Virgilio Díaz Grullón
Durante toda su vida había sido un bromista consumado. De modo que aquel
día en que visitaba el museo de figuras de cera recién instalado en el pueblo y
se encontró frente a frente con una copia exacta de sí mismo, concibió de inmediato
la más estupenda de sus bromas. La figura representaba un oficial del ejército norteamericano
de principios del siglo pasado y formaba parte de la escenificación de una batalla
contra indios pieles rojas. Aparte de que el color de sus propios cabellos era algo
más claro, el parecido era tan completo que sólo con teñirse un poco el pelo y maquillarse
el rostro para darle la apariencia cetrina del modelo, lograría una similitud absolutamente
perfecta entre ambos. En la madrugada del siguiente día, luego de haberse transformado
convenientemente, se introdujo a escondidas en el museo, despojó a la figura de
cera de su raído uniforme vistiéndose con éste y escondió aquélla, junto con su
propia ropa, en una alacena del sótano. Luego tomó el lugar del soldado en la escena
guerrera y, asumiendo su rígida postura, se dispuso a esperar los primeros visitantes
del día anticipándose al placer de proporcionarles el mayor susto de sus vidas.
Cuando, al cabo de dos horas, tomó conciencia de su
incapacidad de movimiento la atribuyó a un calambre pasajero. Pero al comprobar
que no podía mover ni un dedo, ni pestañear, ni respirar siquiera, adivinó, presa
de indescriptible pánico, que su parálisis total duraría eternamente y que ya el
soldado que había encerrado en el sótano, después de vestirse con la ropa que estaba
a su lado, había abierto la puerta de la alacena e iniciaba los primeros pasos de
una nueva existencia.
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