tentó algún pati-marillo o coli-blanco; mas ¿a qué detenernos
en otras cosas, cuando una simple relación de un desafío basta y sobra a nuestro
propósito?
Los
desafíos, que no son más que la reunión en un pueblo de los gallos más famosos de
muchos de los circunvecinos, se anuncian con grande anticipación, y se verifican
en días señalados. Algunos antes empiezan a llegar los campeones, conducidos con
grandísimo cuidado: un hombre lleva una vara al hombro, y de ella penden cuatro,
seis u ocho gallos, en su saco cada uno; así son trasladados hasta a ocho y diez
leguas de distancia. Llega por fin el día deseado: toda la población se inunda de
gente, una gran parte de la cual no tiene otro objeto que ver jugar un gallo conocido,
y para esto ha hecho a pie muchas horas de camino. En la pelea se sigue las mismas
reglas que en los casos ordinarios, con la única diferencia que se atraviesan mayores
cantidades, y que el concurso es mucho más numeroso.
Hemos
llegado al punto en que el lector aguarda que le diga mi modo de pensar acerca de
la gallera: yo reconozco la oportunidad de su deseo; pero no puedo complacerle cual
quisiera, porque es cuestión más difícil de resolver de lo que al pronto parece.
En efecto; ¿qué puede contestarse a la pregunta de si el juego de gallos es útil
o no? Diremos, que como causa de la comunicación de unos pueblos con otros, como
medio de que circule el dinero, y como mero pasatiempo en los días festivos, no
hay duda que lo es; más como ocupación, como camino que puede conducir a otros vicios,
y como ocasión de perder el dinero destinado al sustento de una familia, es altamente
perjudicial. El tiempo resolverá el problema, y yo me atrevo a esperar que cuando
haya otras diversiones públicas y a medida que adelantemos, se irá perdiendo esta
costumbre hasta desaparecer completamente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario