Amado Nervo
Después
de lentas jornadas a caballo por espacio de medio mes y por caminos desconocidos
y veredas sesgas, llegamos al país de la lluvia luminosa.
La capital de este país, ignorado ahora, aunque en un
tiempo fue escenario de claros hechos, era una ciudad gótica, de callejas retorcidas,
llenas de sorpresas románticas, de recodos de misterio, de ángulos de piedra tallada,
en que los siglos acumularon su pátina señoril, de venerables matices de acero.
Estaba la ciudad situada a la orilla de un mar poco
frecuentado; de un mar cuyas aguas se deben a bacterias que viven en la superficie
de los mares, a animálculos microscópicos que poseen un gran poder fotogénico, semejante
en sus propiedades al de los cocuyos, luciérnagas y gusanos de luz.
Estos microorganismos, en virtud de su pequeñez, cuando
el agua se evapora, ascienden con ella, sin dificultad alguna. Más aún: como sus
colonias innumerables son superficiales, la evaporación las arrebata por miríadas,
y después, cuando los vapores se condensan y viene la lluvia, en cada gota palpitan
incontables animálculos, pródigos de luz, que producen el bello fenómeno a que se
hace referencia.
A decir verdad, el mar a cuyas orillas se alzaba la
ciudad término de mi viaje no siempre había sido fosforescente. El fenómeno se remontaba
a dos o tres generaciones. Provenía, si ello puede decirse, de la aclimatación en
sus aguas de colonias fotogénicas (más bien propias de los mares tropicales), en
virtud de causas térmicas debidas a una desviación del Gulf stream, y a otras determinantes
que los sabios, en su oportunidad, explicaron de sobra. Algunos ancianos del vecindario
recordaban haber visto caer, en sus mocedades, la lluvia oscura y monótona de las
ciudades del Norte, madre del esplín y de la melancolía.
Desde antes de llegar a la ciudad, al pardear la tarde
de un asoleado y esplendoroso día de julio, gruesas nubes, muy bajas, navegaban
en la atmósfera torva y electrizada.
El guía, al observarlas, me dijo:
–Su merced va a tener la fortuna de que llueva esta
noche. Y será un aguacero formidable.
Yo me regocijé en mi ánima, ante la perspectiva de aquel
diluvio de luz…
Los caballos, al aspirar el hálito de la tormenta, apresuraron
el paso monorrítmico.
Cuando aún no trasponíamos las puertas de la ciudad,
el aguacero se desencadenó.
Y el espectáculo que vieron nuestros ojos fue tal, que
refrenamos los corceles, y a riesgo de empaparnos como una esponja, nos detuvimos
a contemplarlo.
Parecía como si el caserío hubiese sido envuelto de
pronto en la terrible y luminosa nube del Sinaí…
Todo en contorno era luz; luz azulada que se desflecaba
en las nubes en abalorios maravillosos; luz que chorreaba de los techos y era vomitada
por las gárgolas, como pálido oro fundido; luz que, azotada por el viento, se estrellaba
en enjambres de chispas contra los muros; luz que con ruido ensordecedor se despeñaba
por las calles desiguales, formando arroyos de un zafiro o de un nácar trémulo y
cambiante.
Parecía como si la luna llena se hubiese licuado y cayese
a borbotones sobre la ciudad…
Pronto cesó el aguacero y traspusimos las puertas. La
atmósfera iba serenándose.
A los chorros centellantes había sustituido una llovizna
diamantina de un efecto prodigioso.
A poco cesó también ésta y aparecieron las estrellas,
y entonces el espectáculo fue más sorprendente aún: estrellas arriba, estrellas
abajo, estrellas por todas partes.
De las mil gárgolas de la Catedral caían todavía tenues
hilos lechosos. En los encajes seculares de las torres brillaban prendidas millares
de gotas temblonas, como si los gnomos hubiesen enjoyado la selva de piedra. En
los plintos, en los capiteles, en las estatuas posadas sobre las columnas; en las
cornisas, en el calado de las ojivas, en todas las salientes de los edificios, anidaban
glóbulos de luz mate. Los monstruos medievales, acurrucados en actitudes grotescas,
parecían llorar lágrimas estelares.
Y por las calles inclinadas y retorcidas, como un dragón
de ópalo fundido, la linfa brillante huía desenfrenada, saltando aquí en cascadas
de llamas lívidas, bifurcándose allá, formando acullá remansos aperlados en que
se copiaban las eminentes siluetas de los edificios, como en espejos de metal antiguo…
Los habitantes de la ciudad (las mujeres, sobre todo),
que empezaban a transitar por las aceras de viejas baldosas ahora brillantes, llevaban
los cabellos enjoyados por la lluvia cintiladora.
Y un fulgor misterioso, una claridad suave y enigmática
se desparramaba por todas partes.
Parecía como si millares de luciérnagas caídas del cielo
batiesen sus alas impalpables.
Absorto por el espectáculo nunca soñado, llegué sin
darme cuenta, y precedido siempre de mi guía, al albergue principal de la ciudad.
En la gran puerta, un hostelero obeso y cordial me miraba
sonriendo y avanzó complaciente para ayudarme a descender de mi cabalgadura, a tiempo
que una doncella rubia y luminosa como todo lo que la rodeaba, me decía desde el
ferrado balcón que coronaba la fachada:
–Bien venida sea su merced a la ciudad de la lluvia
luminosa.
Y su voz era más armoniosa que el oro cuando choca con
el cristal.
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