Émile Zola
I
Hace cerca de dos años, iba en bicicleta por un camino desierto del lado
de Orgeval, más allá de Poissy, cuando la brusca aparición de una vivienda a orillas
del camino me sorprendió de tal forma que salté de la bicicleta para contemplarla
mejor. Se trataba, bajo el cielo gris de noviembre y el viento frío que barría las
hojas secas, de una casa de ladrillo sin gran personalidad, en medio de un vasto
jardín plantado de árboles viejos. Pero lo que la hacía extraordinaria, con una
rareza arisca que oprimía el corazón, era el horrible abandono en el que se encontraba.
Y como un batiente de la reja estaba arrancado, como un enorme rótulo, desteñido
por la lluvia, anunciaba que la propiedad estaba en venta, entré en el jardín, cediendo
a una curiosidad mezclada de angustia y malestar.
La casa debía llevar deshabitada treinta o tal vez cuarenta
años. Los ladrillos de las cornisas y de los bordes estaban desunidos, invadidos
por el musgo y los líquenes. Numerosas grietas cruzaban la fachada, semejantes a
arrugas precoces, surcando el edificio aún sólido, pero del que nadie se ocupaba
ya en absoluto. Abajo, los peldaños de la escalinata, hendidos por las heladas,
invadidos por ortigas y zarzas, se asemejaban al umbral de la desolación y de la
muerte. Y, sobre todo, la horrible tristeza que provenía de las ventanas sin cortinas,
desnudas y glaucas, de las que los chiquillos habían roto los cristales a pedradas,
permitiendo ver todas el lúgubre vacío de las habitaciones, como ojos apagados que
han permanecido abiertos en un cuerpo sin alma. Luego, a su alrededor, el amplio
jardín era una absoluta devastación, el antiguo parterre apenas visible bajo las
crecidas hierbas silvestres, los paseos desaparecidos, comidos por las plantas voraces,
los bosquecillos convertidos en selvas vírgenes, una vegetación salvaje de cementerio
abandonado en la sombra húmeda de los grandes árboles seculares en los que, aquel
día, el viento otoñal, lanzando su triste queja, se llevaba las últimas hojas.
Durante largo rato permanecí allí, en medio de aquel
lamento desesperado que brotaba de las cosas, con el corazón turbado por un miedo
sordo, por una tristeza que aumentaba, retenido no obstante por una ardiente compasión,
una necesidad de saber y de simpatizar con todo lo que sentía de miseria y de dolor
a mi alrededor. Y, cuando me decidí a salir, vi al otro lado del camino, en una
encrucijada, una especie de posada, una casucha en la que se ofrecía bebida; entré
decidido a hacer hablar a la gente del lugar.
No había allí sino una anciana que me sirvió una caña
de cerveza, quejándose. Se lamentaba de estar situada en aquel camino alejado, por
el que no pasaban ni dos ciclistas al día. Hablaba sin parar, contaba su historia,
decía que se llamaba señora Toussaint, que había venido de Vernon con su hombre
para hacerse cargo de aquella posada, que al principio las cosas no habían marchado
mal, pero que todo iba de mal en peor desde que se había quedado viuda. Y, después
de su raudal de palabras, cuando empecé a interrogarla acerca de la propiedad vecina,
se puso circunspecta de repente, mirándome con expresión desconfiada, como si yo
quisiera arrancarle temibles secretos.
–¡Ah! sí, la Sauvagière, la casa encantada, como dicen
por la comarca… Yo no sé nada, señor. No es de mi época, sólo hará treinta años
en Pascua que vivo aquí, y esas cosas se remontan a cuarenta años. Cuando nosotros
llegamos aquí, la casa ya se encontraba más o menos en el estado en que la ve… Los
veranos pasan, los inviernos pasan y nada se mueve, salvo las piedras que caen.
–Pero, en fin –pregunté yo– ¿por qué no la venden, puesto
que está en venta?
–¡Ah! ¿por qué? ¿por qué? ¡Qué sé yo!… se dicen tantas
cosas.
Sin duda, terminé por inspirarle confianza. Además,
era evidente que estaba deseando repetirme las cosas que se decían. Para empezar,
me contó que ninguna de las chicas del pueblo vecino se habría atrevido a entrar
en la Sauvagière, después del anochecer, porque corría el rumor de que un alma en
pena se aparecía allí por la noche. Y, como yo me extrañara de que, estando tan
cerca de París, una historia semejante pudiera aún encontrar algún crédito, se encogió
de hombros, quiso en un primer momento hacerse la fuerte, pero terminó por manifestar
su terror inconfeso.
–Hay sin embargo hechos, señor. ¿Por qué no la venden?
Yo he visto venir compradores y todos se marcharon más rápido que llegaron; a ninguno
de ellos lo hemos visto reaparecer por aquí. ¡Y bien!, lo que es cierto es que,
desde el momento en que algún visitante se atreve a entrar en la casa, pasan cosas
extraordinarias: las puertas se mueven, se cierran solas con gran estrépito, como
si soplara un viento terrible; del sótano suben gritos, gemidos, sollozos; y si
se obcecan, una voz desgarradora lanza un grito prolongado: “¡Angéline! ¡Angéline!
¡Angéline!” con una llamada tan dolorosa, que a uno se le quedan helados los huesos…
Le repito que esto está probado, nadie le dirá lo contrario.
Reconozco que empezaba a apasionarme por el tema, aunque
fuera presa de un pequeño escalofrío bajo la piel.
–Y esa Angéline, ¿quién es, pues?
–¡Ah!, señor, sería necesario contárselo todo, y una
vez más, yo no sé nada.
Sin embargo, terminó por decírmelo todo. Hacía cuarenta
años, hacia 1858, en el momento en el que el Segundo Imperio triunfante era una
fiesta permanente, M. de G…, que ocupaba un puesto en las Tullerías, perdió a su
esposa, de la que tenía una niña, de unos diez años, Angéline, un milagro de belleza,
vivo retrato de su madre. Dos años más tarde, M. de G… se había vuelto a casar con
otra belleza célebre, viuda de un general. Y aseguraban que, desde esa segunda boda,
unos atroces celos habían surgido entre Angéline y su madrastra, la una herida en
el corazón al ver a su madre ya olvidada, reemplazada tan pronto en el hogar por
aquella extraña; la otra, obsesionada, enloquecida por tener siempre ante ella aquel
vivo retrato de la mujer que temía no poder hacer olvidar. La Sauvagière pertenecía
a la nueva señora de G… y allí, una noche, viendo que el padre besaba apasionadamente
a la hija, en su demencia celosa, habría golpeado a la niña de tal manera, que la
pobre pequeña habría caído muerta, con la nuca fracturada. Luego, lo demás era horroroso:
el padre fuera de sí aceptaba enterrar él mismo a su hija en el sótano de la casa
para salvar a la asesina; el cuerpecito permanecía allí enterrado mientras afirmaban
que la chiquilla se encontraba en casa de una tía; los aullidos de un perro, que
se empeñaba en arañar el suelo, hizo que finalmente se descubriera el crimen, del
que las Tullerías se apresuraron a ahogar el escándalo. En la actualidad, el señor
y la señora de G… estaban muertos, pero Angéline volvía aún cada noche, al oír una
voz lastimera que la llamaba, desde el más allá misterioso de las tinieblas.
–Nadie me desmentirá –concluyó la señora Toussaint–.
Todo esto es tan cierto como que dos y dos son cuatro.
Yo la había escuchado, despavorido, sorprendido por
las inverosimilitudes, pero, conquistado, no obstante por la rareza violenta y sombría
del drama. Aquel señor de G…, yo había oído hablar de él y creía saber efectivamente
que se había vuelto a casar y que un dolor familiar había ensombrecido su vida.
¿Era, pues, cierto? ¡Qué historia trágica y enternecedora, todas las pasiones humanas
removidas, exasperadas hasta la demencia, el crimen pasional más terrorífico que
pudiera verse, una chiquilla bella como el día, adorada, asesinada por su madrastra
y enterrada por su padre en un rincón del sótano! Era demasiado hermoso de emoción
y de horror. Yo iba a seguir preguntando, discutiendo, luego me dije “¿Para qué?”.
¿Por qué no llevarme, en su flor de imaginación popular, aquel cuento horroroso?
Cuando volvía a montar en bicicleta, eché una última
ojeada a la Sauvagière. La noche descendía, la casa miserable me miraba desde sus
ventanas vacías y oscuras, semejantes a ojos de muerta, mientras que el viento otoñal
gemía entre los viejos árboles.
II
¿Por qué se clavó esta historia en mi cráneo, hasta convertirse en una obsesión,
en un verdadero tormento? Ése es uno de los problemas intelectuales difíciles de
resolver. De nada servía decirme a mí mismo que leyendas semejantes corren por la
campiña, que ésta, en suma, no presentaba ningún interés directo para mí. A pesar
de todo, la niña muerta me obsesionaba, aquella Angéline deliciosa y trágica, que
una voz lastimera llamaba cada noche desde hacía cuarenta años, a través de las
habitaciones vacías de la casa abandonada. Y durante los dos primeros meses del
invierno, hice averiguaciones. Evidentemente, por poco que una desaparición semejante,
una aventura hasta ese punto trágica, hubiera salido al exterior, los periódicos
del momento debían haber hablado de ella. Examiné las colecciones de la Biblioteca
Nacional, sin descubrir nada, ni una línea que se pareciera a semejante historia.
Luego, interrogué a los coetáneos, a personas de las Tullerías: ninguna pudo contestarme
con exactitud, sólo obtuve informaciones contradictorias, hasta el punto de que
había abandonado toda esperanza de llegar a la verdad, sin dejar de sentirme presa
del tormento del misterio, cuando una casualidad me puso una mañana sobre una nueva
pista.
Iba, cada dos o tres semanas, a hacerle una visita de
buena confraternidad, de ternura y de admiración, al viejo poeta V… que falleció
el pasado abril, cerca de los setenta años. Desde hacía ya muchos años, una parálisis
en las piernas lo tenía clavado en un sillón en su pequeño gabinete de trabajo de
la calle de Assas, cuya ventana daba al jardín del Luxemburgo. Acababa allí dulcemente
una vida de ensueño, sin haber vivido más que de imaginación, habiéndose construido
el ideal palacio en el que, lejos de lo real, había amado y sufrido. ¿Quién de nosotros
no recuerda su fino rostro amable, sus cabellos blancos de bucles infantiles, sus
pálidos ojos azules que habían conservado la inocencia de la juventud? No podría
decirse que mintiera siempre, pero lo cierto es que inventaba sin cesar, de tal
manera que no se sabía nunca con exactitud dónde acababa para él la realidad y dónde
empezaba el sueño. Era un anciano encantador, desde hacía mucho tiempo fuera de
la vida, cuya conversación me conmovía frecuentemente como una revelación discreta
y vaga de lo desconocido.
Aquel día, charlaba pues con él cerca de la ventana,
en la estrecha habitación, que calentaba siempre un fuego intenso. Fuera, la helada
era terrible, y el jardín del Luxemburgo se extendía blanco de nieve presentando
a la vista un vasto horizonte de candor inmaculado. Y no sé cómo llegué a hablarle
de la Sauvagière, de aquella historia que me preocupaba aún: el padre casado de
nuevo, la madrastra celosa de la niña vivo retrato de su madre, luego su sepultura
al fondo del sótano. Me había escuchado con la tranquila sonrisa que conservaba
incluso en la tristeza. Se había hecho silencio, su pálida mirada azul se perdía
a lo lejos, en la inmensidad blanca del Luxemburgo, mientras que una sombra de sueño,
emanaba de él y parecía envolverlo con un ligero escalofrío.
–Conocí mucho al señor de G… –dijo lentamente–. Conocí
a su primera esposa, de una belleza sobrehumana; conocí a la segunda, no menos prodigiosamente
bella; e incluso las amé apasionadamente a las dos, sin decirlo jamás. Conocía también
a Angéline, que era aún más bella, y que todos los hombres habrían adorado de rodillas…
Pero las cosas no ocurrieron exactamente como usted dice.
Fue para mí una gran emoción. ¿Era la verdad inesperada
de la que ya desesperaba? ¿Iba a saberlo todo? En un primer momento no desconfié
y le dije:
–¡Ah! amigo mío, ¡qué favor me hace! Por fin mi pobre
cabeza va a poder calmarse. Hable rápido, cuéntemelo todo.
Pero él no me escuchaba, su mirada permanecía perdida
en la lejanía. Luego habló con voz de ensueño, como si hubiera ido creando los seres
y las cosas a medida que los evocaba.
–Angéline era, a los doce años, un alma en la que todo
el amor de la mujer había florecido ya, con sus arrebatos de alegría y de dolor.
Fue ella quien cayó perdidamente celosa de la nueva esposa, que veía cada día del
brazo de su padre. Sufría como si se tratara de una horrible traición, pero no era
sólo a su madre a la que la nueva pareja insultaba, era a ella misma a la que torturaba
y le desgarraba el corazón. Cada noche, oía a su madre que la llamaba desde la tumba;
y una noche en que sufría demasiado y moría de exceso de amor, para unirse con ella,
la chiquilla de doce años se clavó un cuchillo en el corazón.
Yo lancé un grito: “¡Dios santo! ¿es posible?”
–¡Qué espanto y qué horror –prosiguió sin oírme– cuando
al día siguiente, el señor y la señora G… encontraron a Angéline en su pequeña cama
con aquel cuchillo clavado hasta el mango, en pleno pecho! Estaban en la víspera
de marcharse a Italia, y no había allí más que la anciana doncella que había criado
a la niña. Ante el terror de que pudieran acusarles de un crimen, ayudados por la
doncella, enterraron efectivamente el pequeño cuerpo, pero en un rincón del invernadero
que hay detrás de la casa, al pie de un naranjo gigante. Y allí lo encontraron el
día en que, muertos ya los padres, la anciana criada contó la historia.
Me habían surgido dudas, lo miraba, presa de inquietud,
preguntándome si no se lo estaba inventando.
–Pero –le pregunté– ¿cree pues también que Angéline
pueda volver cada noche al escuchar el grito desgarrador de la voz misteriosa que
la llama?
Esta vez me miró y volvió a sonreír con aire indulgente.
–¿Volver? ¡oh, amigo mío! todo el mundo vuelve. ¿Por
qué no quiere que el alma de la querida pequeña muerta habite aún en los lugares
en los que amó y sufrió? Si se oye una voz que la llama, es que la vida no ha vuelto
a comenzar aún para ella, pero recomenzará, esté seguro de ello, puesto que todo
recomienza, nada se pierde, ni el amor ni la belleza… ¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!
y ella renacerá en el sol y en las flores.
Definitivamente, ni la convicción ni la calma se establecían
en mí. Mi viejo amigo V…, el poeta niño, no me había aportado sino más confusión.
Sin duda se lo estaba inventando. No obstante, como todos los videntes, tal vez
adivinaba.
–¿Es de verdad, todo lo que me está contando? –me atreví
a preguntarle riendo.
Él se animó a su vez:
–Por supuesto que es cierto. ¿Es que todo lo infinito
no es verdad?
Aquella fue la última vez que lo vi, pues tuve que ausentarme
de París, un tiempo después. Aún puedo verlo con su mirada soñadora perdida sobre
las sábanas blancas del Luxemburgo, tan tranquilo en la certidumbre de su sueño
sin fin, mientras que a mí me devoraba la necesidad de establecer para siempre la
verdad huidiza.
III
Trascurrieron dieciocho meses. Yo me había visto obligado a viajar; grandes
preocupaciones y grandes alegrías habían apasionado mi vida, en mitad de la tempestad
que nos lleva a todos hacia lo desconocido. Pero, siempre, a determinadas horas,
oía venir desde lejos y entrar en mí el desolado grito: “¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!”.
Y permanecía temblando, dominado de nuevo por la duda, torturado por el deseo de
saber. No podía olvidar, no existía para mí más infierno que la incertidumbre.
No puedo decir cómo, una admirable velada de junio,
me volví a encontrar en bicicleta por el camino apartado de la Sauvagière. ¿Había
deseado formalmente volver a verla? ¿Era un simple instinto el que me hacía abandonar
la carretera y dirigirme hacia aquel lugar? Eran casi las ocho; pero el cielo, en
los días más largos del año, irradiaba aún con un ocaso del astro triunfal, sin
una sola nube, todo un infinito de oro y azur. Y ¡qué aire ligero y delicioso, qué
buen olor de árboles y hierbas, qué tierna alegría en la paz inmensa de los campos!
Como la primera vez, ante la Sauvagière, el estupor
me hizo saltar de la máquina. Dudé un instante, no era la misma propiedad. Una bella
reja nueva brillaba bajo el sol poniente, se habían levantado de nuevo los muros
de la tapia y la casa, que apenas veía entre los árboles, parecía haber retomado
una alegría risueña de juventud. ¿Era pues la resurrección anunciada? ¿Angéline
había vuelto a la vida gracias a las llamadas de la voz lejana? Había permanecido
en la carretera, impresionado, mirando, cuando unos pasos lentos, cerca de mí, me
sobresaltaron. Era la señora Toussaint que traía su vaca de un campo de alfalfa
próximo.
–¿No tienen miedo pues éstos? –le dije, señalando la
casa con un gesto.
Me reconoció y detuvo el animal.
–¡Ah señor! hay gente que marcharía sobre el buen Dios.
Hace ya más de un año que la propiedad fue comprada. Pero es un pintor el que lo
hizo, el pintor B…, y ya se sabe, los artistas son capaces de todo.
Luego se fue con el animal añadiendo con un cabeceo:
–En fin, ya veremos en qué queda esto.
¡El pintor B…, el delicado e ingenioso artista que había
pintado a tantas amables parisinas! Yo lo conocía un poco, intercambiábamos apretones
de manos en los teatros, en las salas de exposiciones, en los lugares en los que
nos encontrábamos. Y, de repente, un deseo irresistible de entrar, de confesarme
a él, de suplicarle que me dijera lo que sabía de cierto sobre esta Sauvagière,
cuyo aspecto desconocido me obsesionaba. Y, sin reflexionar, sin reparar en mi polvoriento
atuendo de ciclista, que la costumbre empieza a tolerar por otra parte, empujé mi
bicicleta hasta el tronco mohoso de un viejo árbol. Al escuchar el sonido claro
del timbre cuyo resorte se movía en la reja, un criado acudió al que le entregué
mi tarjeta de visita, y que me dejó por un instante en el jardín.
Mi sorpresa aumentó aún más cuando lancé una mirada
a mi alrededor. Habían reparado la fachada, ya no se veían las grietas ni los ladrillos
separados; la escalinata, adornada con rosas, se había convertido en un umbral de
feliz bienvenida; y las animadas ventanas reían ahora, comunicaban la alegría existente
en el interior, detrás de la blancura de sus cortinas. Y además, el jardín había
sido limpiado de ortigas y zarzas, el parterre volvía a ser visible como un gran
ramo oloroso, los viejos árboles parecían rejuvenecidos en su paz secular por la
lluvia dorada de un sol primaveral.
Cuando el criado reapareció, me introdujo en un salón
comentándome que el señor había ido al pueblo vecino, pero que no tardaría en regresar.
Lo habría esperado durante horas; me entretuve examinando la habitación en la que
me hallaba, instalada lujosamente con mullidas alfombras, cortinas y guardapuertas
de cretona, conjuntadas con el amplio diván y los grandes sillones. Aquellos cortinajes
eran tan grandes que me sorprendió entrar en un espacio tan oscuro. Luego la oscuridad
se hizo completa. No sé cuánto tiempo tuve que permanecer allí, se habían olvidado
de mí, sin traer siquiera una lámpara. Sentado en la oscuridad, me había puesto
a revivir toda la historia trágica, abandonándome a la ensoñación. ¿Angéline había
sido asesinada? ¿Se había clavado ella misma un cuchillo en mitad del corazón? Y,
confieso que, en esta casa encantada, ahora a oscuras, el miedo se adueñó de mí,
un miedo que sólo fue un ligero malestar, un pequeño escalofrío a flor de piel,
pero que más tarde se exasperó, me heló por completo en una locura de pánico.
Al principio me pareció que unos ruidos vagos erraban
por algún lado. Era sin duda en las profundidades del sótano, quejas sordas, sollozos
reprimidos, pesados pasos de fantasma. Luego, aquello subió, se acercó y toda la
casa oscura me pareció llenarse de angustia horrorosa. Y, de repente, se oyó la
terrible llamada: “¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!” con tal fuerza creciente, que
creí sentir pasar sobre mi cara un soplo frío. Una puerta del salón se abrió violentamente.
Angéline entró, cruzó la habitación sin verme. La reconocí en medio de la ráfaga
de luz que había entrado con ella desde el vestíbulo iluminado. Era la pequeña muerta
de doce años, de una belleza milagrosa, con sus admirables cabellos rubios sobre
los hombros, vestida de blanco, blanqueada por la tierra de la que volvía cada noche.
Pasó muda, desatinada, desapareció por otra puerta, mientras que, de nuevo, el grito
se repetía más lejano: “¡Angéline! ¡Angéline! ¡Angéline!”. Y yo permanecí de pie,
con la frente cubierta de sudor, en un estado de pavor que erizaba todo el vello
de mi cuerpo, bajo aquel viento de terror procedente del misterio.
Casi inmediatamente, creo, en el momento en el que el
criado traía por fin una lámpara, tuve consciencia de que el pintor B… estaba allí
y me daba la mano, excusándose por haberme hecho esperar tanto rato. No tuve falso
amor propio, le conté lo que me había sucedido, aún nervioso. Y ¡con qué sorpresa
me escuchó en un primer momento y con qué buenas risas se apresuró a tranquilizarme
después!
–Usted ignora sin duda, amigo mío, que yo soy primo
de la segunda señora de G… ¡Pobre mujer! ¡Acusarla del asesinato de aquella chiquilla
que amó y que lloró tanto como el padre! Pues la única cosa cierta es que, efectivamente,
la niña murió aquí, pero no por su propia mano ¡Dios Santo!, sino de una fiebre
repentina, como un rayo, por lo que los padres le tomaron pavor a esta casa, y no
quisieron volver a ella jamás. Eso explica que permaneciera deshabitada mientras
ellos vivían. Después de su muerte, hubo interminables procesos que impidieron su
venta. Yo la quería, la aceché durante años, y le aseguro que no hemos visto nunca
ningún aparecido.
El pequeño escalofrío me volvió, y comenté:
–Pero, yo acabo de ver ahí, hace un instante a Angéline…
La terrible voz la llamaba, y ha pasado por ahí, ha cruzado esta habitación.
Él me miraba sorprendido, creyendo que yo estaba perdiendo
la razón. Pero de repente, soltó una sonora carcajada de hombre feliz.
–Es mi hija la que acaba de ver. Tuvo por padrino al
señor de G… que, por devoción al recuerdo, le puso ese nombre; y si su madre la
ha llamado, habrá pasado por aquí.
–Él mismo abrió la puerta y llamó de nuevo: “¡Angéline!
¡Angéline! ¡Angéline!”.
La niña regresó, pero viva y vibrante de alegría. Era
ella, con su vestido blanco, sus admirables cabellos rubios sobre los hombros, y
tan bella, tan radiante de esperanza, que era como una primavera que lleva en capullo
la promesa del amor, la prolongada felicidad de una existencia. ¡Ah! ¡la querida
aparecida, la niña nueva que renacía de la niña muerta! La muerte había sido vencida.
Mi viejo amigo, el poeta V… no mentía, nada se pierde, todo recomienza, la belleza
como el amor. La voz de las madres llama a las niñas de hoy, a las enamoradas de
mañana y reviven bajo el sol, entre las flores. Era de ese despertar de la niña
de lo que la casa se encontraba encantada, la casa que había vuelto a ser joven
y feliz, en la alegría reencontrada de la eterna vida.
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