Amado Nervo
Me
pasa frecuentemente, doctor –dijo el enfermo–, que al ejecutar un acto cualquiera,
paréceme como que ya lo he ejecutado. No sé si usted experimenta alguna vez esta
sensación tan rara y penosa. Hay amigos que afirman, quizá por consolarme, que a
ellos les sucede otro tanto, de vez en cuando. Pero en mí el caso es frecuentísimo.
Hablo, y apenas he pronunciado una frase, recuerdo, con vivacidad punzante, que
ya la he pronunciado otra vez. Veo un objeto, e instantáneamente me doy cuenta de
que ya lo he mirado de la misma suerte, con la misma luz, en el mismo sitio… Le
aseguro, doctor, que esto se vuelve insoportable. Acabaré en un manicomio… Ahora
mismo –prosiguió– siento, recuerdo, estoy seguro de que ya, en otra u otras ocasiones,
he descrito mi enfermedad a usted; sí, a usted, en iguales términos, en la misma
habitación ésta… Usted sonríe, como sonríe ahora. ¡Es horrible! Hasta el chaleco
de piqué labrado que lleva usted lo llevaba entonces. Todo igual. La teoría de las
reencarnaciones pudiera dar una sombra de explicación al caso; pero sólo una sombra,
porque si he vivido ya otras vidas, han sido diferentes… en distintas épocas, con
distintos cuerpos. ¿Por qué entonces veo las mismas cosas?
El doctor se acarició la barba (que usaba en forma de
abanico). Esto de acariciarse la barba es un lugar muy común que viene muy bien
en las narraciones… Se acarició la barba y empezó así:
–El
caso de usted, amigo mío, es demasiado frecuente, aunque esta vez acuse una intensidad
poco común, y tiene dos explicaciones: una fisiológica y otra filosófica.
Según la primera, su sensorio de usted, instantánea,
mecánicamente, registra los fenómenos exteriores que le transmiten las neuronas.
Lo que usted ve u oye, queda fijado en su cerebro con rapidez extraordinaria, gracias
a su sensibilidad especial; pero queda registrado, sin que usted se dé cuenta de
ello. Ahora bien; después de este registro (una fracción de segundo después) usted
se entera de que ve un objeto, de que oye una frase, ya vistos y oídos a hurtadillas
de su conciencia. Entonces, naturalmente, la memoria de usted se acuerda de la impresión
anterior (aunque sea en esa fracción de segundo) a la otra, y este recuerdo le proporciona
a usted la sensación de duplicidad de que me habla. Por tanto –concluyó el doctor–,
no debe alarmarse. El fenómeno, en suma, sólo prueba la excelente conductibilidad
de sus células nerviosas, la diligencia con que se opera la transmisión de sensaciones
entre los sentidos y el cerebro, y significa que tiene usted una naturaleza privilegiada,
que responde admirablemente a toda solicitud exterior.
El enfermo, visiblemente tranquilo, dejó oír un suspiro
de satisfacción.
–¿Y la segunda explicación, doctor? –preguntó.
–La segunda explicación es un poco más honda… Nos la
da todo un sistema filosófico, cuyos patrocinadores han sido hombres de la talla
de un Federico Nietzsche, un Gustavo Lebón y Blanqui. Puede sintetizarse así: Dado
que el tiempo es infinito, y que el número de átomos de que se compone la materia
es limitado, se deduce que los mismos sistemas de combinaciones deben fatalmente
reproducirse; es decir, que el sistema de combinaciones que, al cabo de más o menos
milenarios, le permitió a usted nacer y vivir, tiene que volverse a dar a fortiori,
al cabo de un número N de siglos, de milenarios, de periodos, de ciclos, de lo que
usted guste, ya que, matemáticamente, esas combinaciones, por numerosas que usted
las suponga, no son infinitas. ¿Me entiende usted?
–Sí doctor, perfectamente, pero eso que usted dice es
estupendo.
–Estupendo y lógico, amigo mío.
“El gran Flammarión, en una de sus más sugestivas páginas,
supone que, dada la infinidad de mundos, puede formarse en la infinidad del espacio
un planeta idéntico al nuestro, donde acontezcan idénticas cosas; que pase por idénticos
periodos geológicos, para reproducir la historia de los hombres, sin una tilde de
menos. En ese planeta vuelven a guillotinar a Luis XVI, el 21 de enero de 1793.
“Pero no es necesario ampliar la hipótesis. La teoría
ortodoxamente científica, absolutamente matemática de lo limitado de las combinaciones
atómicas, nos lleva, aún sin salir de este mundo que habitamos, a la inevitable
conclusión de que el concurso de hechos infinitamente pequeños que, dadas tales
o cuales circunstancias produjo al hombre llamado Pedro o Juan, ha producido ese
mismo hombre N veces en la sucesión de los tiempos… y lo producirá todavía. Así
pues, usted como yo, como todos, ha vivido, quién sabe cuántas veces, la misma vida,
y la ha de vivir aún, en el eterno recomenzar de los siglos, simbolizado por la
serpiente que se muerde la cola…
“Pero –exclamó el doctor– basta por hoy de filosofías.
Necesita usted alimentarse bien y a sus horas. Son ya las ocho. Vaya a tomarse los
mismos huevos pasados por agua y la misma leche que se ha bebido usted en tantas
otras existencias idénticas”.
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