Inés Arredondo
Para Huberto Batis
He vivido muchos años sola, en esta inmensa casa, una vida cruel y exquisita.
Es eso lo que quiero contar: la crueldad y la exquisitez de una vida de provincia.
Voy a hablar de lo otro, de lo que generalmente se calla, de lo que se piensa y
lo que se siente cuando no se piensa. Quiero decir todo lo que se ha ido acumulando
en un alma provinciana que lo pule, lo acaricia y perfecciona sin que lo sospechen
los demás. Tú podrás pensar que soy muy ignorante para tratar de explicar esta historia
que ya sabes pero que, estoy segura, sabes mal. Tú no tomas en cuenta el río y sus
avenidas, el sonar de las campanas, ni los gritos. No has estado tratando, siempre,
de saber qué significan, juntas en el mundo, las cosas inexplicables, las cosas
terribles, las cosas dulces. No has tenido que renunciar a la que se llama una vida
normal para seguir el camino de lo que no comprendes, para serle fiel. No luchaste
de día y de noche, para aclararte unas palabras: tener destino. Yo tengo destino,
pero no es el mío. Tengo que vivir la vida conforme a los destinos de los demás.
Soy la guardiana de lo prohibido, de lo que no se explica, de lo que da vergüenza,
y tengo que quedarme aquí para guardarlo, para que no salga, pero también para que
exista. Para que exista y el equilibrio se haga. Para que no salga a dañar a los
demás.
Esto me lo enseñó Sofía, a quien se lo había enseñado
Sergio, quien a su vez se lo planteó al ver enloquecer a su hermano Pablo, tu padre.
Siento que me tocó vivir más allá de la ruptura, del
límite, en ese lado donde todo lo que hago parece, pero no es, un atentado contra
la naturaleza. Si dejara de hacerlo cometería un crimen. Siempre he tenido la tentación
de huir. Sofía no, Sofía incluso parecía orgullosa, puesto que fue capaz de construir
para la locura. Yo solamente hago que sobreviva.
Para que no tengas que venir a verlo trataré de explicarte
lo que Sofía hizo con esta casa que antes fue igual a las otras. Es fácil reconocerla
porque está aislada, no tiene continuidad con el resto: por un lado la flanquea
el gran baldío en el que Sergio no edificó, y por el otro las ruinas, negras, de
la casa de tu padre. Fuera de eso se ve una fachada como tantas otras: un zaguán
con tres ventanas enrejadas a la derecha y tres a la izquierda. Pero dentro está
la diferencia.
Es una casa como hay muchas, de tres corredores que
forman una U. pero en el centro, en lugar de patio, ésta tiene una espléndida escalinata,
de peldaños tan largos como es largo el portal central con sus cinco arcos de medio
punto. Baja lentamente, escalón por escalón, hace una explanada y luego sigue bajando
hasta lo que en otro tiempo fue la margen del río cuando venía crecido. No te puedes
figurar lo hermosa que es.
A la altura de la explanada fueron socavadas cuatro
habitaciones; dos de cada lado de la escalinata, así que quedaron debajo de los
corredores laterales y parece que siempre estuvieron allí, que soportan la parte
de arriba de la casa. Quizá sea verdad. Estas cuatro habitaciones están ricamente
artesonadas: Sofía pensó que ya que no podía tener comodidades tu padre, ni siquiera
muebles, debía disfrutar de algún lujo extraordinario. Son cuatro habitaciones,
pero en realidad se ha usado únicamente una, la primera a la izquierda, según se
baja al río. No he dejado de pensar en la razón que movió a Sofía para hacer que
construyeran cuatro, una para cada uno de nosotros, o si simplemente las necesidades
de proporción de la escalinata y la explanada en que están colocadas necesitaron
de ese número.
En una de ellas estuvo tu padre cuando a Sergio y a
Sofía les pareció que debían construir aquí un lugar para él, un lugar únicamente
suyo en el mundo. Ninguno de ellos salió de aquí para traerlo, pero luego cuidaron
de él sin escatimar ningún dolor. Escucharon atentamente sus gritos inhumanos, se
centraron en ellos.
Que escapara del cuarto artesonado no fue culpa de nadie.
Posiblemente pienses que alguien dejó la puerta abierta o la llave al alcance de
su mano, pero si hubieras visto alguna vez la llegada del río crecido, oído cómo
su ruido terrestre como un sismo llena el aire antes de que puedas ver la primera
y terrible ola que arrastra ya casas, ganado, muertos, sabrías que él tuvo que salir
de ese cuarto como el río de su cauce, y destruir y destruirse para que la vida
otra, ajena y la misma, tu vida quizá, pueda volver a empezar.
Si entendieras esto sabrías que el que incendiara una
casa, la que le habían heredado, no fue una casualidad, ni que el que él muriera
entre sus llamas lo es. Tú, por ejemplo, puedes encargar a alguien que venda ese
baldío, pero pensar que aquí hay una casa a tu nombre, te haría venir. Por esto
no será para ti esta otra que habitamos ahora; eso lo arreglé yo. Pero, sí te pertenece
el terreno de Sergio porque no tienes que verlo.
No quiero relatarte la muerte de tu padre, tampoco la
de Sergio, sólo sugiero que aprendas a verlas de otra manera, y para ello te estoy
contando esto otro, la vida que tuvimos.
Se podía sentir, a la luz del quinqué, bajo la piel
de las comisuras móviles, en la quietud férrea de las manos sobre el regazo, un
opaco zumbido de lucha que llenaba el silencio de la sala, de la casa, de la noche.
Ellos eran mis hermanos, pero yo aún no entendía. Eran más bien hermanos, muy hermanos
entre sí. No tenían ningún parecido físico, aparte del cuerpo delgado y la piel
que parecía transparente en los párpados. Sin embargo, ellos sacaban el acuerdo
de la diferencia aparente: el ritmo al que se movían; las manos; los profundos ojos
extáticos, encharcados, les daban una semejanza muy grande, por encima de los rasgos
y colores. También su edad y su educación eran diferentes, pero nadie lo hubiera
creído.
Ese voluntario parecido fue una defensa que levantaron.
Pero ya te dije que no te hablaré de esa lucha más de lo estrictamente necesario.
En realidad todo comenzó antes de que yo pudiera entenderlo y te lo transmitiré
de acuerdo con mis recuerdos, no con el tiempo ni los razonamientos.
La noche del saqueo para nosotros transcurrió de un
modo diferente que para los demás: nos quedamos ante la ventana de par en par, mirando
hacia afuera, y nuestro zaguán fue el único que nadie golpeó porque Sergio, en cuanto
oyó los gritos que venían por el camino de la Bebelama, fue, caminando despacio,
y lo abrió, encendió las luces por toda la casa, revisó su corbata ante el espejo
del corredor, y se colocó, con la espalda negligentemente pegada al marco de la
ventana, a esperar; Sofía fue a sentarse en el poyo y no cruzaron palabra.
Yo les vi entrar a la plaza: a pie, a caballo, gritando
y disparando, rompiendo las puertas, riendo a carcajadas, sin motivo, y tuve miedo;
me acerqué a Sofía, le tomé una mano y ella me sonrió y me sentó a su lado; luego
se volvió para seguir mirando.
A empellones sacaron al señor cura por las arcadas de
la sacristía. Me dio dolor ver su cara pálida y desencajada pasar de la luz a la
sombra, de una risotada a un golpe, a una palabrota, tropezando con las macetas,
haciendo chillar a los canarios. Si la ves ahora, de mañana, esa misma sacristía
con arcos, no te lo podrás imaginar. Sólo frente a las llamas se ve el lugar tan
grande que ocupa la sombra de un hombre.
–Éstos sólo quieren el dinero. Pero a él le gusta hacerse
el mártir. Detesto a los mártires –dijo Sergio. Yo sentí su desprecio hacia aquella
cara pálida, conocida, que habíamos visto todos los días, desde que nacimos, y que
sufría. Me estremecí violentamente, Sofía apretó mis dedos con firmeza y me puso
la otra mano en el hombro.
Cuando entraron en nuestra casa, yo temí que advirtieran
la curiosidad casi irónica en los ojos de Sergio, y hubo uno que se le plantó enfrente
y estuvo a punto de decir algo. Si Sergio hubiera sonreído o cambiado, no sé, pero
él siguió igual, mirando al otro con sus ojos con un punto dorado en el centro,
y el otro se fue y acuchilló un sofá. Todavía está aquí, desteñido y con la borra
de fuera, y es muy sedante mirarlo, no sé por qué, quizá porque no grita y está
igual desde hace treinta años.
Ahora me imagino que debimos de parecer un retrato de
familia, los tres en el marco de la ventana, pero en ese momento fue la primera
vez que sentí que estábamos, yo también, aparte, y que no podían tocarnos.
Del otro lado de la plazuela, Rosalía chillaba y un
hombre la perseguía. Más que los balazos, se oían los chillidos de las mujeres,
muy agudos.
De nuestra casa se fueron pronto en realidad, porque
nada estaba bajo llave. Eso Sergio lo debió hacer días antes y sin que lo notáramos,
o quizá mientras encendía todas las luces, como si diéramos una gran fiesta. Salieron
pronto, sin hablarnos, y lo que se llevaron lo fueron dejando abandonado por las
cantinas y las calles, pero nosotros nunca hicimos nada por recuperarlo; se entendía
que ya no era nuestro.
–Creí que sería otra cosa –dijo Sergio, cuando comenzó
a hacerse el silencio y una luz plomiza en el cielo me dio náusea. Al pasar, acarició
el quinqué–. Qué bueno que nadie vio lo hermosa que es su luz rosada –dijo.
Cerró la puerta y nos fuimos a dormir.
En las noches siguientes, mientras pasaban las rondas
y se oían los “quién vive”, algún disparo y los perros, Sergio le explicaba a Sofía
las diferentes fiestas de los diferentes dioses. “El desorden sagrado”, recuerdo
que dijo, y cosas así. Podría citarte más frases, pero las frases no importan. Es
extraño que lo que le dolía de aquella noche no era ni lo del señor cura, ni lo
de Rosalía, ni lo de los colgados, era que la alegría de aquellos hombres era falsa,
que se equivocaban, que en lugar de aquellas carcajadas huecas hubieran debido gritar,
dar de alaridos, y matar, y robar, con verdad, con dolor, “porque era lo más parecido
a una fiesta”. Y era verdad que estaba triste por aquellos hombres.
No aprendimos de revoluciones por aquella revolución,
sino de cultos, de ritos y de dioses antiguos. Fue así como él nos enseñó tantas
cosas: para entender otras, pero no las semejantes, sino las que podían explicarlas.
Él podía decirte, por ejemplo, que tu madre lo era por
haberte parido, pero que una verdadera madre es la que te escoge después,
no por ser un niño, sino por ser como eres; por eso encontraba natural que una reina
odiara o despreciara a su hijo desde chico. Por ahí leímos historia de Francia,
lo recuerdo bien.
En realidad Sofía y yo estudiábamos de lo que se iba
ofreciendo –como tema o como ejemplo– y él hablaba de ello con nosotras por la noche,
sin plan, sin ton ni son. No era un profesor, ni le gustaba escucharse, buscaba
titubeando, rehacía argumentaciones; ya te lo dije: rastreaba, a veces delante de
nosotras, en voz alta. Pero las noches en que estaba callado y sombrío, ¿qué buscaba?
A la luz del quinqué oí hablar de ti, de Pablo, tu padre,
que se fue siendo tan joven que yo apenas podía recordarlo. Tú eras un bebé y tu
padre estaba ya en un sanatorio. No te conoció. No te acerques ahora a él. Recuerda
que no es más que un muerto.
También oía hablar de la escalinata. La llama no parpadeaba,
se mantenía quieta, y su claridad tenue ponía tonos cálidos en la piel pálida de
mis hermanos. Sofía cosía o bordaba, mientras Sergio sostenía un libro en las manos;
a veces leía un poco. Los oí hablar en voz baja de ustedes, de la locura, como si
todos fueran recuerdos. Sofía recibía las cartas por la mañana, pero acostumbraba
esperar hasta la noche para contarnos suavemente, como si fuera una vieja historia,
que Pablo tenía trastornos muy extraños o que se había hecho necesario internarlo
en un manicomio.
–Pablo siempre fue alegre, ruidoso, le gustaba cantar
y levantar en vilo a nuestra madre para darle vueltas y que diera gritos mientras
él reía. Alegre y fuerte, muy fuerte. O quizá lo veíamos así porque era mucho mayor.
Pero ahora dicen que se ha tornado violento, que hay momentos en que destruye todo
lo que encuentra, y que quiere matar. La fuerza y la alegría juntas, más una exasperación
que corrompa y desvirtúe la alegría, pueden transformarse en violencia, ¿o es la
cólera sola la que se apodera y enceguece toda la vitalidad de un hombre? ¿De dónde
viene esa cólera y por dónde se filtra, desde qué lugar acecha? Cae sobre él como
un rayo, lo posee como un demonio y él no es más que él mismo, y hay que encerrarlo
en lugar seguro, en un manicomio, donde hay gente que conoce ese deseo de destrucción
y que no le teme.
Así contaba las noticias. Sergio callaba y ella seguía
hablando, la interrogaba dulcemente hasta que él principiaba a hablar de la locura,
de la escalinata, o de las cosas o las personas, siempre en un tono amable y como
si ellos estuvieran aparte y lejos.
Después, cuando crecí un poco más y Sofía me instruyó,
supe que ella empleaba todo el día para buscar el modo, las palabras para decir
las cosas, tomando siempre en cuenta, en primer lugar y antes que nada, la angustia
de Sergio.
–Hay que contenerse. Ser conscientes, perfectamente
lúcidos, dar a los hechos, los sentimientos y los pensamientos la forma adecuada,
no dejarse arrastrar por ellos, como se hace comúnmente. Sergio me hablaba de eso
en sus cartas, desde Europa, antes de regresar, y entonces era nada más la necesidad
de ajustarlo todo a proporciones humanas, porque la desmesura es siempre más poderosa
que el hombre; era una disciplina personal, casi un juego, pero cuando me habló
de su angustia, de que se le metía en el pecho y no lo dejaba pensar, ni respirar,
porque lo iba invadiendo, poseyendo desde esa herida primera que es igual a un cuchillo
helado en un costado del pecho, comprendí que a eso debía aplicarse todo lo que
sobre la importancia de la forma me había enseñado, y así entre los dos buscamos
las palabras tibias que calientan la herida, y nos prohibimos cualquier expresión
desacompasada, porque el primer grito dejaría en libertad a la fiera.
Aunque en aquella época yo todavía iba a la escuela
y visitaba a mis primas, me di cuenta desde el primer momento de que no debía emplear
el lenguaje de mis hermanos, ni aludir jamás a las conversaciones que había en casa.
“¿Por qué no van nunca a las fiestas?”, me preguntaban los parientes. “No se deben
dejar abatir por la desgracia de Pablo”, aseguraban. Yo no podía decirles que ellos
no se dejaban abatir, sino que al contrario, estaban alerta, y no podían despreciar
ni un instante su atención porque debían estar en guardia precisamente contra esa
desgracia.
“¡No! ¿Por qué Sergio? El médico puede decir lo que
quiera, porque es un triste médico de pueblo. Todo quiere simplificarlo, cree que
lo que Sergio tiene es melancolía; ignora lo que es la angustia.
“Sergio decía: ‘Quiero encontrar una cosa tersa, armónica,
por donde se deslice mi alma. No estos picos, estas heridas inútiles, este caer
y levantar, más alto, más bajo, chueco, casi inmóvil y vertiginoso. ¿Te das cuenta?
Siento que me caigo, que me tiran, por dentro, ¿entiendes?, me tiran de mí mismo
y cuando voy cayendo no puedo respirar y grito, y no sé y siento que me acuchillan,
con un cuchillo verdadero, aquí. Lo llevo clavado, y caigo y quedo inmóvil, sigo
cayendo, inmóvil, cayendo, a ningún lugar, a nada. Lo peor es que no sé por qué
sufro, por quién, qué hice para tener este gran remordimiento, que no es de algo
que yo haya podido hacer, sino de otra cosa, y a veces me parece que lo voy a alcanzar,
alcanzar a saber, a comprender por qué sufro de esta manera atroz, y cuando me empino
y voy a alcanzar, y el pecho se me distiende, otra vez el golpe, la herida y vuelvo
a caer, a caer. Esto se llama la angustia, estoy seguro’.
“¿Qué tiene que ver esto con la melancolía? Yo puedo
entenderlo, sentir en mí la angustia de mi hermano cuando habla de la caída y sus
dedos se enfrían de golpe y se quedan pegados a los míos con un sudor de agonía
idéntico al sudor de mi madre aquella tarde en que le enjugué la frente y ya no
lo sintió. Si la angustia y el remordimiento gratuito son la locura, todo es demasiado
fácil y resulta monstruosamente injusto que Sergio sufra tanto por nada. La locura
sería entonces no más que un desajuste, una tontería, una pequeña desviación de
camino, apenas perceptible, porque no conduce a ninguna parte; algo así como una
rápida mirada de soslayo. No puede ser. ¿Por qué Sergio?
“Le hace falta apoyo. Algo real, material, a lo que
pueda agarrarse”.
Así inventó Sofía la escalinata, o, más bien, hizo que
Sergio la inventara. Los obligó a imaginarla, y después a calcular, a medir peldaño
por peldaño la proporción, el terreno, el declive, el peso de la casa, que debía
quedar allá arriba, firme, como si ella y la escalinata fueran la misma cosa y pudieran
vivirse al mismo tiempo.
Ellos lograron en parte su propósito. Es verdad que
cuando entras a la casa y atraviesas por primera vez el pasillo y el portal, te
detienes al borde de la escalinata como al borde de un abismo, con el pequeño terror
de haber podido dar un paso más, en falso. Pero al ahogar ese pequeño grito que
nunca se ha escuchado y que sólo parece el ruido del corte brusco de la respiración,
todos los visitantes han tratado de expresar asombro y no miedo. ¿Por qué miedo?
Asombrarse en cambio es natural, pues no esperaban encontrarse eso ahí, es
decir, el patio que se ha hecho escalinata sin que nadie sepa por qué y, principalmente
–todos han dicho lo mismo–, porque la belleza y la armonía siempre asombran, cortan
el aliento. Belleza y armonía sacó Sofía de la angustia de Sergio, para que él supiera
que las tenía, que estaban en él a pesar de la angustia, pero tal vez también para
verlas ella misma y dar a todos una prueba palpable, material, de que el cerebro
de su hermano funcionaba mejor que el de todo el pueblo junto, pues es cierto que
entre todos no hubieran podido crear esa bellísima, suave pendiente blanca, que
baja hasta la antigua margen del río con más elegancia que la de una colina. No.
Sofía no pensaba en el pueblo, no quería demostrar nada al pueblo, pues cuando le
preguntaron sobre la escalinata, ¿para qué?, se limitó a alzarse de hombros e ignoró
la pregunta. Sin embargo, jamás desechó la oportunidad de que cualquiera fuera a
ver la escalinata, y espió siempre con satisfacción el momento en que la respiración
se cortaba.
“Sin levantar los párpados puedo mirarlo, contemplar
su cuerpo delgado recortado contra los arcos. Sin dejar de bordar lo miro hacer
como que ve a los obreros que trabajan. Se queda con los ojos fijos y sé que tiene
las manos heladas. Son las cinco de la tarde, ha terminado la hora de la siesta,
pero él no ha dormido, hace mucho que no sabe lo que es dormir; se tira en la cama
y mira el techo con los ojos muy abiertos y vacíos. Son las cinco de la tarde y
estamos en junio, el sol todavía está alto y cae sobre él con su luz que anula,
con su calor que destroza, pero Sergio no se da cuenta, está allí, parado, haciendo
como que mira a los obreros, impecablemente vestido de lana gris y con una corbata
plastrón. Cuánto esfuerzo. Quizá en eso consista: en llevar el esfuerzo hasta un
límite absurdo, buscando con firmeza lo que está al otro lado del límite. Tenía
que levantarse de la cama, salir del cuarto e inspeccionar los trabajos, tenía que
hacerlo y no lo olvidó cuando estaba con los ojos fijos en el techo. ¿Cómo pudo
recordarlo? ¿Cómo arrancarse de ese punto fijo? Ni yo misma sé lo que cada día le
cuesta eso, pero lo hace, y más, mucho más: se baña, se viste, se peina, se perfuma
como si la cita con ese pequeño deber fuera con el deber personificado. Y ahora
se está ahí, aplastado por el sol sin saberlo, es decir, intacto, mirando sin mirar.
Pero esta noche, cuando yo se lo pida, se lo suplique, se lo exija, sabrá cuánto
se ha avanzado, por dónde, y si el trabajo va bien. Mañana en la mañana lo obligaré
de nuevo a bajar hasta el río para que vuelva a calcular el problema del suelo arenoso.
Es cruel, cruel para mí verlo entrecerrar los ojos como si lo estuviera pinchando,
verlo apretar la boca, o mantener la frente lisa a punta de voluntad, para demostrarme
que no sufre. Sí, mantiene tersa la frente para tranquilizarme.
“Sergio, si te es tan fácil calcular, si con inclinarte
y palpar la tierra la reconoces, si al mirar el río, de pronto, aunque apenas, sonríes,
¿por qué no lo haces siempre, todos los días?”.
“No, entiende, no quiero que aceptes las cosas como
son, porque ahí están, quiero que estés tú entre ellas, para eso, para nombrarlas,
para sonreírles, Sergio: ¡Mírame!… Perdona, ya sé que me reconoces, pero me da miedo,
un miedo mortal pensar que un día no me prestes atención, como a los árboles, como
a los albañiles… y sin embargo, por la noche, si te atormento, sabes exactamente
lo que hicieron y si estaba bien o mal. Es otra clase de atención, me dijiste. ¿Con
qué miras?… Sergio: ¡mírame!”.
Sofía hizo bien en no permitir que a Sergio lo vieran
los médicos. De tu padre sé poco, no lo vi antes, ni cuando comenzó. Quizá él sí
era un loco de médicos, pero ellos sabían tan poco de su mal que le permitieron
venir y contagiar a los hermanos que no se parecían a él, que eran hermanos entre
sí. Sergio enloqueció como él cuando lo vio, cuando quiso entenderlo. No es que
tuviera piedad, lástima tonta, solamente quería entender. Pero es seguramente ése
el camino justo que la locura misma ha trazado para sus verdaderos elegidos. Es
necesario oír los gritos, los alaridos, sin pestañear, como hacía Sergio sin cansancio
durante el día y la noche. Habría que haber pensado en otra cosa. En cambio Sergio
se quedaba fijo en el alarido bestial que recorría el silencio, que se extendía
por la superficie de la noche. Sí, eso sí lo sé: no la penetraba; la locura de tu
padre gritaba para sí misma, no le gritaba a nada.
Si no lo hubieran hecho traer… Por lo menos Sergio no
habría aprendido ese grito. El que lo perdió. El grito, el aullido, el alarido que
está oculto en todos, en todo, sin que lo sepamos.
Riego con movimientos lentos las plantas todas las tardes
para no inquietarlo, para que no se despierte en Sofía, que ahora ocupa el cuarto
artesonado que fuera de Pablo y Sergio. Ella lo lanza y lo escucha, yo continúo
regando mis plantas. Comprendo que tiene que lanzarlo, pero yo no debo tratar de
entenderlo. No debo por ti, para que nunca tengas que venir, para que no te veas
obligado a esta vigilancia que termina cuando no hay por quién resistir. No vengas
nunca.
Aun cuando te digan que yo dejé de guardar, de estar
atenta sin entregarme, aun entonces, no vengas. No quieras comprender. Sólo a ti
te diré que quizá me he sostenido porque sospecho, con temblor y miedo, que lo que
somos dentro del orden del mundo es explicable, pero lo que nos toca a nosotros
vivir no es justo, no es humano y yo no quiero, como quisieron mis hermanos, entender
lo que está fuera de nuestro pequeño orden. No quiero, pero la naturaleza me acecha.
Porque en realidad, explicar: ¿qué explica un loco?,
¿qué significa? Ruge, arrasa como el río, ahoga en sus aguas sin conciencia, arrastra
las bestias mugientes en un sacrificio ancestral, alucinando, buscando en su correr
la anulación, el descanso en un mar calmo que sea insensible a su llegada de furia
y destrucción. ¿Qué mar?
Recoge su furia en las altas montañas, se llena de ira
en las tormentas, en las nieves que nunca ve, que no son él, lo engendran viento
y aguas, nace en barrancos y no tiene memoria de su nacimiento.
La paz de un estuario, de un majestuoso transcurrir
hacia la profundidad estática. No balbucir más, no gritar, cantar por un momento
antes de entrar en la inmensidad, en el eterno canto, en el ritmo acompasado y eterno.
Ir perdiendo por las orillas el furor del origen, calmarse junto a los álamos callados,
al lamer la tierra firme, y dejarla, apenas habiéndola tocado, para lograr el canto
último, el susurro imponente del último momento, cuando el sol sea igual, el enemigo
apaciguado del agua inmensa que se rige a sí misma.
Desconfiado, ceñudo consigo mismo, enemigo de todo,
se entrega al fin, en paz y pequeño, reducido a su propia dimensión, a la muerte.
Apenas aprendió a morir matando, sin razón, para alcanzar conciencia de sí mismo,
en instantes apenas anteriores al desprenderse de su origen, de la historia que
no recuerda, apaciblemente poderoso antes de entregarse, tranquilo y enorme, ensanchado,
imponente ante el mar que no lo espera, que indiferente murmura y lo engulle sin
piedad.
Aguas, simples aguas, turbias y limpias, resacas rencorosas
y remansos traslúcidos, sol y viento, piedras mansas en el fondo, semejantes a rebaños,
destrucción, crímenes, pozos quietos, riberas fértiles, flores, pájaros y tormentas,
fuerza, furia y contemplación.
No salgas de tu ciudad. No vengas al país de los ríos.
Nunca vuelvas a pensar en nosotros, ni en la locura. Y jamás se te ocurra dirigirnos
un poco de amor.
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