Eudora Welty
Era de los modestos, los tímidos, los de cabello pajizo; uno de esos que
preferían siempre esperar a un lado. Con la cabeza baja, veía la hilera de pies
que descansaban junto a los suyos. Más allá estaba la base llena de inscripciones
del surtidor que se alzaba con un rumor atribulado hacia la claridad del día. Los
pies formaban una uve, inmóviles todos. Luego, al final del banco, uno de ellos
empezó a golpear en el suelo, despacio. Hizo una insinuación a un envoltorio de
chicle de un rosa delicado que pasó volando.
Él no levantó los ojos. Cuando el papel se acercó y
arremetió contra su pie, escupió porque tuvo cierta sensación de que lo invitaba
a hacerlo y lo apartó de un puntapié. Llevaba un palillo de dientes en la boca.
Alguien habló.
–¿Irás a la manifestación de las dos?
Howard no miró más arriba de las arrugadas rodilleras
de pana que estaban frente a las suyas.
–¿Manifestación…?
El insípido palillo se le pegaba a los labios; lo que
dijo fue confuso.
Pero rompió al fin el palillo con los dientes y lo escupió.
Aterrizó en la hierba como una tiendecita de campaña. Le sorprendió el hecho, y
su limpieza y destreza escupiendo. Y aquella cosita espantó a todas las palomas.
Le dolieron los ojos cuando de repente alzaron el vuelo arremolinándose, como si
una gran cuchara las revolviera en la claridad del sol. Los cerró sobre sus batientes
alas de cambiante ópalo.
Y luego, con los ojos cerrados, tuvo que pensar en Marjorie.
Ahora, como algo que hubiera desechado, pensar en ella era siempre como una ola
que lo golpeaba cuando estaba cansado, una ola que increíblemente surgía del estancamiento
y la depresión cuando él se sentaba en el parque, cerniéndose sobre su cabeza, palpitando,
cayendo y volviendo sin dejar nada tras de sí.
Se levantó, miró la posición del sol y, lentamente,
inició el regreso hacia ella.
Jadeaba por la subida de los cuatro tramos de escaleras,
y su mano asió el picaporte en la penumbra del pasillo. En cuanto abrió la puerta
se encogió de hombros y tiró el sombrero sobre la cama; así Marjorie no le preguntaría
cómo le había ido cuando fue a buscar trabajo a Columbus Circle; aquel día no había
vuelto para informarse.
Nada se dijeron, y él se sentó en el sofá con las manos
sobre las rodillas. Luego, antes de mirarla a los ojos, se fijó en la silla de la
habitación que nadie usaba; allí estaba el abrigo de Marjorie con una flor en la
solapa. Soltó una silenciosa carcajada desesperada que se convirtió en tos.
–He dado una vuelta a la manzana –dijo Marjorie– y mira
lo que he encontrado.
También ella sólo miraba la flor, llena de orgullo.
Era amarilla clara. La encontró y ya está, pensó Howard, pero se sobresaltó interiormente,
como si ella hubiera desplegado algún poder del espíritu. Él tenía que limitarse
a sentarse y mirarla fijamente, las manos en los bolsillos, buscando un fósforo.
Marjorie se sentó en el pequeño baúl que había junto
a la ventana, el brazo rollizo apoyado en el alféizar; el cabello, suave y corto,
se hinchaba y agitaba de vez en cuando como puntas de cintas sobre la mano torcida
donde descansaba la cabeza. Resultaba difícil recordar, en aquella ciudad de mujeres
oscuras, nerviosas, chillonas, que en Victory, Misisipi, todas las chicas eran como
Marjorie, y que Marjorie era, a su vez, como la casa de él… ¿O la de ella? Algunas
veces, Howard se sentía perdido en aquella pequeña habitación. Ahora Marjorie le
parecía a menudo remota; tal vez fuera el exceso de vida de su cuerpo redondeado,
que le impedía advertir ya la vida aislada y solitaria que la rodeaba, la agobiante
vida que la rodeaba. Él solo podía mirarla… Su aliento silbó un poco entre los labios
entreabiertos, al agitarse en un desasosiego momentáneo.
Howard bajó los ojos y una vez más vio la flor. Brillaba
amarilla, abierta, con vetas y bordes rojo oscuro. Sobre el azul celeste del viejo
abrigo de Marjorie, en la visión ansiosa de Howard empezó a perder su identidad
del tamaño de una flor y a asumir las curvas graduales de una montaña en el horizonte
de un desierto, convirtiéndose las venas en gargantas, los delicados bordes en los
gigantescos labios gastados de un cráter dormido. Le dio un vuelco el corazón…
Sacó la flor del abrigo de Marjorie y arrancó los pétalos,
los desparramó por el suelo y los pisoteó.
Marjorie lo miraba en silencio y, poco a poco, él comprendió
que no había hecho nada, que sólo había tenido una terrible visión. La flor brillaba
aún en el abrigo, al igual que las palomas volaban aún en el parque cuando él tenía
hambre. Se retrepó en el sofá, temblando, con el deseo y la piedad que lo habían
abrumado, y dijo ásperamente:
–¿Cuánto falta para que salgas de cuentas?
–Oh, Howard.
Oh, Howard… así era Marjorie. La suavidad, el reproche…
¿cómo podría parar aquello de una vez?
–¿Qué has dicho? –le preguntó.
–Oh, Howard, ¿es que no puedes hacer tú mismo las cuentas?
No haces más que preguntarlo…
–Tomó una bocanada de aire y dijo–: Será dentro de tres
meses… a finales de agosto.
–Estamos en mayo –le dijo él. ¡Era casi una advertencia!–.
Estamos en mayo.
–Mayo, junio, julio, agosto –enumeró los meses.
–¿Estás segura… ¿Estás segura de que será cuando dices?
–la miró.
–Pues claro, Howard, esas cosas pasan siempre cuando
tienen que pasar. Nada me impedirá tener el niño, eso es seguro… –las lágrimas afluyeron
lentamente a sus ojos.
–¡No llores, Marjorie! –gritó él–. ¡No llores, no llores!
–Aunque tú no lo quieras –concluyó ella.
Él dio un puñetazo en el viejo tapizado granate del
sofá. Sentía que la emoción trepaba rápidamente por su cuerpo, con su perfecta y
extraña agilidad. Impotente, cerró los ojos.
–Espero que encuentres trabajo antes, Howard –dijo ella.
Él se levantó, asombrado: que sea como ella dice. Miró
la habitación de forma inquisitiva, agobiado por la ternura, y sacó con delicadeza
la flor del abrigo.
Con ella en la mano, se acercó a la mujer y se dejó
caer sobriamente en el suelo, a su lado. Tenía los ojos muy abiertos. Le dio la
flor.
Ella murmuró:
–Hace tanto que no estamos juntos.
Y apoyó su mano tranquila y cálida en su cabeza, cubriendo
la raya de su cabello, sujetándolo a su lado, mientras él aspiraba profundas bocanadas
del olor a trébol de su piel tensa y sus muslos hinchados.
¡No es posible!, pensaba él. El tictac del despertador
barato sonaba cada vez más fuerte, mientras hundía la cara contra ella, sintiendo
una desesperación nueva a cada momento en la suavidad marcada por el tiempo y el
pulso de su cuerpo acogedor.
Pero ella hablaba.
–Si te dieran aunque sólo fuera un trabajo de peón durante
los tres meses, podríamos apartar algo de eso para pagar quizá una enfermera, durante
un tiempo, cuando llegue el niño…
Se incorporó de un salto, los músculos tan alterados
por las palabras de Marjorie como si hubieran lanzado un pico contra el pavimento
de Columbus Circle en aquel instante. Sus agudas palabras apagaron la voz susurrante
de ella:
–¿Trabajo? –dijo él con dureza, apartándose de ella,
hablando en voz muy alta desde el centro de la habitación, casi como si copiase
la pose y el tono de los agitadores del parque–. ¿Cuándo trabajé por última vez?
Hace un año… seis meses… allá en Misisipi… ¡Se me ha olvidado! ¡No es tan fácil
como crees tú contar el tiempo! No sabría qué hacer ahora si me dieran trabajo.
¡Se me ha olvidado! Ya todo es pasado… Ya dejé de creer en ello… ya no volverán
a darme trabajo… nunca…
Se detuvo y, por un instante, brilló en su cara una
expresión como si viera un espejismo.
Quizá imaginara ante sí una división regular y constante
del día y la noche, con el desayuno apareciendo por la mañana. Luego, con una risa
leve, retrocedió más aún, hasta dar con la pared, alejándose todo lo posible de
Marjorie, como si ella fuese desleal, ajena, como si estuviera aliada con otras
fuerzas.
–Vamos, Howard, ya ni siquiera tienes la esperanza de
encontrar trabajo –cuchicheó ella.
–Que vayas a tener un niño, que eso sea algo que ha
de suceder, que no puedas andar siempre por ahí con un niño dentro, y que el niño
vaya a nacer de verdad… ¡Eso no significa que vaya a suceder algo más ni que las
cosas vayan a cambiar!
Gritó estas palabras desesperadamente, apoyado en la
pared.
–¡Eso no significa que yo vaya a encontrar trabajo!
¡No significa que no vayamos a morirnos de hambre!
Con un gesto de angustia había sacado el monedero de
cuero del bolsillo y lo balanceaba violentamente hacia delante y hacia atrás.
–¡Quizá no lo sepas, pero tú eres lo único en el mundo
que no se ha detenido!
El monedero, como un pendulito, aminoró el balanceo
en su mano. Howard la miró atentamente y luego su boca se paralizó, abierta, y él
se quedó allí, sosteniendo el monedero en las palmas de las manos lo más quietas
posible.
Pero Marjorie seguía sentada, sin el menor desaliento,
con la cabeza vuelta hacia un lado. Su plenitud parecía no haber tocado jamás el
cuerpo de él. Howard, en su lejanía, apoyado en la pared, contemplaba el mundo de
seguridad y fertilidad y comodidad de ella, diferenciada para siempre, segura y
esperanzada con el embarazo, como si le pareciese extraño también que este mundo
no debiese sufrir.
–¿Has podido comer algo? –le preguntaba ella.
Se quedó asombrado, y enseguida la odió. ¡Desde su seguridad,
le preguntaba por el hambre y la debilidad! Arrojó con fuerza el monedero, que golpeó
el suelo como el cuerpo de un pájaro herido.
Estaba vacío.
Howard caminó con paso inseguro por la habitación y
se acercó a la cocina. Cogió una cazuela torcida, limpia y pequeña y volvió a dejarla.
La habían llevado con ellos a todas partes, de cuarto en cuarto. Su mano recorrió
los objetos de la repisa como si estuviese ciego. Agarró el cuchillo grande.
Empuñándolo con suavidad, se volvió hacia Marjorie.
–¿Qué vas a hacer, Howard? –murmuró ella, con voz paciente
y cantarina, la misma voz de tantas otras veces.
Estaban ya los dos muy lejos, muy separados, remotos.
Como el chispazo de un relámpago, él asió con fuerza el cuchillo y se lo hundió
en el pecho.
La sangre chorreó por el mango y cayó en la mano abierta
que ella tenía en el regazo. ¡Qué extraño!, pensó él, perplejo. Ella seguía apoyada
en el otro brazo, pero debía de haberse apoyado con demasiada fuerza en él, pues,
al poco, la cabeza se le dobló lentamente hasta tocar con la frente el alféizar
de la ventana. El cabello fue cayéndole desde atrás y, en un instante, le caía todo
hacia delante. El brazo que tenía apoyado en el antepecho de la ventana, en posición
alzada, estaba exactamente igual que antes. Tenía los dedos relajados, como si acabara
de dejar caer algo. En las uñas tenía unas marcas como nubecillas blancas. Un perfecto
equilibrio, pensó Howard mirando el brazo de Marjorie. Cuando bajó al fin la vista,
la sangre lo cubría todo, el regazo de Marjorie era como un cuenco.
Sí, sí, claro, pensó; pues todo parecía imposible. Fue
a lavarse las manos. El tictac del reloj le infundía pavor, así que lo tiró por
la ventana. Al cabo de un largo momento lo oyó chocar contra el patio.
Con la cabeza palpitante de súbito dolor, se agachó
y recogió el monedero. Al salir, cerró la puerta con cuidado.
Allí en la ciudad el sol iluminaba las calles con rayos
oblicuos. Se asentaba sobre un delgado gato gris que oteaba frente a un poste de
barbero; al pasar Howard, el gato se lamió escrupulosamente, observándolo. Él se
enderezó bien el sombrero y cruzó entre un grupo de niños que se agolpaban en torno
a una comba, cantando y saltando alrededor de él, con labios colgantes. Cruzó una
calle y un mensajero lo golpeó con la rueda de su bicicleta, pero no le hizo daño.
Siguió caminando por la Sexta avenida bajo la sombra de los raíles elevados de tren
L, recolocándose el sombrero. Las pequeñas ráfagas de viento intentaban arrebatárselo
y llevárselo. ¡Qué lejos habría tenido que ir para cazarlo!
…Llegó junto a un grupo de personas que contemplaban
una máquina en un escaparate. Hacía buñuelos muy despacio. Se acercó a la siguiente
puerta, donde había otro escaparate lleno de estampas en colores de la Virgen María
y casi todas las clases de pájaros y animales, y, debajo de estas, una estantería
llena de cajitas grises de cartón que contenían lavabos y orinales en miniatura,
artículos para bromas, y en la caja del centro una bombilla conectada a un tubo
largo, con un letrero a lápiz: “¡Palpitador, el corazón de imitación! Demuéstrele
que la ama”. Un organillero se quitó el sombrero e interpretó “Valencia”.
Siguió su camino y en un portal vio al subastador inclinarse
con gesto sugerente y blandir un par de palmatorias doradas a unos hombres que lanzaban
bocanadas de humo directamente hacia las alas de sus sombreros. Pasó por otro lugar,
con las mismas estampas de la Virgen prendidas con alfileres al paramento de la
puerta, por si no las hubieran visto la primera vez. En una mesa polvorienta, junto
a su mano, vio un pisapapeles que era una bola de cristal. Estiró la mano con tímida
alegría y lo acarició, era muy pequeño y redondo. Contenía una pequeña escena compuesta
con trozos de material de colores, una tierra clara bajo el cristal; le habría gustado
estar allí. Le hizo sonreír: todo parecía empequeñecido, iluminado, floreciendo,
no demasiado grande. Dio la vuelta a la bola con una especie de instinto, y con
conmovida sumisión y piedad vio el paisaje inundado de nieve. Quedó un instante
fascinado, y luego, al advertir de repente el gran tamaño de su persona, dejó el
pisapapeles en su sitio y se quedó temblando en la puerta. Un transeúnte le puso
en la palma abierta una moneda de veinticinco centavos.
De repente se encontró en el túnel de un metro. A lo
largo de la pared de azulejos se leía “Dios me ve, Dios me ve, Dios me ve, Dios
me ve”… cuatro veces por donde él pasó. Leyó los carteles,
“Entrada” y “Sólo salida”; alguien había escrito “¡Locos!”
bajo ambas palabras. Se contempló en el espejo de una máquina de chicles y se enderezó
el sombrero antes de entrar en el vagón.
Una vez dentro miró por encima de las cabezas de los
pasajeros las imágenes de los anuncios y vio varias parejas abrazadas y sonriendo.
Pasó un vagabundo con bastón y cantó “Deja que te llame Corazón” como un ciego;
también a él le dieron una moneda de veinticinco centavos. Cuando bajó del metro
un guardia le dijo que anduviera con cuidado. Se sujetó el sombrero, allá abajo
también soplaba el viento, silbaba por las vías tras los trenes. Subió las escaleras
entre dos viejas y cálidas judías.
Arriba, entró en un bar y bebió un whisky y, aunque
no podía pagarlo, le sobraban cinco centavos del viaje en metro. Oyó a su espalda
el rumor de una máquina tragaperras. Se acercó y se quedó un rato entre dos tipos
de aspecto amistoso, y luego metió la moneda de cinco centavos. Las muchas monedas
que brotaron repiqueteando por el agujero le hicieron marearse. Le cayeron por encima
de las piernas y retrocedió contra la polvorienta cortina roja. Se le cayó al suelo
el sombrero. Todos se abalanzaban a cogerlo, y algunos le dieron puñados de monedas
y lo invitaron a beber. Uno de ellos dijo:
–Amigo, no deberías desatar el infierno de este modo.
Era un sureño. Howard aceptó que todos bebieran y que
su fortuna les perteneciese a todos.
Pero después de caminar por la calle un rato, aún no
se le ocurría adónde ir. Decidió probar en la oficina de empleo, con la señorita
Ferguson. La señorita Ferguson lo conocía, tenía la vieja costumbre de subir hasta
allí a verla.
Entró en la oficina. Vio a la señorita Ferguson a través
de la puerta, escribiendo a máquina, como siempre.
–¡Eh, señorita Ferguson! –dijo suavemente, echándose
hacia delante con toda confianza.
Luego se incorporó, dispuesto a quitarse el sombrero,
pero ella siguió escribiendo a máquina.
–¡Eh, señorita Ferguson!
Entró en el despacho una mujer que no lo conocía de
nada.
–¿Recibió usted la tarjeta avisándole que viniera? –le
preguntó.
–Señorita Ferguson –repitió él, atisbando por un lado
del brazo rojo de la mujer, para no dejar de mirarla.
–La señorita Ferguson está ocupada –dijo la mujer del
brazo rojo. ¡Si al menos pudiera contarle a la señorita Ferguson todo, todo lo que
le había pasado en la vida!, pensaba Howard.
Entonces la cosa se aclararía y la señorita Ferguson
escribiría una nota en una tarjetita, y se la daría, le diría exactamente adónde
podía ir y lo que podía hacer.
Cuando la mujer del brazo rojo salió de la oficina,
Howard intentó ganarse a la señorita Ferguson. A veces era muy comprensiva.
–Alguien me dijo que usted sabía escribir muy bien a
máquina –dijo con voz dulce, en tono de felicitación.
La señorita Ferguson alzó la vista.
–Sí, así es. Sé escribir a máquina –corroboró, y siguió
haciéndolo.
–Tengo que contarle una cosa –dijo Howard. Y sonrió.
–En otra ocasión –contestó la señorita Ferguson por
encima del rumor de las teclas–. Ahora estoy ocupada. Será mejor que se vaya a casa
y la duerma, ¿eh?
Howard dejó caer el brazo. Esperó e intentó impacientemente
dar con una respuesta. Miró el dispensador de agua, donde flotaban diminutas burbujas
de aire, pero no se le ocurrió nada.
Levantó el sombrero con una extraña gallardía, que podría
haber parecido orgullo.
–¡Adiós, señorita Ferguson!
Y volvió a la calle.
Siguió avanzando, alejándose. Era tarde cuando entró
en una gran galería, y mientras pasaba detrás de alguien por un molinete libre,
una mujer se acercó a él y dijo:
–Es usted la persona diez millones que entra en Radio
City, y hablará usted por una cadena nacional roja y azul de la NBC esta tarde a
las seis en punto, hora de la costa este. ¿Cómo se llama usted, cuál es su dirección
y su número de teléfono? ¿Está usted casado? Acepte estas rosas y la llave de la
ciudad.
Le dio una llave voluminosa y pesada y un ramo de rosas
rojas. Intentó devolvérselas, pero ella no esperó ni un segundo. Un corro de hombres
de rostros aguileños le apuntaban con sus cámaras y todos lo fotografiaron, hubo
muchos destellos de flashes.
–¿En qué trabaja usted?
–¿Está usted casado?
Casi en su misma cara, una mujer enorme, con plumosas
pieles y con un alambrito marrón en un diente, escuchaba, y otros esperaban detrás
de ella.
Él buscó una salida, y cuando no miraban consiguió zafarse
y salir corriendo.
Bajó corriendo por la Sexta avenida lo más deprisa posible,
aterrado, las rosas balanceándose como cabezas en su brazo, la llave sobresaliendo
en el costado. Con la mano libre se sujetaba firmemente el sombrero. Portales y
cruces se quedaban atrás como en un borrón. Advirtió que pasaba junto a un restaurante,
todo iluminado, pero ya era demasiado tarde para tener hambre. Sólo quería llegar
a casa. Le costaba trabajo ver, pero el tráfico parecía detenerse suavemente cuando
él pasaba corriendo como un rayo; los caballos se detenían bajo los raíles del tren
L, y los vehículos se contraían con amabilidad, formando una especie de fuelle delante
de él. La gente parecía desvanecerse a su paso. Pensó que quizá estuviera muerto
y ahora, al final, todo y todos le temiesen.
Cuando llegó a su calle estaba sin aliento. Había niños
jugando. Le tenían miedo y lo dejaron pasar. Entró en el patio corriendo y, una
vez allí, se paró en seco.
Vio el despertador.
Estaba en el suelo, con la esfera hacia abajo, y esparcidos
a su alrededor en todas direcciones había muelles, ruedecillas y trozos de cristal.
Se agachó y contempló las piececitas.
Por fin subió las escaleras. Al principio intentó abrir
la puerta con la llave de la ciudad. Pero la puerta no estaba cerrada con llave.
Entró y miró hacia la ventana, y allí seguía Marjorie, sobre el pequeño baúl. Le
llegó entonces la intensa fragancia de las rosas. Golpeó sus suaves pétalos. El
brazo de Marjorie se había caído. Se había roto el equilibrio perfecto y su mano
colgaba por fuera de la ventana, como para atrapar el viento.
Luego Howard advirtió que todo se había detenido. Era
exactamente como él había temido, exactamente como había soñado. Había tenido un
sueño que se había hecho realidad.
Retrocedió despacio, salió del cuarto y bajó corriendo
las escaleras.
La primera persona que vio en la esquina de la calle
era un policía que miraba volar las palomas.
Se acercó a él y se quedó a su lado.
–¿Sabe usted lo que hay allí arriba, en aquella habitación?
–preguntó al fin.
Le turbaba preguntarle algo a un policía con aquellas
flores tan hermosas en la mano.
–¿Qué hay? –preguntó a su vez el policía.
Howard inclinó la cabeza y hundió la cara en las rosas.
–Una mujer muerta. Marjorie está muerta.
Aunque la señal del cruce de calles estaba justo sobre
sus cabezas, y en el aire donde las palomas volaban las campanadas de un reloj daban
las seis, por un instante ni siquiera el policía pareció estar seguro de la hora
y el lugar en que estaban, pues tuvo que mirar su reloj y las cosas que llevaba
en el bolsillo.
–¡Oh! ¡Caramba! –decía el policía mientras Howard, perplejo,
miraba a un lado y a otro.
Lo observaba con firmeza, memorizando para siempre la
indescriptible y polvorienta figura de grandes ojos grises y cabello pajizo.
–Y supongo que las gotas rojas de sus pantalones son
pétalos de rosa, ¿verdad?
Al fin asió al hombre de mirada fija por el brazo.
–No tengas miedo, muchachote. Yo subiré contigo –dijo.
Dieron la vuelta y se encaminaron hacia la casa, codo
con codo. Cuando las rosas se desprendieron de los dedos de Howard y fueron cayendo
de cabeza a lo largo de la acera, las niñas corrieron a cogerlas furtivamente y
se las pusieron en el pelo.
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