Rafael Marín
Lo
decía Marsillach en una de sus viejas series de televisión, quizá aquella que interpretó
Lucía Bosé y a la que puso música Luis Eduardo Aute. Una dulce sorpresa acostumbrada,
así había definido al amor, o quizá se refería a la vida. Y así había aprendido
Ángela a reconocer los vaivenes de la vida, dejados atrás los siempre más veleidosos
vaivenes del amor. Desde hacía más de quince años, por octubre, en su agenda había
un hueco pequeño, pero importante, para dejar entrar de par en par la dulce sorpresa
acostumbrada de la vida. Primero como enviada de los periódicos, después de la televisión,
ahora de la radio. Invariable, una cita que no era a ciegas pero tenía mucho de
la ilusión que procura siempre la experiencia de enfrentarte cara a cara con un
desconocido.
Y un desconocido fue Mario, doce años atrás, recién
llegado de Argentina, un poco melancólico, un poco expansivo, la mirada de Corto
Maltés detrás de las aventuras de un exiliado político. Amaba también el cine y
hasta alguna vez escribió un guion para una película que se vino abajo a la mitad
del rodaje, quizá por los disparates de una producción caótica, quizá por la censura
de plomo que impusieron los milicos. Desde entonces vivía a salto de mata, a veces
reportero de sucesos internacionales, luego como comentarista de lo que se terciara
y pagara el hotel y las bebidas. En el cine había vuelto a encontrar la posibilidad
de vivir otras tragedias y reír otras alegrías, como tantos, y por eso se le solía
ver de festival en festival, a veces seguido por el equipo de técnicos y maquilladoras
que jamás eran capaces de aguantar su paso; de un tiempo a esta parte venía solo,
con un magnetofón y si acaso las mismas ganas de comerse el mundo.
Al principio, claro, se hicieron amantes. Como en cualquier
película de lluvia francesa y música de Aznavour, la periodista melancólica y el
aventurero con su punto imaginado de misterio. Una vez al año, volver a Sitges era
algo más que dar cabezadas muy de mañana en las sesiones matinales de El Retiro
o aplaudir desde la platea del cine Prado las fantasías a veces poéticas a veces
despendoladas de todos los directores que venían a presentar aquí su trabajo. Una
vez al año, nada más, Ángela dejaba en Madrid su vida diaria y se convertía, durante
diez días, en otra persona diferente. Más sensual, más tierna, más dispuesta a aceptar
confesiones de madrugada y también, pese a su reserva, más dispuesta a hacerlas
cuando el sol asomaba a la playa de Terramar.
Nunca hablaron de un futuro conjunto
y jamás lo imaginaron siquiera. La vida de cada uno de ellos era como era, un océano
de olas imbatibles donde una vez, cada año, asomaba una isla donde recalaban ambos.
Por eso él no se lo reprochó cuando hubo un año que ya no hubo escarceos de madrugada
en la Platja de Sant Sebastià, ni ella pestañeó más de dos veces cuando él le contó
que se había divorciado unos meses antes. Su relación amorosa, si amorosa había
sido, pasó con los años a un segundo plano. Ella continuaba con su programa de radio,
con sus entrevistas, con su matrimonio siempre en equilibrio y con los problemas
de sus hijos ya adolescentes, y él seguía viviendo aquella vida bohemia entre cigarrillos
de contrabando y anécdotas irrepetibles. Para ambos, siempre, lo importante era
volver a Sitges, la oscuridad de los cines del festival, el ambiente de El Velero
o del Usaka, los paseos por el Mercado Viejo y las noches de tequila y arena junto
a las barcas varadas de los Anquines.
El amor, si amor había sido, se había convertido con
los años en ese imposible milagro que es la amistad no ya entre un hombre y una
mujer, sino entre dos personas tan distintas, por mucho que los uniera su pasión
por las películas y la devoción por lo fantástico. Era una paradoja que encontraran
la paz, las pilas con las que recargarse para todo un año, viendo películas donde
abundaba la sangre, donde criaturas mitológicas campaban por las pantallas esparciendo
explosiones, y donde el romanticismo, si acaso, acababa siempre con un presagio
de muerte. A ellos les daba lo mismo. Quizás se definían precisamente por contraste.
Superado el amor, si amor había sido, los reencuentros
de estos últimos nueve o diez años habían tenido siempre esta misma cualidad que
habían tenido esta noche: abrazos estentóreos, chistes privados, conversaciones
con otra gente conocida de muchos años pero que, de algún modo, nunca habían podido
compartir el secreto de volver a Sitges que disfrutaban ellos. Noches de cenas de
vino y cerveza, de partidas de billar y apuestas de licor. Nadie, nadie era capaz
de vencer a Mario a la hora de beber tequila, como nadie parecía poder sobrevivir,
como él lo hacía, sin dormir más que una hora o dos cada tres días. Ángela se arrastraba
cada noche hasta la cama, agotada, con el alcohol y las risas todavía desbordándole
las orejas, y apenas un rato después ya estaba Mario llamando a la puerta, insistiendo
al teléfono, la dulce sorpresa acostumbrada, porque empezaba un nuevo día y, sobre
todo, empezaba una nueva sesión de películas, y se suponía que ambos estaban aquí
para eso, para verlas.
Así había sido anoche, de madrugada, cuando Mario y
Ángela y unos cuantos habituales se encontraron en el Argos y acabaron emborrachándose
en Pachá, como siempre, hasta que acabaron con las existencias de tequila y tuvieron
que soportar los malos modos de un camarero. En plena forma, Mario, su eterno acento
argentino amoldado ya a los giros andaluces que habían perfilado su habla en los
últimos tiempos. Impetuoso, con un punto canalla, gracioso, espléndido, una enciclopedia
viva de cine fantástico y de todo un rico anecdotario que algún día tendría que
escribir, según lo empujaban todos los que lo conocían.
El encuentro esperado, la dulce sorpresa de cada año.
Volver a Sitges, detener el tiempo, vivir de diez en diez días el espacio acumulado
con el que borrar diez años continuados de otros cansancios.
Por eso, cuando sonó el teléfono tan de mañana, Ángela
ya esperaba oír la voz de Mario, instándola desde el restaurante donde desayunaba
un café cortado y media tostada, para que se levantara de la cama y viniera corriendo
a la primera sesión del festival de este año.
Fue entonces cuando Ángela supo que Marsillach se equivocaba,
o que hay sorpresas que no siempre son dulces, ni acostumbradas. Porque quien la
llamaba era Germán, que no había estado con ellos la noche anterior, que no había
bebido y cantado y bailado con ellos, para darle la noticia que le quemó la garganta
antes de helarle el corazón: Mario había muerto en un accidente de tráfico. Camino
de Sitges, bajo la lluvia, ayer a mediodía, y lo que Ángela había vivido con él
unas cuantas horas antes debía ser una alucinación provocada por el alcohol, un
recuerdo falso imaginado, un espejismo superpuesto de otros años. O más bien una
promesa cumplida por última vez, contra el destino, para volver una vez más a reencontrarse
con ella en Sitges.
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