Julio Ardiles Gray
Avanzó entre los naranjos. El sol caía con tanta fuerza que le obligaba a
entrecerrar los ojos. La paloma saltó entonces de una rama a otra, y a otra, y se
perdió por entre el follaje bien alto. Con la escopeta levantada, Matías se acercó
hasta el tronco del árbol. Pero por más que examinó hoja por hoja, no pudo dar con
la paloma. Extrañado, se rascó la nuca.
De pronto, sobre su cabeza sintió un ruido. Volvió a
fijarse. Arrebujado entre unas ramas, había un pájaro. No era su paloma; era un
pájaro de un color entre azulado y ceniciento. Con cuidado, Matías apoyó el arma
en el hombro y levantó el gatillo.
“Ya que no es la paloma –se dijo– no me voy a volver
a la casa con las manos vacías”.
Pero en ese instante, el pájaro saltó a una horqueta,
sacudió las alas e hinchando la gola se puso a cantar.
Matías, que ya había llegado al primer descanso, abandonó
el gatillo y escuchó.
“Qué extraño –se dijo–. Jamás he escuchado cantar a
un pájaro como este”.
El trino, en el redondel de la siesta, subía como un
árbol dorado y rumoroso. A Matías le pareció que más que el canto del pájaro, lo
que se desgranaba eran las escamas amodorradas de la siesta misma. Y le comenzó
a entrar un sopor dulce, unas ganas de abandonarse a los recuerdos de los tiempos
felices y de no hacer nada más que escuchar el canto del pájaro que seguía subiendo,
esta vez como un perfume agridulce y verde.
Para escuchar mejor, dejó caer la escopeta a un lado
y arrastrando los pies se acercó al árbol para apoyarse en el tronco. El pájaro
había desaparecido, pero su canto continuaba en el aire. Y no pudo sustraerse a
la tentación de mirar al cielo y levantó los ojos. Allá arriba, entre unas nubes
ociosas que desflecaban gigantescas flores de cardo, dos grandes pájaros negros
volaban en lánguidos círculos inmensos. Matías, entonces, no supo distinguir si
la dulzura que sentía venía del canto de aquel pájaro o de las nubes que se desvanecían
como borrachas a lo lejos.
El canto, entonces, se acabó de improviso. Los pájaros
y las nubes desaparecieron y él volvió en sí.
“Me estoy volviendo muy abriboca” –se dijo mientras
sacudía la cabeza.
Buscó la escopeta pero no la encontró donde creía haberla
dejado. Caminó más allá, volvió más acá, pero el arma había desaparecido.
–¡Esto me pasa por tonto! –gritó en voz alta.
Y todo lo que hizo después fue en vano. Al cabo de una
hora, ya cansado, se dijo:
“Me iré a la casa a buscar a mi muchacho. Entre los
dos la vamos a encontrar más ligero. No puedo perder así un arma tan hermosa”.
Y se lanzó cortando el campo hasta alcanzar el callejón.
Al entrar al pueblo fue cuando comenzó a sentir algo
raro. Estaba como desorientado: echaba de menos algunos edificios y otros le parecía
que nunca en su vida los había visto. A medida que avanzaba, la sensación iba en
aumento. Y al llegar a su casa, el miedo le sopló en la cara un presentimiento vago,
pero terrible.
Penetró en el zaguán. En el patio, cuatro chicos jugaban
y cantaban. Al verlo se desbandaron gritando:
–¡El Viejo…! ¡El Viejo…!
Una mujer salió de una habitación sacudiéndose las hilachas
de la falda. Matías balbuceó con un hilo de voz:
–¿Quién es usted…? Yo busco a Leandro…
La mujer lo miró largamente y frunció el entrecejo.
–¿Qué dice, buen hombre? –dijo.
–Busco a Leandro –tartamudeó Matías–. A mi hijo Leandro…
Esta es mi casa.
–¿Su casa? –dijo la mujer.
–¡Sí. Mi casa! –gritó Matías–. La casa de Matías Fernández.
La mujer hizo un gesto de extrañeza.
–Era…–dijo sonriendo con tristeza–. Nosotros la compramos
hace veinte años cuando desapareció don Matías y todos sus hijos se fueron de este
pueblo.
–¡Qué! –gritó Matías, levantando las manos como para
defenderse.
–Sí… –asintió la mujer temerosa.
Entonces, Matías se fijó en sus manos y se dio cuenta
que estaban arrugadas, muy arrugadas y trémulas como las de un hombre muy viejo.
Y huyó despavorido dando un grito.
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