Alfonso Álvarez Villar
El
profesor N pasaba su consulta en el Hospital de la Beneficencia. Era aquélla la
sala psiquiátrica, y la mañana se presentaba cargada de trabajo. Pero todos los
días ocurría lo mismo: docenas de enfermos mentales pasaban por aquel cuarto
desnudo y aséptico en el que el jefe de la sala, rodeado de sus ayudantes,
recibía a los pacientes.
El profesor N había ya explorado a tres retrasados
mentales, cinco alcohólicos y un psicópata. Parecía aburrido de la monotonía de
los casos. Decididamente, la mayor parte de los enfermos psiquiátricos
padecían, sobre todo, una vida harto vulgar, que se abría como un enorme
bostezo cada vez que brotaban a la superficie sus antecedentes personales, sus
problemas íntimos y hasta sus síntomas patológicos. ¿Dónde estaban aquellas
historias clínicas que el profesor N había leído y seguía leyendo en los manuales
de psiquiatría o plastificadas por novelistas ingeniosos? Porque la imaginación
de los escritores sobrepasaba la misma naturaleza: por cada caso verdaderamente
interesante que entraba por aquella puerta de la consulta, noventa y nueve
enfermos le repetían la misma cantilena.
Pero aquel individuo de facciones afiladas, que,
conducido por la enfermera, ocupó la silla todavía caliente por el contacto
glúteo de un rollizo alcohólico a punto de cirrosis hepática, seducía con su
sola presencia.
–Dígame su nombre, por favor –preguntó
rutinariamente el profesor N.
–A-l.347.208 –contestó impasible el enfermo.
–No le he preguntado a usted el número del
Documento Nacional de Identidad. Dígame su nombre.
–A-l.347.208.
El profesor N miró con aire de triunfo a sus
ayudantes. Acababa de explicar aquel mismo día en la facultad en qué consistía
la desorientación autopsíquica. Pero el interrogatorio debía continuar.
–Natural de…
–El planeta X-3, del Imperio de
Monro.
Esta vez el profesor N no volvió a insistir en su
pregunta, pero pidió al paciente, con aire de condescendencia, que le explicara
dónde se hallaba ese planeta.
–En sus sistemas de coordenadas galácticas, lo
situarían en la nebulosa de Magallanes, a 4 1/2 parsecs de la estrella 328 de
la constelación del Cangrejo.
–Veo que sabe usted mucha astronomía, pero ¿ha
leído también novelas de ciencia-ficción?
–En nuestro Imperio ya no se publican novelas de
esa clase.
–¿Y cuándo ha llegado usted a la Tierra?
–Hace apenas veinticuatro horas. Mi nave se
estrelló a causa de una avería de la radio subespacial. Planeaba en una misión
de reconocimiento.
–¿Y dónde tiene usted la nave?
–Puse en marcha un mecanismo de fusión termonuclear
para que los terrestres no investigasen su estructura. Luego unos guardias
civiles me detuvieron, a pocos kilómetros de donde ocurrió el accidente. Me
preguntaron lo mismo que usted.
Efectivamente: aquel enfermo había sido enviado a
la sala psiquiátrica por orden judicial.
–Y ahora dígame usted, ¿quiénes son sus padres?
–En realidad, hemos eliminado el proceso de
procreación “natural”. Yo fui incubado en un matraz; exactamente el numerado
con la cifra que ha transcrito usted en mi historia clínica.
Los ayudantes y los alumnos internos tuvieron que
hacer un esfuerzo para disimular la risa, porque el reglamento y la deontología
médica les prohibía rigurosamente manifestar sus emociones acerca de cualquier
paciente.
El brillante profesor formuló algunas preguntas más
y pasó acto seguido a la exploración psiquiátrica propiamente dicha:
–¿Nota usted como si alguien intentase influir en
sus pensamientos?
–Eso me ocurre de vez en cuando, pero en el Imperio
de Monro está terminantemente prohibido el influir por psicoquinesia o
telepatía en los demás ciudadanos. Además, desde que somos muy niños, estamos
acostumbrados a utilizar barreras parapsicológicas.
El cuadro de una esquizofrenia se presentaba, pues,
de una manera meridiana.
–¿Tiene usted “apariciones”? ¿Ve u oye algo que le
parezca extraño o que le preocupa? Me refiero, claro está… entiéndame… a cosas
que no son como esta mesa o como las palabras que yo pronuncio.
–Ya le comprendo. Oigo voces con mucha frecuencia:
las de mis amigos o las de mis compañeros que quieren comunicarse conmigo
cuando no están presentes. De vez en cuando asistimos también a una especie de
teatro mental en el que proyectamos en una pantalla el film que nosotros mismos
planificamos mentalmente. Pero esto es algo que a ustedes los terrestres les
cuesta trabajo concebir.
–Por supuesto… Nosotros vamos a procurar que no
vuelva a padecer más esas visiones.
Tuvo lugar al día siguiente una sesión clínica de
carácter público. El gran anfiteatro de la facultad se colmó de estudiantes y
de varios curiosos que asistían siempre a las disertaciones del profesor N.
Desde luego, el célebre caso de A-l.347.208 era la “vedette” de la sesión. Se
le denominaba ya “el caso del marciano”. Mientras, los psicólogos habían
acribillado a tests al paciente, y los electroencefalografistas habían
derrochado docenas de metros de papel para obtener el registro
eléctrico-cerebral de aquel presunto esquizofrénico.
Un médico ayudante leyó los datos recogidos por el profesor
N. Luego, informó al jefe del Departamento de Electroencefalografía:
–El registro electroencefalográfico muestra
extrañas anomalías. Es la primera vez que obtenemos algo semejante en esta
clínica. Da la impresión de que las ondas cerebrales hubiesen sido amplificadas
y correspondiesen, además, a un nivel intensísimo de excitación. En otras
palabras, se trata de ondas beta, aún en estado de reposo aparente, pero de un
voltaje superior a las ondas delta. Sugiero que se obtenga una radiografía de
cráneo.
Habló, acto seguido, el jefe del Departamento de
Psicología:
–El paciente ha obtenido el máximo puntaje en los
tests de inteligencia, resolviendo todos los problemas en un tiempo
verdaderamente inverosímil. Pero los tests proyectivos muestran la naturaleza
delirante del pensamiento del enfermo. En el test de Rorschach obtuvimos,
además, neologismos que nos fue imposible transcribir.
Seguía el informe psicológico con extrañas
menciones a un mundo divorciado de la realidad social y psicológica de la
Tierra. Tan es así que uno de los psicólogos más jóvenes había preguntado si no
se hallaban delante de un enfermo psiquiátrico, sino de un auténtico piloto
interplanetario procedente de un planeta remoto. Pero esta afirmación había
sido coreada por las risas de sus compañeros.
Rodeado de una gran expectación apareció el hombre
de extraño apellido en el gran anfiteatro de la Facultad de Medicina. Volvieron
a hacérsele las preguntas de rigor, con idénticas respuestas, disparadas esta
vez sobre un auditorio de doscientos oídos. Salió el enfermo y el profesor N
pronunció el veredicto: delito, esquizofrenia paranoide; condena, internamiento
y una tanda de electroshocks.
Aquella misma tarde, el cerebro del nuevo internado
recibió la primera descarga farádica. Pero sus músculos no se contrajeron ni se
oyó el grito gutural de la mayor parte de los enfermos sometidos a
electroconvulsión. Sólo su boca se contrajo en un rictus irónico. Los psiquiatras
quedaron desconcertados. Pero la exploración neurológica no acusó ninguna
anomalía. La única diferencia consistió en que un segundo registro
electroencefalográfico había detectado un aumento del voltaje en uno de los
electrodos occipitales.
Volvió, pues, a repetirse el electroshock hasta dos
veces en días alternos. La radiografía de cráneo había revelado solamente
algunos defectos congénitos en la estructura del esfenoides, y sin embargo, el
voltaje recogido por los electrodos occipitales seguía aumentando, hasta tal
punto que la aguja inscriptora correspondiente comenzó a salirse de la banda.
Lo único que permanecía idéntico era la sonrisa burlona del enfermo, cuyo
extraño delirio parecía irreductible a las descargas eléctricas.
Y una noche el paciente se levantó de su camastro.
Sus compañeros de sala dormían plácidamente; sólo los gruñidos de un delirium
tremens rompían la paz sepulcral de la sala psiquiátrica. Se vistió para
dirigirse a la puerta, que estaba herméticamente cerrada. Fuera, jugaban una
partida de póquer el médico de guardia y un enfermero de músculos hercúleos.
Una sombra se proyectó sobre la pared del despacho, y el ruido de unos pasos
cortó en seco un comentario picante en la boca del galeno.
–Déme las llaves de la puerta de la calle –deletreó
pausadamente el ciudadano del Imperio de Monro. Brillaban sus ojos de una
manera muy extraña. Pero esto fue algo que no tuvieron tiempo de percibir los
dos terrestres. Como autómatas se levantaron respetuosamente de sus sillas, le
hicieron entrega de las llaves, y acto seguido continuaron la partida de
naipes. El psiquiatra recién licenciado en la facultad siguió relatando su
aventura escabrosa. No oyeron el golpe seco de la puerta que volvió a quedar
cerrada.
El capitán A-l.347.208 abandonó la ciudad. Allí,
fuera de las interferencias sonoras y luminosas de la gran urbe, concentró su
mente en un punto situado a medio año luz.
–Llamada del capitán A-l .347.208 al mariscal
Z-108.506, que manda la primera flota de expedición a la Tierra.
–Al habla Z-108.506, Mariscal de Su Majestad el
Emperador de Monro. Hemos perdido el contacto con usted, hace siete
revoluciones de la Tierra.
–Mi nave sufrió una avería y recibí un golpe en la
cabeza que debilitó mi órgano pineal. Yo les conté toda la verdad a los
terrestres para que me tomaran por esquizofrénico y para que activasen con
descargas eléctricas el órgano pineal. Por eso, puedo comunicarme ahora con Su
Excelencia.
–Siga entonces informándonos, para preparar el
aterrizaje de la flota. Corto.
Las luces de las estrellas seguían parpadeando como
ojos virginales, insensibles a la locura del Cosmos.
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