Wilfredo Machado
Los hombres llegaron a caballo cuando el sol no arrojaba ninguna sombra sobre
la arena y la luz tenía la consistencia del oro derretido. Vestían con cierto lujo.
En el turbante del más viejo refulgía un diamante del tamaño de un higo. Noé observó
que en medio de los caballos –enjaezados lujosamente– traían atado a un viejo camello
de pelo grisáceo con la nariz perforada por una argolla, de la que tiraba un esclavo
tan flaco como el animal. Éste había soportado con resignación todos los maltratos
y abusos que se cometían contra él. Sobre la joroba del camello venía atado un pesado
bulto, oculto bajo una lona grasienta.
Noé dejó a un lado el trabajo y les trajo agua a las
bestias y a los hombres. Miró sus ropas raídas y sintió un poco de vergüenza. El
peor de los caballos vestía mejor que él. Luego se adelantó y haciendo a un lado
el temor se atrevió a preguntar:
–¿En qué puedo ayudar a tan magníficos señores?
El más viejo de los hombres le respondió.
–Hemos recorrido el desierto expuestos al hambre y a
las tormentas de arena para hablar contigo. Sabemos que tu dios –quienquiera que
éste sea– no permite la entrada de los ricos a su reino, y que prefiere hacerse
acompañar por vagos y prostitutas, antes que por dignatarios. En alguna parte se
ha escrito esa estúpida frase que es más fácil hacer pasar a un camello por el ojo
de una aguja que un rico entrar al reino de los cielos. Nosotros hemos venido hasta
aquí para demostrar la pobreza y la locura de tu dios.
Dicho esto, uno de los esclavos desató el bulto del
lomo del camello y comenzó con rápidos movimientos a descubrir la lona sobre la
arena. Al terminar quedó al descubierto una enorme aguja de varios metros, que necesitó
ser movida entre varios hombres.
–Tu dios nunca habló del tamaño de la aguja –dijo uno
de los árabes sonriendo maliciosamente.
–¡Traigan al camello! –finalizó.
Colocaron al animal frente al ojo de la aguja y lo ataron
con una fuerte soga de la argolla. En el otro extremo un esclavo comenzó a tirar
de la cuerda. El camello hundió las patas en la arena y no se movió. Otros esclavos
se sumaron al primero, pero el animal se mantenía como clavado al piso. La sangre
bajaba por la nariz desgarrada y formaba una mancha oscura en el pecho. Entonces
lo golpearon con largas varas de bambú hasta que el camello se derrumbó en silencio
sobre la arena manchada de sangre, sin proferir un solo quejido.
Los árabes se marcharon furiosos.
Noé se acercó al camello y comprobó que aún estaba con
vida. Luego lo recogieron y lo llevaron al Arca. Allí lo curaron y con el tiempo
el camello volvió a ser el de antes. Los que lo conocían tan sólo percibieron algunos
cambios insignificantes en su conducta, como el no acercarse a las mujeres cuando
cosían la ropa de los niños, o los sacos de forraje, que en el pasado le fueron
tan queridos.
De noche, cuando el insomnio no lo dejaba dormir, salía
al desierto, y sin que nadie lo observara, atravesaba –de un lado a otro– el ojo
oxidado de la aguja, que había quedado enterrada en la arena bajo las tinieblas
y la luna. Dios tampoco lo veía porque tenía el sueño muy pesado y el camello saltaba
en silencio, sin hacer el menor ruido.
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