Beatriz Meyer
Trinidad percibió primero su olor. La canícula de la
mañana se concentraba en el cuerpo polvoriento del extraño que le preguntó de golpe:
–¿cuánto? Lo miró sin adivinar las facciones ocultas bajo las capas de caliche que
denunciaban su oficio. Me manda el Güero, oyó la voz y se acordó del contratista
que a veces le enviaba albañiles a horas inmisericordes, cuando el sol calentaba
de más y ni unos pesos para una chela, ni un soplo de aire en medio del marasmo
de coches, gritos, bultos.
Trinidad repasó con un dedo húmedo
la línea en fuga de su media. Cincuenta baros, más el cuarto, dijo, y el hombre
rebuscó en la mochila que llevaba al hombro. Mientras lo guiaba por aceras heridas,
ella pensó sin querer –quizá por ser aquel su primer cliente del día– en su nuca
descubierta, el triste artificio del pelo desmentido en la raíz, la blusa sin mangas
brillando a destiempo, abandonada por la noche, la falda adherida con devoción a
sus nalgas en marcha. Y quién sabe por qué sintió ganas de reír, y después pensó
que de seguro era el calor que ya le bajaba a chorros lentos por las axilas y bordeaba
de humedades la tela delgada de su vestimenta.
Tuvieron que abrirse paso entre
los ambulantes apostados ante la puerta del hotel que los recibió con un bostezo
de humedad pegajosa. En la recepción un señor gordo de grandes bigotes leía una
revista de vaqueros. Trinidad recibió la llave en silencio y el empleado volvió
a la lectura. Subieron por la escalera pringosa. El sonido de sus pasos resonó por
todo lo alto del cubo, como sacudiendo la modorra de los escasos visitantes. Al
llegar al pasillo se toparon con una mujer entrada en carnes que trapeaba con movimientos
lánguidos el piso de mosaicos. Sin variar el ritmo indicó: el siete está listo.
La pareja penetró en la habitación olorosa a creolina y detergente barato. Trinidad
se dirigió al tocador y observó su rostro enrojecido, el rímel que ya formaba un
medio círculo de oscuridad bajo los ojos. Se quitó la blusa, más por aligerar el
calor de su cuerpo que por una concesión al cliente. No era su costumbre, no. Sólo
lo indispensable: las medias, de por sí rasgadas. La falda, a veces, para no arrugarla.
Pero esta mañana ella sentía el sudor escurrir entre sus muslos y ya procedía a
bajar el cierre cuando por el espejo notó que su cliente se había quedado a mitad
de la habitación. No lograba verle los ojos, tanta era la tierra que le cubría la
cara. Adivinó a un hombre joven, por el cuerpo delgado y la timidez de movimientos,
que a esas alturas se habían vuelto un vaivén, una especie de arrullo, como si el
muchacho estuviera dándose valor para desquitar sus ganas y sus cincuenta pesos
en el cuerpo sudoroso y prieto de Trinidad. Estrechaba la mochila contra el pecho.
Como escudo, tal vez. La mujer suspiró al percibir de nuevo el olor reconcentrado
del albañil. Al menos este no está borracho, se dijo. Luego le dio la espalda, en
un acto innecesario de timidez. Con cierta dificultad deslizó la falda por sus piernas.
La prenda cayó, como vencida por la contundencia de los muslos morenos. Al volverse
de frente al muchacho, Trinidad percibió por primera vez la posibilidad de unos
ojos amarillos que la recorrían minuciosamente. Pero tanta cal en el rostro del
cliente dificultaba la confirmación. El polvo grisáceo cubría las mejillas, la nariz
y los ojos como si alguien se hubiera esmerado en camuflar las facciones del joven
para dotarlo del tosco efecto de un recién exhumado. Trinidad giró con gracia sobre
sus talones; luego descendió en busca de la falda, sumida en precaria posición de
derrota. Sintió el temblor de sus carnes, emocionadas por el repentino movimiento.
El muchacho abrió más los ojos. Entonces sí los vio. Ojos de gato, escudriñadores.
Tenían un color extraño, tan diferente de los ojos oscuros de sus clientes de siempre.
Percibió la mirada como un rayo de luz sobre sus piernas, su cadera, su pubis aun
cubierto por el calzón rojo que dejaba al descubierto los meridianos de las nalgas.
La mujer se dio vuelta y casi escuchó el siseo atormentado del muchacho que de seguro
nunca esperó que el precio incluyera el espectáculo de un trasero tan redondo a
esas horas de la mañana.
Un golpe de aire proveniente de
la ventila abierta acarició el cuello de Trinidad. Se desprendió del sostén, qué
caray, si hace tanto calor. Sus pezones se erizaron de gusto al sentir el aire.
Ahora sí, por muy tímido, el otro iría a lo suyo. Se acercó un poco para enfrentar
–cosa rara, ella siempre al grano, sin demoras ni seducciones extras– desde su horizonte
de piel y sudor; los ojos amarillos, la estupefacción. Pasaron varios minutos y
el muchacho no se movía. No tengo tu tiempo, ¿lo hacemos o no?, preguntó un tanto
irritada por la actitud del extraño. De repente pensó que si lo desanimaba el chamaco
le pediría de vuelta sus cincuenta pesos y adiós almuerzo y quién sabe hasta qué
horas, con ese calor los hombres preferían la cantina hasta bien entrada la tarde.
Todavía sin respuesta se encaminó hacia él. ¿Qué pasa, papito, no te gusto?, inquirió
con la ternura rancia de tantas mañanas vacías. Al intentar una caricia sobre el
hombro del joven este reculó, dos pasos, la mochila como escudo. Trinidad no pudo
evitar llevarse al pecho la mano rechazada. Una súbita vergüenza o desconcierto
la sembró en su lugar sobre la alfombra. Pensó en Imelda y en el fulano aquel de
la otra noche, el que le había dado la golpiza con el tubo de fierro, y tantas veces
como le había advertido Trinidad sobre lo peligroso de mezclar las borracheras con
el negocio. Pero eran pasadas las once, pronto sería mediodía, no había bebido ni
una maldita cerveza y el fulano este, aparte de mugroso y maloliente, no se veía
que se le antojara ni un buche de pulque.
–Si quieres me visto y ya, ahí
muere –refunfuñó, ahora sí molesta. El cliente movió la cabeza. La luz amarilla
de los ojos, desasosegada por un instante, recobró su cualidad ambarina. Tan clara
que la mujer dejó de pensar en golpes. También dejó de pensar en la hora, en el
calor. Dejó de pensar. Hasta que la luz se extinguió. El hombre ya no la miraba.
Había vuelto a colocarse la mochila al hombro y ahora sus ojos se posaban sobre
las manos blancuzcas por el yeso y la grava. Para sorpresa de Trinidad, acostumbrada
ya a la atmósfera caliente del cuarto, a la inmovilidad de los cuerpos y del aire,
el hombre enfiló hacia el baño. La mujer escuchó correr el agua de la regadera y
se resignó. El primer cliente del día era importante. Si tenía buena mano le atraería
por lo menos otros 4, con suerte 5 o 6. Era viernes, día de raya, así que tal vez
podría trabajar hasta tarde en la noche. Aprovechó para recostarse un rato. Durante
la jornada tenía pocas oportunidades de descanso. Sobre todo en los días malos,
cuando la lluvia o la lejanía del pago semanal ahuyentaban a la clientela. Entonces
se pasaba las horas de pie, desplazándose de un lugar a otro, desentumeciendo las
piernas por aquello de las várices que todavía no, pero quién sabe y los bonos bajan.
Eso y la piel requemada, las arrugas en torno a ojos y boca, que con un poco de
maquillaje se disfrazan pero no se puede competir con tanta muchachita recién desembarcada
de provincia, trenzas y mirada de susto, quince, dieciséis años y la vieja historia
del novio que las trajo a la gran ciudad con promesas de matrimonio para acabar
caminando las calles en busca del mejor postor.
Trinidad suspiró, olvidando un
momento las caritas morenas, las trenzas reemplazadas por guedejas de colores súbitamente
claros, los clientes que preferían la carne fresca, todavía olorosa a retama, a
humo de leña, a lodo del camino. De cara al techo repasó las grietas de la pintura.
Tantas veces había estado en ese mismo cuarto y ni siquiera recordaba el color de
la colcha, la ubicación de la ventana ni la del armario desvencijado donde a veces
guardaba el bolso o el abrigo con la ilusión de haber llegado a casa. Qué tonta,
se dijo y aguzó el oído. La regadera no corría más. Pero el fulano seguía dentro.
¿Qué se creerá éste? Una ligera somnolencia la invadió. No oyó la puerta del baño
al abrirse, ni vio la estela de vapor que siguió al joven en su camino a la cómoda
donde colocó la mochila.
Trinidad soñaba. El aire de la
ventila abierta le acarició las mejillas y en el sueño tenía los pies desnudos,
salpicados de lodo. Miró el cielo, ese que nadie nunca le señaló ni para bien ni
para mal porque sólo estaba ahí, como estaban las acamayas en el recodo del río,
entre las piedras redondas, como estaban la hierba y las casas de palma, las vacas
y los gritos de otros niños.
El ruido lejano de los autos se
coló de repente y ella ya estaba en el autobús con rumbo a la ciudad, toda ilusiones,
vestido nuevo y caja de cartón por maleta. De ahí en adelante prefirió no mirar
los ojos del primer hombre, el primer billete en la mano de alguien que tampoco
señaló el cielo grisáceo, el paisaje de cables y árboles resecos, la sombra que
se tendió sobre las cosas como ella tendía su cuerpo en las camas de ese hotel de
techos cuarteados, como también se tendía Imelda, la pobre, siempre borracha, siempre
triste, si hasta le pegaban por eso, por borracha y por triste. Una vez le dieron
con un tubo de fierro. Porque se había reído, ella que nunca se reía, sólo cuando
se acordaba de su pueblo y de Juan, el hombre que la perdió, decía. Por eso Trinidad
volvió a sus pies enfangados, al río y las acamayas entre las piedras. No quería
recordar la sonrisa de Imelda con la cabeza rota por un tubo de fierro.
Corría sin rumbo por el campo cuando
un toque suave en sus rodillas la volvió a la realidad de cincuenta pesos más el
cuarto. La luz del mediodía se había instalado en el centro de la habitación, decidida,
como prolongación del río de sus sueños. El vapor de la regadera revoloteaba todavía
en la gravedad del aire. Algo, tal vez un dedo invisible, volvió a rozar su rodilla.
Abrió los ojos, desconcertada. Se incorporó, las manos sobre el pecho, escudo contra
lo inesperado, contra la caricia que ascendía, tímida, por entre sus muslos. Ahí
estaba ya su cliente. Nadie le señaló nunca el cielo, pensó Trinidad, pero ahora
ella podía alzar un poco la cabeza y mirarlo de cerca. La visión de un rostro imberbe
y mudo la hizo estremecer. De repente la calle, el cuarto, el mundo se volvían un
gran silencio, como si el viento se descalzara para caminar sobre su piel y el único
punto real fueran las gotitas de agua vibrando en las pestañas de aquel muchacho,
casi un niño, ojos color membrillo que la miraban como pidiéndole quién sabía qué
camino o fuente, si una mano o un rincón donde la suerte adquiriera las dimensiones
de una ciudad naranja y apacible. La mujer escudriñaba las mejillas doradas, redondas,
y era como si desplegara por primera vez unas alas ocultas, como si un cántaro se
reventara en sus entrañas y esparciera sus aguas al influjo de esa mirada inmensa,
amarilla. Abrió los brazos, flores recién cortadas, y su piel tuvo otra vez olor
a humo para el forastero pronto a entrar en la virgen geografía del hechizo. Con
el instinto de los años guio al joven en su primera muerte, su primer viaje, su
primer regreso. Y lo estrechó gozosa, paciente, sabia. Todavía al final, mientras
recuperaban el aliento, se preguntaba cómo un hombre tan hermoso podía haber tardado
tanto en probarse con una mujer. Nunca había conocido nada como las líneas de ese
cuerpo delgado, la boca de labios carnosos y la nariz de niño bien de aquel muchacho
que respiraba tranquilo hundido en el hueco de su cuello.
–¿Cómo te llamas? –preguntó la
mujer, enternecida al verlo batallar con la hebilla del cinturón.
–Santos –fue la parca respuesta.
Ya para salir, Trinidad recibió
una última mirada de los ojos ambarinos. En la luz de la media tarde reconoció de
nueva cuenta su belleza. Tuvo ganas de reír –de gusto, de tristeza–, pero se contuvo.
Supo sin lugar a dudas que de ahí en adelante ella misma podría señalar las cosas
del cielo. La sonrisa de agradecimiento de Santos se hizo amplia antes de pasar
a ser otra forma de la luz. Luego desapareció tragado por la oscuridad de la escalera.
Silbaba una canción alegre. Trinidad bajó los escalones, el alma y los ánimos apaciguados.
A lo lejos escuchó la carrera jovial, la tonada que insistía en mezclarse con un
ruido metálico, el tipo de sonido que haría un tubo de fierro dentro de una mochila
al pegar de cuando en cuando, de manera inadvertida, contra las paredes anónimas
de un hotel de paso.
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