sábado, 16 de diciembre de 2023

Indiferencia como un pecado

Alfredo Álamo

 

El piso de Ángel era pequeño, sucio y olía mal. No es que fuera demasiado viejo, pero todo en aquel apartamento realquilado parecía desgastado, como si una pequeña capa de suciedad se hubiese infiltrado justo por debajo de la superficie de cada objeto.

Tampoco era grande, ni siquiera mediano; un somier oxidado, un escritorio de contrachapado con las esquinas abiertas, dos estanterías apenas cubiertas con revistas viejas y un tubo fluorescente que iluminaba entre parpadeos enfermizos. La cocina conservaba dos fogones ennegrecidos y una nevera cuyo interior presentaba manchas que Ángel no había logrado limpiar. El cuarto de baño apenas dejaba sitio para una mísera ducha sin plato y un servicio minúsculo, tan estrecho y bajo que para utilizarlo casi había que ponerse de cuclillas.

Unos finos rayos de luz atravesaban la única ventana de la casa, puerta abierta a un callejón abandonado donde los yonquis solían terminar las noches espantando a parejas en busca de rincones oscuros.

A Ángel, sin embargo, no le molestaba nada de aquello. Si acaso el papel pintado, azul en sus orígenes, que acumulaba humedades, cucarachas y diversos insectos. Por lo demás, teniendo en cuenta la miseria que pagaba por aquel cuchitril, era perfecto.

Desde la cama hasta la minúscula televisión que tenía encima del escritorio, todo estaba lleno de cajas. Unas veces contenían ojos de muñeca, otras, tapones para tubos de pegamento. La mayor parte del año contenían bolígrafos desmontados, Ángel se sentaba en la cama y los montaba: cogía el canuto transparente, el tubo con la tinta y la punta, introducía uno dentro del otro, colocaba el pequeño tapón en la parte trasera y, finalmente, cubría la punta con el capuchón correspondiente, rojo, azul o negro. Le pagaban a céntimo la unidad, traían las cajas y se las llevaban. Era el mejor trabajo que Ángel había tenido.

Quizás estaba cómodo encerrado en su apartamento porque odiaba a todo el mundo. Blancos, negros, amarillos, mulatos, mujeres, niños, daba igual. Nadie le caía bien, así como no caía bien a nadie. Ni siquiera a él mismo. Las escasas ocasiones en las que se atrevía a mirarse al espejo detenía la vista, casi hipnotizado, en sus ojos vidriosos, su pelo ralo, la extraña forma desproporcionada de su nariz y en las orejas pequeñas, pegadas por completo a la cabeza, que le daban un aspecto inequívocamente desagradable.

En cuanto al sexo, Ángel se masturbaba a menudo; a veces incluso mientras montaba aquellos bolígrafos. Lo hacía lentamente, sin pensar en nada en concreto. Tiempo atrás había intentado practicar sexo con mujeres reales pero ni siquiera pagando había logrado cierto éxito. Llegado un momento tuvo que decidir entre las mujeres y el vino. El vino resultó más barato.

La rutina en el mundo de Ángel era perfecta y sincrónica, apenas interrumpida por las ineludibles visitas al supermercado o por las incómodas inspecciones de su casera, siempre en busca de mayores desperfectos de los habituales. Aquellos minutos en los que esa mujer, sacada directamente de una revista de los años cincuenta, irrumpía en su pequeña burbuja eran interminables; no podía más que asistir impasible a aquella fuerza viviente de la desaprobación, tocándolo todo mientras movía de forma continua los labios, relamiéndose en un tic desagradable.

Aparte de eso, y de algún que otro testigo de Jehová ocasional, su mundo estaba reglado, medido y clasificado. Nada entraba. Nada salía.

Hasta aquella noche.

Dentro del catálogo nocturno del piso, Ángel conocía al detalle sus sonidos y ruidos habituales. No eran raros los crujidos de muelles, las televisiones a todo volumen, algún bebé gritando desatendido, grupos de borrachos cantando de madrugada. Los pitidos y frenazos ya formaban parte de una muralla sonora que ni siquiera notaba. Pero una noche, una noche cualquiera del verano, le despertó un grito. Al principio pensó que lo había soñado, quizás una pesadilla, o a lo mejor un ronquido atravesado en la garganta le había espabilado. Luego, aun medio dormido, escuchó un fuerte golpe y la voz de una mujer, desgarrada por el miedo, gritando.

Las paredes del edificio eran finas, casi de papel. Tardó unos segundos en decidir de dónde venía todo aquello. Un fuerte golpe sacudió el techo sobre su cama, moviendo los tubos fluorescentes y arrancando una pequeña esquirla de escayola.

–¡No! ¡No! ¡Nononononono!

Escuchó con claridad retahílas de negaciones, de perdones, de súplicas, y, a cada una que terminaba, de nuevo un golpe o una palmada fuerte.

Eso le molestó profundamente. Aquella situación era claramente una digresión en su rutina. Necesitaba dormir lo suficiente para lograr su cupo de bolígrafos diarios. Era una total falta de respeto. Dudó entonces si golpear el techo con la escoba, esperar a que terminara la situación o subir al piso de arriba para pedir explicaciones.

Decidió esperar. Al fin y al cabo, no tenía ganas de enemistarse con un vecino. La sola posibilidad de discutir con otra persona, de establecer cualquier tipo de relación, aunque fuera una mala relación, le enfermaba.

Un último chillido, más agudo que los anteriores, se quebró con un crujido que volvió a retumbar en la habitación, sacando pequeñas nubes de polvo de entre los rincones de la talla. Se hizo el silencio.

Ángel durmió profundamente.

Durante la semana siguiente la situación se repitió un par de veces, pero nunca su duración logró que Ángel se planteara abandonar el refugio de la cama. Al final, aquellos gritos y golpes pasaron a la clasificación y orden habitual de la casa. Todo en su sitio. Todo medido.

Hasta que por fin, dejaron de repetirse. Ángel no fue consciente de aquella desaparición de molestias, así como ya había dejado de ser consciente de su existencia. Al menos hasta que apareció la mancha.

En el piso de Ángel la humedad era constante, levantaba y rizaba las tiras de papel pintado, dejando al descubierto el cemento arenoso que cubría las paredes. Así que cuando, justo encima de su cama, apareció un rodal oscuro en el techo, no se preocupó demasiado.

Días después la mancha seguía creciendo. Ya no era un rodal, sino una especie de elipse irregular que ocupaba gran parte del techo. Y no sólo el techo, de aquella oscuridad se extendían zarcillos, como venas podridas, que llegaban hasta las paredes, y hasta bajaban por ellas, hinchando aún más el papel pintado.

Si alguien del piso de arriba se había dejado un grifo abierto o montado una plantación de marihuana, desde luego que no era culpa suya. Así que, no sin muchos recelos, descolgó el teléfono y realizó su primera llamada en años. Su casera accedió a revisar el piso. Ángel colgó y contempló la mancha, sucia y silenciosa, creciendo sobre su cabeza.

Ese día no llegó a su cupo de bolígrafos.

Lo primero que hizo la casera al entrar en el piso fue arrugar la nariz.

–Aquí huele a podrío –dijo, esquivando las cajas de Ángel–. ¿Qué tienes, un gato muerto escondío por ahí o algo?

–Yo no, no –tartamudeó Ángel–, no tengo a-animales, seña Luisa. Ya-a lo sabe.

La mujer sacudió la cabeza.

–Pos has de ser tú. Eres el único que me queda en el edificio, tos los demás ya se han ido. ¿Ande dices que está lo del techo?

Ángel señaló la mancha, ahora ya sin forma definida, que les acechaba sobre la cama.

–¡Virgen del amor hermoso! –dijo la casera, santiguándose– ¡Chiquillo! ¿por qué no me has llamao antes? Vamos a tener un tubo reventao o algo…

Sin decir nada más, la mujer abandonó al trote el piso y embocó las escaleras para subir al piso de arriba. Ángel consideró seguirla, pero se limitó a acercarse hasta el dintel de la puerta. Si había un escape de agua tendrían que venir obreros para abrir el techo, y eso retrasaría su producción de forma considerable.

Escuchó las llaves de la casera girar en la cerradura, el quejido de la puerta al abrirse. Luego los pasitos cortos de la mujer al entrar, Ángel siguió su recorrido en su propio piso. Escuchó un chillido y luego de nuevo los golpecitos animalescos al trote de vuelta a la puerta. A los pocos segundos la mujer apareció en el umbral, tenía el rostro hinchado y boqueaba como un pez fuera del agua, buscando desesperadamente el aliento.

–¿Qué sucede? –preguntó Ángel, mientras trataba de sujetarla.

–¡Un muerto! ¡Ay, Dios mío! ¡Qué olor a podrío! ¡Ay Dios! –la mujer hablaba aspirando el aire hacia dentro, sonando como una sordina medio rota.

Ángel acercó una silla y le ayudó a sentarse. Entró en la cocina para llenar un vaso de agua. Muerta, pensó, recordando los gritos de mujer, los golpes, las súplicas, muerta ahí encima. Pues ahora no va a venir gente ni nada, policía, bomberos, ambulancias… En su mente empezó a formarse una imagen dolorosa, decenas de personas corriendo arriba y abajo, entrando y saliendo de su casa, haciéndole preguntas, ¿Escuchó usted algo inusual? ¿Qué hay en esas cajas? ¿Es que no notó el olor?

Lo peor de todo es que en realidad no lo había notado. Se había acostumbrado al hedor tanto como a las cucarachas, la taza minúscula y los tubos fluorescentes. Terminó de llenar el vaso de agua y salió de la cocina.

La casera seguía sentada. Tenía el rostro torcido y la lengua, de un asombroso color morado, le asomaba entre los labios. Los ojos se le habían puesto blancos y se agarraba el brazo izquierdo. Ángel observó que tenía las piernas muy tiesas y que se había ensuciado encima. Volvió a la cocina y dejó el vaso de agua sobre la pila. Luego cerró la puerta de la casa, agarró la silla, con la casera todavía encima, y la arrastró hasta la ducha. Acomodó su cuerpo como pudo tras la vieja cortina de plástico y abrió el agua. Dejó que corriera un buen rato.

Durante el día siguió montando bolígrafos, llenando cajas y cajas de ellos; las precintaba con celo y las amontonaba cerca de la puerta. Por las noches veía la televisión, con la esperanza de que las imágenes en la pantalla borraran las penumbras de su habitación.

Un día la mancha volvió a cobrar forma. Un perfil negruzco más intenso que el habitual marcó una silueta humana. Al mismo tiempo, debido probablemente a la acumulación de líquidos, la mancha cobró cierto volumen. Ángel se preguntó cómo sería aquella mujer muerta. O cómo habría sido. Si habría tenido los pechos grandes, el pelo largo; si habría sido complaciente o dulce. Imaginó que era una inmigrante, mulata, con un buen culo que agarrar.

Una noche empezó a masturbarse pensando en ella, mirando la silueta que la descomposición marcaba en el techo.

La casera muerta, por el contrario, no le animaba lo más mínimo. Su degradación fue muy rápida, se redujo a papilla en poco tiempo y fue desapareciendo por el sumidero de la ducha. Ángel abría todos los días el agua durante una hora, y luego echaba encima del cuerpo todos los productos de limpieza que tenía, salfumán, lejía, detergente… El único problema era que le daba vergüenza ir al baño delante de aquella mujer. Se aguantaba todo lo que podía hasta que el dolor se volvía insoportable. Notaba su mirada desaprobadora tras la cortinilla de plástico.

El repartidor de cajas le dijo que o arreglaba lo del olor o no volvía. Ángel sonrió y mintió acerca de unas cañerías rotas. Aunque su rutina no era la misma de siempre se encontraba mejor que de costumbre.

Dejó de contar los días y casi de bajar a por comida. Salía lo justo para no morir de inanición. Su producción de bolígrafos bajó. Perdía mucho tiempo masturbándose, tanto que empezó a notar cómo se le inflamaba el pene. A veces, incluso le sangraba. No podía evitarlo, estaba enamorado. La mancha preñada de mujer le obsesionaba, dormía con ella, se despertaba con ella. Le acompañaba en su trabajo, en su comida, en su vida.

Cuando reventó el techo, Ángel dormía. Dos meses de putrefacción, líquidos y huesos por fin se habían infiltrado tanto en la obra que esta no pudo aguantar más. Se desplomó sobre Ángel en un último beso, una lasciva caricia de muerte inesperada. Gusanos, moscas, tábanos y escarabajos cayeron, como un torrente, sobre las cajas llenas de bolígrafos.

Ángel acabó aplastado bajo escombros y gusanos. Una viga de madera carcomida seccionó las piernas casi por completo, sentía el dolor como algo abrumador, ocupando cada milímetro de su cuerpo. Pero tenía que verla, tenía que despedirse. Alcanzó a reconocer el cadáver, casi exclusivamente compuesto por huesos, entre un montón de gelatina verde y marrón que había caído justo a su lado, sobre la cama.

En su agonía trató de moverse, luchó cada centímetro de espacio para acercarse a su amante imaginaria, hasta que por fin contempló los huesos, esos apetitosos y dulces huesos, dentro de unos pantalones de pinzas, bajo una camisa a rayas, rellenando unos zapatos de caballero y una americana gris. Tocó, desesperado, los restos de una corbata sucia y mugrienta.

Ángel murió pensando en caseras muertas y mentiras, en amores imposibles y contradicciones. En penes.

Para su sorpresa, sólo se sintió ligeramente disgustado.

Le habría gustado terminar con los bolígrafos a tiempo para la próxima entrega.

 

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