Juan José Arreola
El hombre que me vendió el mapa no tenía nada
de extraño. Un tipo común y corriente, un poco enfermo tal vez. Me abordó
sencillamente, como esos vendedores que nos salen al paso en la calle. Pidió
muy poco dinero por su mapa: quería deshacerse de él a toda costa. Cuando me
ofreció una demostración acepté curioso porque era domingo y no tenía qué
hacer. Fuimos a un sitio cercano para buscar el triste objeto que tal vez él
mismo habría tirado allí, seguro de que nadie iba a recogerlo: una peineta de
celuloide, color de rosa, llena de menudas piedrecillas. La guardo todavía
entre docenas de baratijas semejantes y le tengo especial cariño porque fue el
primer eslabón de la cadena. Lamento que no le acompañen las cosas vendidas y
las monedas gastadas. Desde entonces vivo de los hallazgos deparados por el
mapa. Vida bastante miserable, es cierto, pero que me ha librado para siempre
de toda preocupación. Y a veces, de tiempo en tiempo, aparece en el mapa alguna
mujer perdida que se aviene misteriosamente a mis modestos recursos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario