Isaac Asimov
Resulta que un amigo mío
insinúa que, a veces, puede invocar espíritus del profundo abismo. O, por lo menos,
un espíritu… uno pequeño y de poderes estrictamente limitados. En ciertas ocasiones
habla de él, pero sólo después de haber llegado a su cuarto whisky con soda. Se
trataba de un delicado punto de equilibrio: tres copas, y no sabe nada de espíritus
(de los sobrenaturales); cinco y se queda dormido. Aquella noche, pensé que había
alcanzado el nivel adecuado, así que le dije:
–¿Te
acuerdas de ese espíritu tuyo, George?
–¿Eh?
–exclamó él, mirando su bebida, como si se preguntara por qué tenía que recordarla.
–Tu
bebida, no –dije–. Me refiero a ese espíritu de unos dos centímetros de estatura
que una vez me dijiste que habías logrado hacer venir desde algún otro lugar de
existencia. El que está dotado de poderes paranaturales.
–Ah
–dijo George–, Azazel. No se llama así, naturalmente. Supongo que no podría pronunciar
su verdadero nombre, pero así es como yo le llamo. Sí, me acuerdo.
–¿Lo
utilizas mucho?
–No.
Es peligroso. Demasiado peligroso. Siempre existe la tentación de jugar con el poder.
Yo soy muy cuidadoso en ese aspecto, endiabladamente cuidadoso. Como sabes, tengo
un nivel ético muy elevado. Por eso es por lo que en una ocasión me sentí movido
a ayudar a un amigo. ¡El mal que eso causó! ¡Horrible! No soporto pensar en ello.
–¿Qué
ocurrió?
–Supongo
que es mejor que lo cuente, para vaciar mi pecho –dijo pensativamente George–. Es
algo que te consume…
Entonces
yo era mucho más joven (dijo George), y en aquellos tiempos las mujeres formaban
una parte importante de la propia vida. Ahora, al rememorarlo, parece una estupidez,
pero recuerdo perfectamente haber pensado en aquellos tiempos que había mucha diferencia
dependiendo de la mujer de que se tratara. En realidad, la verdad es que da lo mismo
cerrar los ojos y tomar al azar la que caiga, pero en aquellos tiempos… Yo tenía
un amigo, Mortenson… Andrew Mortenson. No creo que lo conozcas. Yo mismo apenas
lo he visto en los últimos años. La cuestión es que estaba perdidamente enamorado
de una mujer, una mujer determinada. Era un ángel, decía. No podía vivir sin ella.
Era la única en todo el universo, y sin ella el mundo era una rebanada de jamón
empapada de grasa para lubricar motores. Ya sabes cómo hablan los enamorados. Lo
malo es que ella, finalmente, lo abandonó, y al parecer lo hizo de una manera especialmente
cruel y sin la menor consideración a su amor propio. Lo había humillado por completo,
yéndose con otro delante de él, chasqueándole los dedos en las narices y riéndose
despiadadamente de sus lágrimas. Lo digo en sentido figurado, por supuesto. Sólo
trato de dar la impresión que él me causó a mí. Se hallaba aquí sentado, en esta
misma habitación, bebiendo conmigo. Yo sentía cómo se me destrozaba el corazón ante
su congoja.
–Lo
siento, Mortenson –le dije–, pero no debes tomártelo así. Si te paras a pensarlo,
no es más que una mujer. Mira a la calle y verás pasar montones.
–A
partir de ahora –dijo amargamente–, no habrá ninguna mujer en mi vida… excepto mi
esposa, claro, a la que de vez en cuando no puedo evitar. Es sólo que, por mi parte,
me gustaría hacer algo por ella.
–¿Por
tu mujer? –pregunté.
–No,
no, ¿por qué iba a querer hacer algo por mi mujer? Estoy hablando de hacer algo
por esa mujer que me ha abandonado tan cruelmente.
–¿Por
ejemplo?
–No
tengo ni idea –respondió.
–Quizá
yo pueda ayudarte –dije, pues continuaba sintiéndome lleno de compasión hacia él–.
Puedo hacer uso de un espíritu provisto de poderes extraordinarios. Un espíritu
pequeño, desde luego –separé los dedos pulgar e índice menos de una pulgada para
que se hiciera idea–, que sólo puede hacer pequeñas cosas.
Le
hablé de Azazel, y, como es natural, me creyó. He observado con frecuencia que yo
transmito convicción cuando cuento algo. Sin embargo, cuando lo haces tú, amigo
mío, el ambiente de incredulidad que se forma en la estancia es tan espeso que se
podría cortar con una sierra para metales. Conmigo, en cambio, es distinto. No hay
nada como una reputación de probidad y un aire de honrada rectitud.
Le
brillaban los ojos mientras se lo contaba. Preguntó si podría darle a la mujer algo
que yo le pidiera.
–Si
es presentable, amigo mío. Espero que no estés pensando en algo así como hacerla
oler mal o que le salga un sapo por la boca cada vez que hable.
–Claro
que no –replicó, indignado–, ¿por quién me tomas? Ella me ha dado dos años de felicidad,
a intervalos, y quiero corresponderle adecuadamente. ¿Dices que tu espíritu tiene
sólo poderes limitados?
–Es
muy pequeño –respondí, volviendo a señalar el tamaño con el índice y el pulgar.
–¿Podría
darle una voz perfecta? Al menos, por algún tiempo. Aunque sólo sea durante una
única representación.
–Se
lo preguntaré. La sugerencia de Mortenson parecía perfectamente caballerosa. Su
ex amante cantaba cantatas en la iglesia local, si es que esa era la denominación
adecuada. En aquellos tiempos yo tenía muy buen oído para la música y a menudo asistía
a estas cosas (teniendo buen cuidado de esquivar la bandeja de la colecta, claro).
A mí me gustaba oírla cantar, y el auditorio parecía escucharla con bastante cortesía.
Por aquel entonces yo pensaba que sus costumbres no armonizaban muy bien con el
entorno, pero Mortenson decía que con las sopranos se hacían excepciones. Así, pues,
consulté con Azazel. Se mostró completamente dispuesto a ayudar; nada de esas tonterías
de pedir mi alma a cambio, ya sabes. Recuerdo que una vez le pregunté a Azazel si
quería mi alma, y él ni siquiera sabía lo que era. Me preguntó a qué me refería,
y resultó que yo tampoco sabía lo que era. Lo que ocurre es que es un tipo tan insignificante
en su propio universo, que le proporciona una enorme sensación de éxito poder ejecutar
su influencia en el nuestro. Le gusta ayudar. Dijo que podría conseguir tres horas,
y cuando se lo comuniqué, a Mortenson le pareció perfecto. Elegimos una noche en
que ella iba a cantar a Bach, Haendel o a uno de esos antiguos aporreadores de piano,
e iba a interpretar un largo e impresionante solo.
Mortenson
fue a la iglesia esa noche, y, naturalmente, yo también fui. Me sentía responsable
de lo que iba a suceder, y pensaba que era mejor que supervisase la situación.
Mortenson
dijo sombríamente:
–He
asistido a los ensayos. Cantaba como siempre, ya sabes: como si tuviera rabo y alguien
se lo estuviera pisando.
No
era esa la forma que él solía usar para describir su voz. La música de las esferas,
decía muchas veces, de ahí para arriba. Sin embargo, había sido abandonado, y eso,
claro, modifica el sentido crítico de un hombre.
Lo
mire con severidad.
–Ésa
no es la forma de hablar de una mujer a la que estás intentando conceder un gran
don.
–Por
eso precisamente. Quiero que su voz sea perfecta. Realmente perfecta. Y ahora veo,
ahora que las nieblas del amor se han disipado de mis ojos, que tiene un largo camino
que recorrer. ¿Crees que tu espíritu podrá arreglarlo?
–El
cambio no está previsto que empiece hasta las ocho y cuarto.
Me
asaltó una punzante sospecha.
–¿No
habrás estado esperando que se agote la perfección en el ensayo y luego decepcione
al público?
–Te
equivocas por completo –respondió.
La
función comenzó con un ligero retraso, y cuando ella se levantó para cantar, ataviada
con su vestido blanco, eran las ocho y catorce en mi viejo reloj de bolsillo, que
nunca se desvía de la hora exacta en más de dos segundos. No era una soprano insignificante;
estaba construida a generosa escala, dejando abundante espacio para la clase de
resonancia que se necesita cuando se intenta llegar a las notas altas y sobreponerse
a la orquesta. Siempre que inhalaba unos cuantos litros de aire con los que manejaba
todo, yo me daba cuenta de qué era lo que Mortenson veía en ella, a pesar de las
varias capas de materia textil.
Ella
comenzó a su nivel habitual, y luego, exactamente a las ocho y cuarto, fue como
si se le hubiera añadido otra voz. Vi cómo daba un ligero respingo, como si no creyera
lo que oía, y una de sus manos, que tenía apoyada en el diafragma, pareció vibrar.
Su voz se elevó. Era como si se hubiera convertido en un órgano de tono perfecto.
Cada nota sonaba perfecta, una nota recién inventada en aquel mismo momento, al
lado de la cual todas las demás notas del mismo tono y calidad no eran sino copias
imperfectas. Cada nota sonaba limpiamente con el trémolo preciso, si es que ésa
es la palabra adecuada, dilatándose o contrayéndose con enorme poder y control.
Y con cada nota iba mejorando. El organista no miraba la partitura, la miraba a
ella y, no puedo jurarlo, pero creo que dejó de tocar. De todos modos, en caso de
que tocara, yo no lo habría oído. Mientras ella cantaba, era imposible oír nada.
Sólo a ella. La expresión de sorpresa se había desvanecido de su cara, y en su lugar
se dibujaba una expresión de exaltación. Había dejado a un lado la partitura; no
la necesitaba. Su voz cantaba por sí sola, y ella no necesitaba controlarla ni dirigirla.
El director se hallaba rígido y todos los demás miembros del coro parecían desconcertados.
Por
fin terminó su solo y el coro sonó como una especie de susurro, como si todos se
avergonzaran de sus voces y se sintieran turbados por hacerlas sonar en la misma
iglesia y en la misma noche. El resto del programa se redujo por entero a ella.
Cuando cantaba, eso era lo único que se oía, aunque estuvieran sonando todas las
demás voces. Cuando callaba, era como si estuviéramos sentados en la oscuridad y
no pudiéramos soportar la ausencia de luz.
Y
cuando terminó… bueno, en la iglesia no se aplaude, pero en aquella ocasión lo hicieron.
Todos los asistentes se pusieron en pie, como accionados por un mismo resorte, y
aplaudieron y aplaudieron, y estaba claro que continuarían aplaudiendo toda la noche
a menos que ella cantara de nuevo. Volvió a cantar; únicamente su voz, con el órgano
susurrando vacilante en segundo término; iluminada por el foco; sin nadie más visible
en el coro. Sin el menor esfuerzo. No puedes imaginar la naturalidad y la facilidad
con que lo hacía. Yo traté de sustraer mis oídos al sonido para observar su respiración,
para sorprenderla cogiendo aire, para maravillarme de cuánto tiempo podía sostenerse
una nota a todo volumen con sólo un par de pulmones para suministrar el aire.
No
obstante, aquello tenía que terminar y terminó. Incluso los aplausos se acallaron.
Sólo entonces me di cuenta de que Mortenson había permanecido sentado junto a mí,
con los ojos brillantes y absorto todo su ser en el canto. Sólo entonces empecé
a comprender lo que había sucedido. Al fin y al cabo, yo soy tan recto como una
línea euclidiana y no hay ninguna tortuosidad en mí, y por eso no se podía esperar
que me diera cuenta de lo que él perseguía. Por el contrario, tú, que eres tan retorcido
que podrías subir una escalera de caracol sin dar ninguna vuelta, puedes comprender
al instante cuál era su propósito. Ella había cantado perfectamente… pero no volvería
a hacerlo nunca más. Era como si fuese ciega de nacimiento y durante sólo tres horas
le fuera permitido ver, ver todos los colores, formas y maravillas que nos rodean,
y a las que no prestamos atención por lo acostumbrados que estamos a ello. ¡Supón
que pudieras verlo todo en la plenitud de su esplendor… y luego volvieras a ser
ciego! Podrías soportar tu ceguera si no conocieras nada más. Pero ¿conocer alguna
otra cosa por breve tiempo y luego volver a la ceguera? Nadie podría resistirlo.
Esa
mujer no ha vuelto a cantar jamás, naturalmente. No obstante, eso únicamente es
parte del asunto; la verdadera tragedia fue para nosotros, para los que componíamos
el auditorio. Durante tres horas tuvimos música perfecta, perfecta. ¿Crees que podríamos
soportar escuchar algo que no fuera eso?
Desde
entonces he sido absolutamente incapaz de apreciar la música. Recientemente fui
a uno de esos festivales de rock que tan populares son hoy día, sólo para ponerme
a prueba. No lo creerás, pero no pude distinguir una melodía. Para mí todo era ruido.
Mi
único consuelo es que Mortenson, que escuchó con suma avidez y con extraordinaria
concentración, ha sufrido efectos más graves que ninguno de los demás asistentes.
Permanentemente lleva tapones en los oídos. No puede soportar ningún sonido más
fuerte que un susurro.
¡Merecido
se lo tiene!
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