Inés Arredondo
Es extraño cómo llega a
coincidir lo que nos sucede con lo que queremos que nos suceda. Ya había subido
un buen tramo de la escalera cuando lo pensé: estaba viendo aquello como la primera
vez, sucio y miserable. La oscuridad húmeda de los corredores me repugnaba hasta
producirme náusea. Apenas podía soportar un agudo malestar culpable, como la primera
vez. Temblaba al encontrarme con gente, me sobresaltaba al menor ruido, y sobre
todo temía la presencia inquisitiva de la portera. Me costaba un gran esfuerzo recordar
que no hacía todavía muchos meses subía aquella escalera con alegría, encontrándolo
todo bien, muy bien. Pero era una suerte que la última vez que iba ahí me pareciera
aquello repugnante y la situación tan poco deseable.
Cuando
llegué al tercer piso sufría verdaderamente. Estaba helada y un poco fuera de mí.
Caminaba sin hacer ruido por el estrecho corredor maloliente, asustada y casi huyendo.
El número 17, opaco sobre la madera, me pareció calmante y familiar. Empujé cautelosamente
la puerta y me encontré frente a Pablo.
Hubiera
querido echarme en sus brazos y refugiar mis temores contra su cuerpo tan fuerte.
Pero cuando vi sus ojos doloridos y sus manos inmóviles contra el cuerpo, recordé
que era a Pablo a quien debía enfrentar por última vez, definitivamente.
–Hace
demasiado calor aquí –dije de una manera atropellada, pasando a su lado sin tocarlo.
Abrí
la ventana. Había un cielo gris de tormenta y en las azoteas próximas las mujeres
corrían para recoger la ropa que un viento fuerte arrancaba de los tendederos. Era
una tarde sofocada que esperaba la lluvia. En esa misma ventana, apretada contra
Pablo, había esperado en días semejantes la caída de las primeras gotas; cuando
llegaban reía y hablaba interminablemente; alguna vez hasta bailé por el cuarto,
sin miedo al ridículo, como una niña. Ahora él no estaba a mi lado, seguía de pie
en medio del cuarto, observándome, esperando…
–¡Qué
calor! –lo dije sin demasiada fuerza y empecé a quitarme el suéter con movimientos
desordenados. Pablo se acercó y me ayudó a desembarazarme de aquella especie de
tela de araña. Me tocó las manos.
–Te
quejas de calor y tienes las manos heladas.
No
había contado con su voz. Con todo menos con su voz.
Me
fue guiando dulcemente, de una mano, como si hubiera sido un niño o un ciego, hasta
el borde de la cama. Me hizo sentar y acarició mis cabellos como para consolarme.
Yo necesitaba un poco de whisky, pero me pareció inadecuado pedirlo y a él nunca
se le ocurriría ofrecérmelo. Cuando creyó que estaba más calmada se retiró un poco
y empezó a hablar.
–Leí
tu carta, pero no comprendí bien, por eso te pedí que vinieras. Así de pronto… no
lo entiendo… no entiendo en absoluto eso de que te vayas a casar con otro. Nosotros
hemos hablado de…
–¿Y
venirme a vivir aquí? –la voz chillona que oí no era la mía, ni era eso lo que había
pensado decir.
Me
miró repentinamente a los ojos, con rabia, y temí que me golpeara. Pero su ira se
hizo desprecio, un desprecio duro que me dolió más que una bofetada.
–¡Ah!,
si es por eso…
Se
puso de pie como dando por terminada la entrevista. Ese momento fue mi oportunidad,
la puerta que me abrió para la huida: el instante en que ofendido y echándome de
su casa yo podía utilizarlo para la justificación y el recuerdo. Pero no pude pagar
el precio. Creí que era cruel e injusto: no podía quedar así en su memoria. Necesitaba
un porvenir mejor en otro sentido sin renegar de aquel pasado hermoso y único. Y
ahora Pablo estaba ahí, mirándome con repugnancia y dolor como a un gusano herido.
Era
la primera vez que me juzgaba, que me miraba desde una distancia insalvable, que
me miraba desde fuera, y yo, sin comprenderlo del todo, supe que no me podría casar
con otro, que no sabría caminar, hablar, pensar, si detrás de mí no había siempre,
de alguna manera, aquella única, insustituible mirada de amor que había perdido.
Empecé
a llorar y a balbucir con la cara entre las manos. Quería convencerlo de que quería
al otro… de que lo quería a él; de que era una miserable… ¡no, no lo era! Le hablé
de episodios de mi infancia… de mis padres… del remordimiento; le hablé mal de él
mismo y bien de mí. Y de pronto empecé a reírme, a borbotones primero y después
a carcajadas. La realidad perdida y un presentido mundo informe se mezclaban. Lloraba.
Todo se desvanecía; el cuarto, Pablo y yo soñábamos. Mi cuerpo no pesaba. Desde
un fondo oscuro y sin porvenir mi llanto y mi risa me confortaban. No me di cuenta
de que Pablo me había desvestido y me pareció natural que caminara con mi cuerpo
desnudo en sus brazos. Cuando sentí el agua fría de la regadera caer sobre mí, una
rebeldía aguda me hizo gritar, pero pronto me fui calmando y hundiendo en un bienestar
dulce como el sueño. Él me arropó en su bata de baño blanca, tan grande y tibia.
Me abandoné en sus brazos y sentí que me puso sobre la cama. No pude abrir los ojos.
Lo oí regresar al baño y traté de incorporarme, pero no logré mover ni una mano.
Empezó
a frotarme con una toalla. Primero las piernas y luego los brazos. Al principio
me frotaba con eficiencia, vigorosamente, pero poco a poco la toalla subía y bajaba
por mis miembros lentamente y sentía a través de la tela afelpada la mano poderosa
de Pablo. Aquel calor nuevo y conocido, aquella frescura cálida que no se marchitaba
nunca, estaba allí, limpia y presente como si yo no la hubiera traicionado. Las
lágrimas me corrían por las sienes, pero no pude levantar los párpados. “Pequeña”,
oí que me llamaba, y se abrazó a mi cuerpo inerte con un ruido extraño, como un
sollozo.
Me
besó con delicadeza, como si hubiera querido guardar en sus labios, partícula por
partícula, todo mi cuerpo. Me pareció extraordinaria aquella fidelidad tensa y sostenida,
aquella emoción que se alargaba sin desfallecimientos hasta envolverme toda. Era
muy extraño que tuviera el valor de aplicarse tanto a reaprender una página sabida,
gastada y que debía olvidar mañana. Me acarició largamente como en unas nupcias
ideales con su sabio homenaje. Yo sabía que mi cuerpo resplandecía, otra vez hermoso
y perfecto: Pablo me había devuelto a mí misma a riesgo de no volver a verme nunca.
Después, bruscamente, con una pasión herida y desesperada, surgió, casi visible,
el deseo. Pero me deseaba a mí y se olvidaba de su propio deseo, me poseía a mí,
por mí, olvidado de su propio placer. Abandonado. Los párpados se me hicieron transparentes
como si un gran sol de verano estuviera fijo sobre mi cara.
De
una manera formal aquello fue una violación, y el despecho pequeño que me produjo
pensarlo lo escupí alguna vez en palabras hirientes. Pero esa tarde, cuando al fin
pude abrir los ojos, Pablo estaba a mi lado y había empezado a llover.
Muchas
cosas pasaron después en mi vida, pero ésta fue la más importante.
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