Juan José Arreola
Estimable señor:
Como
he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos,
le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle.
En
un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento,
augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar:
por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus
palabras y puedo repetirlas).
Pero
mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos.
Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor
importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo
de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente.
Aquí
es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted
mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta
hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado
flamante.
Pues
bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas.
Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de
transferirle las palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos.
Mis
pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies
están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de
hierro. No sé cómo ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos
inservibles. Allí están, en un rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas.
Cuando
todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el trabajo que
usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en
materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir,
y otros, en cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran.
Los
que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido fielmente
durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que
zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora
que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable
y resistente. Sólo que daban ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos
amplios y profundos adelgazamientos me hicieron ver que los zapatos se iban haciendo
extraños a mi persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar
ver los calcetines.
También
habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los tacones
mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir.
Quise,
con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece
censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En
vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época,
menos brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las
personas modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi
de las personas como usted.
Debo
decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas
conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte
todo resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme
toda la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal.
La piel está cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares
y ofrecen peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller,
pues mis zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo,
conservaban ciertas líneas estéticas. Y ahora…
Pero
introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra. El
pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así
como un quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies,
señor zapatero, tienen forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted
tiene extremidades humanas.
Pero
basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también
muy triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero
para derrochar.
A
propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta
carta no intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción.
Nada de eso. Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo.
Le cuento la tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que
la vida ha puesto en sus manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en
un día de juventud… Perdón; usted es todavía joven. Cuando menos, tiene tiempo para
volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara un par de calzado.
Nos
hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente
para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas
leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos.
Quisiera
hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos
infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos.
Sólo
quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en
su corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis
zapatos, intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su
sitio.
Yo
le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa
carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos.
Soy
sinceramente su servidor.
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