Alberto Chimal
Érase
una niña pequeñita y muy bonita, con chapas rojas rojas cual flores de rubor,
vestidito rosa y bonito cabello rizado. Jugaba en un parque con su pelota y era
muy feliz. Oyóse entonces un disparo, y la frente de la niña hizo ¡pop!, y una
emisión hubo de sangre y sesos entremezclados que, flor también de rubor
(aunque de otro, ¡ay, de otro rubor!), cayó en el pasto un segundo o dos antes
que la propia niña.
De la pelota no se supo más, y yo creo que alguien
se la robó. Debe haber sido fácil porque hasta la niña, que no se movía y de
cuya frente seguía manando ese caldo rojo y tremebundo, llegó una mujer en pants
que se quedó con la vista fija en ella; un señor de traje barato que también se
quedó con la vista fija en ella; un par de muchachos, con uniforme y peinados
de escuela militarizada, que también se quedaron con la vista fija en ella.
Y una anciana de coche con chofer, su chofer, un
grupo de novicias, tres policías, un comerciante informal, un malabarista de
crucero, un ejecutivo de exitosa empresa y otros muchos más, hombres y mujeres,
jóvenes y viejos, que tras llegar se quedaron igualmente alrededor de la niña,
igualmente con la vista fija en ella, arruinando con sus pies descuidados el
pasto del parque, favoreciendo la huida del posible y desalmado ladrón de
pelotas, presas todos de la misma atracción: del mismo embrujo, imperioso y extraño.
Porque no se encontraban ante un televisor, no
había reportero que comentara lo que veían, no se veía logotipo ni anuncio
superpuesto ni nada entre ellos y las manchas rojas rojas en el pasto verde,
los rizos manchados de rojo, los trozos de cráneo igualmente manchados de rojo,
la expresión de sorpresa en la carita infantil, los bracitos y piernitas
inertes, laxos, ya fríos.
Y, por ende, todo, todo cuanto
veían era de ellos solamente: su secreto, como son secretos el frío del
velador, las pesadillas del enfermo, mi propia voz como se oye desde adentro.
Así que allí estaban, llenos de un gozo nuevo, vivo
y tembloroso, de esos que son inconfesables y agradabilísimos. Y cuando todos
se encontraban a diez metros o menos, aun sin otro cuidado que el espanto ante
sus ojos, la niña explotó y los mató.
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