Alfredo Álamo
El
piso de Ángel era pequeño, sucio y olía mal. No es que fuera demasiado viejo,
pero todo en aquel apartamento realquilado parecía desgastado, como si una
pequeña capa de suciedad se hubiese infiltrado justo por debajo de la
superficie de cada objeto.
Tampoco era grande, ni siquiera mediano; un somier
oxidado, un escritorio de contrachapado con las esquinas abiertas, dos
estanterías apenas cubiertas con revistas viejas y un tubo fluorescente que
iluminaba entre parpadeos enfermizos. La cocina conservaba dos fogones
ennegrecidos y una nevera cuyo interior presentaba manchas que Ángel no había
logrado limpiar. El cuarto de baño apenas dejaba sitio para una mísera ducha
sin plato y un servicio minúsculo, tan estrecho y bajo que para utilizarlo casi
había que ponerse de cuclillas.
Unos finos rayos de luz atravesaban la única
ventana de la casa, puerta abierta a un callejón abandonado donde los yonquis
solían terminar las noches espantando a parejas en busca de rincones oscuros.
A Ángel, sin embargo, no le molestaba nada de
aquello. Si acaso el papel pintado, azul en sus orígenes, que acumulaba
humedades, cucarachas y diversos insectos. Por lo demás, teniendo en cuenta la
miseria que pagaba por aquel cuchitril, era perfecto.
Desde la cama hasta la minúscula
televisión que tenía encima del escritorio, todo estaba lleno de cajas. Unas
veces contenían ojos de muñeca, otras, tapones para tubos de pegamento. La
mayor parte del año contenían bolígrafos desmontados, Ángel se sentaba en la
cama y los montaba: cogía el canuto transparente, el tubo con la tinta y la
punta, introducía uno dentro del otro, colocaba el pequeño tapón en la parte
trasera y, finalmente, cubría la punta con el capuchón correspondiente, rojo,
azul o negro. Le pagaban a céntimo la unidad, traían las cajas y se las
llevaban. Era el mejor trabajo que Ángel había tenido.
Quizás estaba cómodo encerrado en su apartamento
porque odiaba a todo el mundo. Blancos, negros, amarillos, mulatos, mujeres,
niños, daba igual. Nadie le caía bien, así como no caía bien a nadie. Ni
siquiera a él mismo. Las escasas ocasiones en las que se atrevía a mirarse al
espejo detenía la vista, casi hipnotizado, en sus ojos vidriosos, su pelo ralo,
la extraña forma desproporcionada de su nariz y en las orejas pequeñas, pegadas
por completo a la cabeza, que le daban un aspecto inequívocamente desagradable.
En cuanto al sexo, Ángel se masturbaba a menudo; a
veces incluso mientras montaba aquellos bolígrafos. Lo hacía lentamente, sin
pensar en nada en concreto. Tiempo atrás había intentado practicar sexo con
mujeres reales pero ni siquiera pagando había logrado cierto éxito. Llegado un
momento tuvo que decidir entre las mujeres y el vino. El vino resultó más
barato.
La rutina en el mundo de Ángel era perfecta y
sincrónica, apenas interrumpida por las ineludibles visitas al supermercado o
por las incómodas inspecciones de su casera, siempre en busca de mayores
desperfectos de los habituales. Aquellos minutos en los que esa mujer, sacada
directamente de una revista de los años cincuenta, irrumpía en su pequeña
burbuja eran interminables; no podía más que asistir impasible a aquella fuerza
viviente de la desaprobación, tocándolo todo mientras movía de forma continua los
labios, relamiéndose en un tic desagradable.
Aparte de eso, y de algún que otro testigo de
Jehová ocasional, su mundo estaba reglado, medido y clasificado. Nada entraba.
Nada salía.
Hasta aquella noche.
Dentro del catálogo nocturno del piso, Ángel
conocía al detalle sus sonidos y ruidos habituales. No eran raros los crujidos
de muelles, las televisiones a todo volumen, algún bebé gritando desatendido,
grupos de borrachos cantando de madrugada. Los pitidos y frenazos ya formaban
parte de una muralla sonora que ni siquiera notaba. Pero una noche, una noche
cualquiera del verano, le despertó un grito. Al principio pensó que lo había
soñado, quizás una pesadilla, o a lo mejor un ronquido atravesado en la garganta
le había espabilado. Luego, aun medio dormido, escuchó un fuerte golpe y la voz
de una mujer, desgarrada por el miedo, gritando.
Las paredes del edificio eran finas, casi de papel.
Tardó unos segundos en decidir de dónde venía todo aquello. Un fuerte golpe
sacudió el techo sobre su cama, moviendo los tubos fluorescentes y arrancando
una pequeña esquirla de escayola.
–¡No! ¡No! ¡Nononononono!
Escuchó con claridad retahílas de negaciones, de
perdones, de súplicas, y, a cada una que terminaba, de nuevo un golpe o una
palmada fuerte.
Eso le molestó profundamente. Aquella situación era
claramente una digresión en su rutina. Necesitaba dormir lo suficiente para
lograr su cupo de bolígrafos diarios. Era una total falta de respeto. Dudó
entonces si golpear el techo con la escoba, esperar a que terminara la
situación o subir al piso de arriba para pedir explicaciones.
Decidió esperar. Al fin y al cabo, no tenía ganas
de enemistarse con un vecino. La sola posibilidad de discutir con otra persona,
de establecer cualquier tipo de relación, aunque fuera una mala relación, le
enfermaba.
Un último chillido, más agudo que los anteriores,
se quebró con un crujido que volvió a retumbar en la habitación, sacando
pequeñas nubes de polvo de entre los rincones de la talla. Se hizo el silencio.
Ángel durmió profundamente.
Durante la semana siguiente la situación se repitió
un par de veces, pero nunca su duración logró que Ángel se planteara abandonar
el refugio de la cama. Al final, aquellos gritos y golpes pasaron a la
clasificación y orden habitual de la casa. Todo en su sitio. Todo medido.
Hasta que por fin, dejaron de repetirse. Ángel no
fue consciente de aquella desaparición de molestias, así como ya había dejado
de ser consciente de su existencia. Al menos hasta que apareció la mancha.
En el piso de Ángel la humedad era constante,
levantaba y rizaba las tiras de papel pintado, dejando al descubierto el
cemento arenoso que cubría las paredes. Así que cuando, justo encima de su
cama, apareció un rodal oscuro en el techo, no se preocupó demasiado.
Días después la mancha seguía creciendo. Ya no era
un rodal, sino una especie de elipse irregular que ocupaba gran parte del
techo. Y no sólo el techo, de aquella oscuridad se extendían zarcillos, como
venas podridas, que llegaban hasta las paredes, y hasta bajaban por ellas,
hinchando aún más el papel pintado.
Si alguien del piso de arriba se había dejado un
grifo abierto o montado una plantación de marihuana, desde luego que no era
culpa suya. Así que, no sin muchos recelos, descolgó el teléfono y realizó su
primera llamada en años. Su casera accedió a revisar el piso. Ángel colgó y
contempló la mancha, sucia y silenciosa, creciendo sobre su cabeza.
Ese día no llegó a su cupo de bolígrafos.
Lo primero que hizo la casera al entrar en el piso
fue arrugar la nariz.
–Aquí huele a podrío –dijo, esquivando las cajas de
Ángel–. ¿Qué tienes, un gato muerto escondío por ahí o algo?
–Yo no, no –tartamudeó Ángel–, no tengo a-animales,
seña Luisa. Ya-a lo sabe.
La mujer sacudió la cabeza.
–Pos has de ser tú. Eres el único que me queda en
el edificio, tos los demás ya se han ido. ¿Ande dices que está lo del techo?
Ángel señaló la mancha, ahora ya sin forma
definida, que les acechaba sobre la cama.
–¡Virgen del amor hermoso! –dijo la casera,
santiguándose– ¡Chiquillo! ¿por qué no me has llamao antes? Vamos a tener un
tubo reventao o algo…
Sin decir nada más, la mujer abandonó al trote el
piso y embocó las escaleras para subir al piso de arriba. Ángel consideró
seguirla, pero se limitó a acercarse hasta el dintel de la puerta. Si había un
escape de agua tendrían que venir obreros para abrir el techo, y eso retrasaría
su producción de forma considerable.
Escuchó las llaves de la casera girar en la
cerradura, el quejido de la puerta al abrirse. Luego los pasitos cortos de la
mujer al entrar, Ángel siguió su recorrido en su propio piso. Escuchó un
chillido y luego de nuevo los golpecitos animalescos al trote de vuelta a la
puerta. A los pocos segundos la mujer apareció en el umbral, tenía el rostro
hinchado y boqueaba como un pez fuera del agua, buscando desesperadamente el
aliento.
–¿Qué sucede? –preguntó Ángel, mientras trataba de
sujetarla.
–¡Un muerto! ¡Ay, Dios mío! ¡Qué olor a podrío! ¡Ay
Dios! –la mujer hablaba aspirando el aire hacia dentro, sonando como una
sordina medio rota.
Ángel acercó una silla y le ayudó a sentarse. Entró
en la cocina para llenar un vaso de agua. Muerta, pensó, recordando los gritos
de mujer, los golpes, las súplicas, muerta ahí encima. Pues ahora no va a venir
gente ni nada, policía, bomberos, ambulancias… En su mente empezó a formarse
una imagen dolorosa, decenas de personas corriendo arriba y abajo, entrando y
saliendo de su casa, haciéndole preguntas, ¿Escuchó usted algo inusual? ¿Qué
hay en esas cajas? ¿Es que no notó el olor?
Lo peor de todo es que en realidad no lo había
notado. Se había acostumbrado al hedor tanto como a las cucarachas, la taza
minúscula y los tubos fluorescentes. Terminó de llenar el vaso de agua y salió
de la cocina.
La casera seguía sentada. Tenía el rostro torcido y
la lengua, de un asombroso color morado, le asomaba entre los labios. Los ojos
se le habían puesto blancos y se agarraba el brazo izquierdo. Ángel observó que
tenía las piernas muy tiesas y que se había ensuciado encima. Volvió a la
cocina y dejó el vaso de agua sobre la pila. Luego cerró la puerta de la casa,
agarró la silla, con la casera todavía encima, y la arrastró hasta la ducha.
Acomodó su cuerpo como pudo tras la vieja cortina de plástico y abrió el agua.
Dejó que corriera un buen rato.
Durante el día siguió montando bolígrafos, llenando
cajas y cajas de ellos; las precintaba con celo y las amontonaba cerca de la
puerta. Por las noches veía la televisión, con la esperanza de que las imágenes
en la pantalla borraran las penumbras de su habitación.
Un día la mancha volvió a cobrar forma. Un perfil
negruzco más intenso que el habitual marcó una silueta humana. Al mismo tiempo,
debido probablemente a la acumulación de líquidos, la mancha cobró cierto
volumen. Ángel se preguntó cómo sería aquella mujer muerta. O cómo habría sido.
Si habría tenido los pechos grandes, el pelo largo; si habría sido complaciente
o dulce. Imaginó que era una inmigrante, mulata, con un buen culo que agarrar.
Una noche empezó a masturbarse pensando en ella,
mirando la silueta que la descomposición marcaba en el techo.
La casera muerta, por el contrario, no le animaba
lo más mínimo. Su degradación fue muy rápida, se redujo a papilla en poco
tiempo y fue desapareciendo por el sumidero de la ducha. Ángel abría todos los
días el agua durante una hora, y luego echaba encima del cuerpo todos los
productos de limpieza que tenía, salfumán, lejía, detergente… El único problema
era que le daba vergüenza ir al baño delante de aquella mujer. Se aguantaba
todo lo que podía hasta que el dolor se volvía insoportable. Notaba su mirada desaprobadora
tras la cortinilla de plástico.
El repartidor de cajas le dijo que o arreglaba lo
del olor o no volvía. Ángel sonrió y mintió acerca de unas cañerías rotas.
Aunque su rutina no era la misma de siempre se encontraba mejor que de
costumbre.
Dejó de contar los días y casi de bajar a por
comida. Salía lo justo para no morir de inanición. Su producción de bolígrafos
bajó. Perdía mucho tiempo masturbándose, tanto que empezó a notar cómo se le
inflamaba el pene. A veces, incluso le sangraba. No podía evitarlo, estaba
enamorado. La mancha preñada de mujer le obsesionaba, dormía con ella, se
despertaba con ella. Le acompañaba en su trabajo, en su comida, en su vida.
Cuando reventó el techo, Ángel dormía. Dos meses de
putrefacción, líquidos y huesos por fin se habían infiltrado tanto en la obra
que esta no pudo aguantar más. Se desplomó sobre Ángel en un último beso, una
lasciva caricia de muerte inesperada. Gusanos, moscas, tábanos y escarabajos
cayeron, como un torrente, sobre las cajas llenas de bolígrafos.
Ángel acabó aplastado bajo escombros y gusanos. Una
viga de madera carcomida seccionó las piernas casi por completo, sentía el
dolor como algo abrumador, ocupando cada milímetro de su cuerpo. Pero tenía que
verla, tenía que despedirse. Alcanzó a reconocer el cadáver, casi
exclusivamente compuesto por huesos, entre un montón de gelatina verde y marrón
que había caído justo a su lado, sobre la cama.
En su agonía trató de moverse, luchó cada
centímetro de espacio para acercarse a su amante imaginaria, hasta que por fin
contempló los huesos, esos apetitosos y dulces huesos, dentro de unos
pantalones de pinzas, bajo una camisa a rayas, rellenando unos zapatos de
caballero y una americana gris. Tocó, desesperado, los restos de una corbata
sucia y mugrienta.
Ángel murió pensando en caseras muertas y mentiras,
en amores imposibles y contradicciones. En penes.
Para su sorpresa, sólo se sintió ligeramente
disgustado.
Le habría gustado terminar con los bolígrafos a
tiempo para la próxima entrega.
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