Adolfo Bioy Casares
Cuando entró en el edificio, buscó las escaleras, para subir. Encontrarlas
era difícil. Preguntaba por ellas, y algunos le contestaban: “No hay”. Otros le
daban la espalda. Acababa siempre por encontrarlas y por subir otro piso. La circunstancia
de que muchas veces las escaleras fueran endebles, arduas y estrechas, aumentaba
su fe. En un piso había una ciudad, con plazas y calles bien trazadas. Nevaba, caía
la noche. Algunas casas –eran todas de tamaño reducido– estaban iluminadas vivamente.
Por las ventanas veía a hombres y mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse
entre esos enanos. Descubrió una amplia escalinata de piedra, que lo llevó a otro
piso. Éste era un antecomedor, donde mozos, con chaqueta blanca y modales pésimos,
limpiaban juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía
subir. Llegó a una terraza con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco
tristes. Una mujer, con vestido de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó por
el enorme paisaje, mesándose la cabellera, gimiendo. Él entendió que cuantos vivían
allí estaban locos. Pudo subir otro piso. En una arquitectura propia del interior
de un buque, en la que abundaban maderas y hierros pintados de blanco, halló una
escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde estaban los peroles que daban
el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo: “Sobre el fuego está el cielo” y, seguro
de su destino, se agarró de un caño, para subir más. El caño se dobló; hubo un escape
de vapor, que le rozó el brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo. Pensó: “En
el cielo me quemaré”. Se preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores debería
descender. En todos él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no fuese
la morada que le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio donde uno
se cree fuera de lugar.
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