Queta Navagómez
Sólo
con encontrarla, un gozo verde le llena los ojos. La sangre, convertida en
savia, corre rápida y rítmica por el cuerpo, imitando el aleteo con que los
pájaros saludan el despertar del bosque; se le ensancha la sonrisa y se cimbra
el ramaje de su esqueleto.
En señal de saludo, ella tiende la mano.
Al estrecharla, él siente que sus dedos se vuelven yemas prontas a reventar en
tiernas hojas y coloridos pétalos.
Ella lo mira, sus miradas de llovizna
reblandecen la corteza de sus emociones y nutren sus raíces ávidas. Le parece
que ella huele a musgo, trementina o eucalipto. Se acerca más, como para
llevarse el aroma hasta sus soledades. Ya roza el esponjado cabello, cuando el
valor se le cae como hoja de octubre.
Ella se aleja con gracioso taconeo, pero
en él, la sensación de tener un nido de tibias plumas persiste a la mitad del
pecho.
Anochece, la soledad le arranca lágrimas,
gotas de resina que cuajan sobre las mejillas. Si pudiera sumirlas en un mar de
anhelos y ofrecerlas convertidas en ámbar…
Es la primera vez que estas sensaciones lo
colman. Es la primera vez que Pinocho se enamora.
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