Juan José Arreola
El lujoso ejemplar en cuarto
mayor con pastas de cuero repujado, tenue de olor a tinta recién impresa en fino
papel de Holanda, cayó como una pesada lápida mortuoria sobre el pecho de la baronesa
viuda de Büssenhausen.
La
noble señora leyó entre lágrimas la dedicatoria de dos páginas, compuesta en reverentes
unciales germánicas. Por consejo amistoso, ignoró los cincuenta capítulos de la
Historia comparada de las relaciones sexuales, gloria imperecedera de su
difunto marido, y puso en un estuche italiano aquel volumen explosivo.
Entre
los libros científicos redactados sobre el tema, la obra del barón Büssenhausen
se destaca de modo casi sensacional, y encuentra lectores entusiastas en un público
cuya diversidad mueve a envidia hasta a los más austeros hombres de estudio. (La
traducción abreviada en inglés ha sido un best-seller.)
Para
los adalides del materialismo histórico, este libro no es más que una enconada refutación
de Engels. Para los teólogos, el empeño de un luterano que dibuja en la arena del
hastío círculos de esmerado infierno. Los psicoanalistas, felices, bucean un mar
de dos mil páginas de pretendida subconciencia. Sacan a la superficie datos nefandos:
Büssenhausen es el pervertido que traduce en su lenguaje impersonal la historia
de un alma atormentada por las más extraviadas pasiones. Allí están todos sus devaneos,
ensueños libidinosos y culpas secretas, atribuidos siempre a inesperadas comunidades
primitivas, a lo largo de un arduo y triunfante proceso de sublimación.
El
reducido grupo de los antropólogos especialistas niega a Büssenhausen el nombre
de colega. Pero los críticos literarios le otorgan su mejor fortuna. Todos están
de acuerdo en colocar el libro dentro del género novelístico, y no escatiman el
recuerdo de Marcel Proust y de James Joyce. Según ellos, el barón se entregó a la
búsqueda infructuosa de las horas perdidas en la alcoba de su mujer. Centenares
de páginas estancadas narran el ir y venir de un alma pura, débil y dubitativa,
del ardiente Venusberg conyugal a la gélida cueva del cenobita libresco.
Sea
de ello lo que fuere, y mientras viene la calma, los amigos más fieles han tendido
alrededor del castillo Büssenhausen una afectuosa red protectora que intercepta
los mensajes del exterior. En las desiertas habitaciones señoriales la baronesa
sacrifica galas todavía no marchitas, pese a su edad otoñal. (Es hija de un célebre
entomólogo, ya desaparecido, y de una poetisa que vive).
Cualquier
lector medianamente dotado puede extraer de los capítulos del libro más de una conclusión
turbadora. Por ejemplo, la de que el matrimonio surgió en tiempos remotos como un
castigo impuesto a las parejas que violaban el tabú de endogamia. Encarcelados en
el borne, los culpables sufrían las inclemencias de la intimidad absoluta,
mientras sus prójimos se entregaban afuera a los irresponsables deleites del más
libre amor.
Dando
muestra de fina sagacidad, Büssenhausen define el matrimonio como un rasgo característico
de la crueldad babilonia. Y su imaginación alcanza envidiable altura cuando nos
describe la asamblea primitiva de Samarra, dichosamente prehamurábica. El rebaño
vivía alegre y despreocupado, distribuyéndose el generoso azar de la caza y la cosecha,
arrastrando su tropel de hijos comunales. Pero a los que sucumbían al ansia prematura
o ilegal de posesión, se les condenaba en buena especie a la saciedad atroz del
manjar apetecido.
Derivar
de allí modernas conclusiones psicológicas es tarea que el barón realiza, por así
decirlo, con una mano en la cintura. El hombre pertenece a una especie animal llena
de pretensiones ascéticas. Y el matrimonio, que en un principio fue castigo formidable,
se volvió poco después un apasionado ejercicio de neuróticos, un increíble pasatiempo
de masoquistas. El barón no se detiene aquí. Agrega que la civilización ha hecho
muy bien en apretar los lazos conyugales. Felicita a todas las religiones que convirtieron
el matrimonio en disciplina espiritual. Expuestas a un roce continuo, dos almas
tienen la posibilidad de perfeccionarse hasta el máximo pulimento, o de reducirse
a polvo.
“Científicamente
considerado, el matrimonio es un molino prehistórico en el que dos piedras ruejas
se muelen a sí mismas, interminablemente, hasta la muerte”. Son palabras textuales
del autor. Le faltó añadir que a su tibia alma de creyente, porosa y caliza, la
baronesa oponía una índole de cuarzo, una consistencia de valquiria. (A estas horas,
en la soledad de su lecho, la viuda gira impávidas aristas radiales sobre el recuerdo
impalpable del pulverizado barón).
El
libro de Büssenhausen podría ser fácilmente desdeñado si sólo contuviera los escrúpulos
personales y las represiones de un marido chapado a la antigua, que nos abruma con
sus dudas acerca de que podamos salvarnos sin tomar en cuenta el alma ajena, presta
a sucumbir a nuestro lado, víctima del aburrimiento, de la hipocresía, de los odios
menudos, de la melancolía perniciosa. Lo grave está en que el barón apoya con una
masa de datos cada una de sus divagaciones. En la página más descabellada, cuando
lo vemos caer vertiginosamente en un abismo de fantasía, nos sale de pronto con
una prueba irrefutable entre sus manos de náufrago. Si al hablar de la prostitución
hospitalaria Malinowski le halla en las islas Marquesas, allí está para servirle
Alf Theodorsen desde su congelada aldea de lapones. No caben dudas al respecto.
Si el barón se equivoca, debemos confesar que la ciencia se pone curiosamente de
acuerdo para equivocarse con él. A la imaginación creadora y desbordante de un Lévy-Brühl,
añade la perspicacia de un Frazer, la exactitud de un Wilhelm Eilers, y de vez en
cuando, por fortuna, la suprema aridez de un Franz Boas.
Sin
embargo, el rigor científico del barón decae con frecuencia y da lugar a ciertas
páginas de gelatina. En más de un pasaje la lectura es sumamente penosa, y el volumen
adquiere un peso visceral, cuando la falsa paloma de Venus bate alas de murciélago,
o cuando se oye el rumor de Píramo y Tisbe que roen, cada uno por su lado, un espeso
muro de confitura. Nada más justo que perdonar los deslices de un hombre que se
pasó treinta años en el molino, con una mujer abrasiva, de quien lo separaban muchos
grados en la escala de la dureza humana.
Desoyendo
la algarabía escandalizada y festiva de los que juzgan la obra del barón como un
nuevo resumen de historia universal, disfrazado y pornográfico, nosotros nos unimos
al reducido grupo de los espíritus selectos que adivinan en la Historia comparada
de las relaciones sexuales una extensa epopeya doméstica, consagrada a una mujer
de temple troyano. La perfecta casada en cuyo honor se rindieron miles y miles de
pensamientos subversivos, acorralados en una dedicatoria de dos páginas, compuesta
en reverentes unciales germánicas: la baronesa Gunhild de Büssenhausen, née condesa
de Magneburg-Hohenheim.
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