martes, 19 de diciembre de 2023

Los novios

Francisco Rojas González

 

Él era de Bachajón, venía de una familia de alfareros; sus manos desde niñas habían aprendido a redondear la forma, a manejar el barro con tal delicadeza, que cuando moldeaba, más parecía que hiciera caricias. Era hijo único, mas cierta inquietud nacida del alma lo iba separando día a día de sus padres, llevado por un dulce vértigo… Hacía tiempo que el murmullo del riachuelo lo extasiaba y su corazón tenía palpitaciones desusadas; también el aroma a miel de abejas de la flor de pascua había dado por embelesarlo y los suspiros acurrucados en su pecho brotaban en silencio, a ocultas, como aflora el desasosiego cuando se ha cometido una falta grave… A veces se posaba en sus labios una tonadita tristona, que él tarareaba quedo, tal si saboreara egoístamente un manjar acre, pero gratísimo. “Ese pájaro quiere tuna” –comentó su padre cierto día, cuando sorprendió el canturreo.

El muchacho lleno de vergüenza no volvió a cantar; pero el padre –Juan Lucas, indio tzeltal de Bachajón– se había adueñado del secreto de su hijo.

 

Ella también era de Bachajón; pequeña, redondita y suave. Día con día, cuando iba por agua al riachuelo, pasaba frente al portalillo de Juan Lucas… Ahí un joven sentado ante a una vasija de barro crudo, un cántaro redondo y botijón, al que nunca daban fin aquellas manos diestras e incansables…

Sabe Dios cómo una mañanita chocaron dos miradas. No hubo ni chispa, ni llama, ni incendio después de aquel tope, que apenas si pudo hacer palpitar las alas del petirrojo anidado entre las ramas del granjeno que crecía en el solar.

Sin embargo, desde entonces, ella acortaba sus pasos frente a la casa del alfarero y de ganchete arriesgaba una mirada de urgidas timideces.

Él, por su parte, suspendía un momento su labor, alzaba los ojos y abrazaba con ellos la silueta que se iba en pos del sendero, hasta perderse en el follaje que bordea el río.

 

Fue una tarde refulgente, cuando el padre –Juan Lucas, indio tzeltal de Bachajón– hizo a un lado el torno en que moldeaba una pieza… Siguió con la suya la mirada de su muchacho, hasta llegar al sitio en que éste la había clavado… Ella, el fin, el designio, al sentir sobre sí los ojos penetrantes del viejo, quedó petrificada en medio de la vereda. La cabeza cayó sobre el pecho, ocultando el rubor que había en sus mejillas.

–¿Esa es? –preguntó en seco el anciano a su hijo.

–Sí –respondió el muchacho, y escondió su desconcierto en la reanudación de la tarea.

 

El “Prencipal”, un indio viejo, venerable de años e imponente de prestigios, escuchó solícito la demanda de Juan Lucas:

–El hombre joven, como el viejo, necesitan la compañera, que para el uno es flor perfumada y para el otro, bordón… Mi hijo ya ha puesto sus ojos en una.

–Cumplamos la ley de Dios y démosle goce al muchacho como tú y yo, Juan Lucas, lo tuvimos un día… ¡Tú dirás lo que se hace!

–Quiero que pidas a la niña para mi hijo.

–Ése es mi deber como “Prencipal”… Vamos, ya te sigo, Juan Lucas.

 

Frente a la casa de la elegida, Juan Lucas, cargado con una libra de chocolate, varios manojos de cigarros de hoja, un tercio de leña y otro de “ocote”, aguarda, en compañía del “Prencipal” de Bachajón, que los moradores del jacal ocurran a la llamada que han hecho sobre la puerta.

A poco, la etiqueta indígena todo lo satura:

–Ave María Purísima del Refugio –dice una voz que sale por entre las rendijas del jacal.

–Sin pecado original concebida –responde el “Prencipal”.

La puertecilla se abre. Gruñe un perro. Una nube de humo atosigante recibe a los recién llegados que pasan al interior; llevan sus sombreros en la mano y caravanean a diestro y siniestro.

Al fondo de la choza, la niña motivo del ceremonial acontecimiento echa tortillas. Su cara, enrojecida por el calor del fuego, disimula su turbación a medias, porque está inquieta como tórtola recién enjaulada; pero acaba por tranquilizarse frente al destino que de tan buena voluntad le están aparejando los viejos.

Cerca de la puerta el padre de ella, Mateo Bautista, mira impenetrable a los recién llegados. Bibiana Petra, su mujer, gorda y saludable, no esconde el gozo y señala a los visitantes dos piedras para que se sienten.

–¿Sabes a lo que venimos? –pregunta por fórmula el “Prencipal”.

–No –contesta mintiendo descaradamente Mateo Bautista–. Pero de todas maneras mi pobre casa se mira alegre con la visita de ustedes.

–Pues bien, Mateo Bautista, aquí nuestro vecino y prójimo Juan Lucas pide a tu niña para que le caliente el tapexco a su hijo.

–No es mala la respuesta… pero yo quiero que mi buen prójimo Juan Lucas no se arrepienta algún día: mi muchachita es haragana, es terca y es tonta de su cabeza… Prietilla y chata, pues, no le debe nada a la hermosura… No sé, la verdad, que le han visto…

–Yo tampoco –tercia Juan Lucas– he tenido inteligencia para hacer a mi hijo digno de suerte buena… Es necio al querer cortar para él una florecita tan fresca y olorosa. Pero la verdad es que al pobre se le ha calentado la mollera y mi deber de padre es, pues…

En un rincón de la casucha Bibiana Petra sonríe ante el buen cariz que toman las cosas: habrá boda, así se lo indica con toda claridad la vehemencia de los padres para desprestigiar a sus mutuos retoños.

–Es que la decencia no deja a ustedes ver nada bueno en sus hijos… La juventud es noble cuando se le ha guiado con prudencia –dice el “Prencipal”, recitando algo que ha repetido muchas veces en actos semejantes.

La niña, echada sobre el metate, escucha; ella es la ficha gorda que se juega en aquel torneo de palabras y, sin embargo, no tiene derecho ni siquiera a mirar frente a frente a ninguno de los que en él intervienen.

–Mira, vecino y buen prójimo –agrega Juan Lucas–, acepta estos presentes que en prueba de buena fe yo te oferto.

Y Mateo Bautista, con gran dignidad, remuele las frases de rigor en casos tan particulares.

–No es de buena crianza, prójimo, recibir regalos en casa cuando por primera vez nos son ofrecidos, tú lo sabes… Vayan con Dios.

Los visitantes se ponen en pie. El dueño de la casa ha besado la mano del “Prencipal” y abrazado tiernamente a su vecino Juan Lucas. Los dos últimos salen cargados con los presentes que la exigente etiqueta tzeltal impidió aceptar al buen Mateo Bautista.

La vieja Bibiana Petra está rebosante de gusto: el primer acto ha salido a maravillas.

La muchacha levanta con el dorso de su mano el mechón de pelo que ha caído sobre su frente y se da prisa para acabar de tortear el almud de masa que se amontona a un lado del comal.

Mateo Bautista, silencioso, se ha sentado en cuclillas a la puerta de su choza.

–Bibiana –ordena–, tráeme un trago de guaro.

La rojiza mujer obedece y pone en manos de su marido un jarro de aguardiente. Él empieza a beber despacio, saboreando los sorbos.

 

A la semana siguiente la entrevista se repite. En aquella ocasión, visitantes y visitado deben beber mucho guaro y así lo hacen… Mas la petición reiterada no se acepta y vuélvense a rechazar los presentes, enriquecidos ahora con jabones de olor, marquetas de panela y un saco de sal. Los hombres hablan poco esta vez; es que las palabras pierden su elocuencia frente al protocolo indoblegable.

La niña ha dejado de ir por agua al río –así lo establece el ritual consuetudinario–, pero el muchacho no descansa sus manos sabias en palpitaciones sobre la redondez sugerente de las vasijas.

Durante la tercera visita, Mateo Bautista ha de sucumbir con elegancia… Y así sucede: entonces acepta los regalos con un gesto displicente, a pesar de que ellos han aumentado con un “enredo” de lana, un “huipil” bordado con flores y mariposas de seda, aretes, gargantilla de alambre y una argolla nupcial, presentes todos del novio a la novia.

Se habla de fechas y de padrinos. Todo lo arreglan los viejos con el mejor tacto.

La niña sigue martajando maíz en el metate, su cara encendida ante el impío rescoldo está inmutable; escucha en silencio los planes, sin darse por ello descanso: muele y tortea, tortea y muele de la mañana a la noche.

El día está cercano. Bibiana Petra y su hija han pasado la noche en vela. A la “molienda de boda” han concurrido las vecinas, que rodean a la prometida, obligada por su condición a moler y tortear la media arroba de maíz y los cientos de tortillas que se consumirán en el comelitón nupcial. Mateo Bautista ha llegado con dos garrafones de guaro, y la casa, barrida y regada, espera el arribo de la comitiva del novio.

Ya están aquí. Él y ella se miran por primera vez a corta distancia. La muchacha sonríe modosa y pusilánime; él se pone grave y baja la cabeza, mientras rasca el piso con su guarache chirriante de puro nuevo.

El “Prencipal” se ha plantado en medio del jacal. Bibiana Petra riega pétalos de rosa sobre el piso. La chirimía atruena, mientras los invitados invaden el recinto.

Ahora la pareja se ha arrodillado humildemente a los pies del “Prencipal”. La concurrencia los rodea. El “Prencipal” habla de derechos para el hombre y de sumisiones para la mujer… de órdenes de él y de acatamientos por parte de ella. Hace que los novios se tomen de manos y reza con ellos el padrenuestro… La desposada se pone en pie y va hacia su suegro –Juan Lucas, indio tzeltal de Bachajón– y besa sus plantas. Él la alza con comedimiento y dignidad y la entrega a su hijo.

Y, por fin, entra en acción Bibiana Petra… Su papel es corto, pero interesante.

–Es tu mujer –dice con solemnidad al yerno– …cuando quieras, puedes llevarla a tu casa para que te caliente el tapexco.

Entonces el joven responde con la frase consagrada:

–Bueno, madre, tú lo quieres…

La pareja sale lenta y humilde. Ella va tras él como una corderilla.

Bibiana Petra, ya fuera del protocolo, llora enternecida, a la vez que dice:

–Va contenta la muchacha… Muy contenta va mi hija, porque es el día más feliz de su vida. Nuestros hombres nunca sabrán lo sabroso que nos sabe a las mujeres cambiar de metate…

 

Al torcer el vallado espinudo, él toma entre sus dedos el regordete meñique de ella, mientras escuchan, bobos, el trino de un jilguero.

 

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