Ana Tapia
No
me gusta la persona que soy cuando vuelvo a esta casa. Aquí mandan mis padres,
y me tratan como a un niño grande que ha olvidado las normas.
Se come a medianoche, y no antes ni después. Se
sale a cazar en grupo. Nunca solo: odian la iniciativa individual.
–Pero yo ya no hago esas cosas –protesto.
–Qué cosas –me miran con lástima, como si hubieran
criado un hijo tonto.
–Cazar. Humanos, me refiero.
No me gusta esta casa, no me gusta su impronta, ni
el color de las bombillas o la sangre seca sobre las alfombras. Mis padres
nunca han destacado por su pulcritud.
Me descubren haciendo las maletas.
–Has cambiado, cariño –dice mamá.
–¿De dónde sale esa culpabilidad? –murmura mi
padre–. Es tu naturaleza, hijo.
–He dejado embarazada a una chica –suelto yo–. No sé
cómo, pero lo he hecho. Vais a ser abuelos. Deberíais limpiar un poco la casa.
Y mis padres, que jamás se han asustado por nada,
se sientan ahora en el borde del sofá, con las manos frías –muertas– sobre las
rodillas, se miran el uno al otro, con horror, y por primera vez aparentan la
edad que realmente tienen.
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