Francisco Rojas González
Él era de Bachajón, venía de una familia de alfareros; sus manos desde niñas
habían aprendido a redondear la forma, a manejar el barro con tal delicadeza, que
cuando moldeaba, más parecía que hiciera caricias. Era hijo único, mas cierta inquietud
nacida del alma lo iba separando día a día de sus padres, llevado por un dulce vértigo…
Hacía tiempo que el murmullo del riachuelo lo extasiaba y su corazón tenía palpitaciones
desusadas; también el aroma a miel de abejas de la flor de pascua había dado por
embelesarlo y los suspiros acurrucados en su pecho brotaban en silencio, a ocultas,
como aflora el desasosiego cuando se ha cometido una falta grave… A veces se posaba
en sus labios una tonadita tristona, que él tarareaba quedo, tal si saboreara egoístamente
un manjar acre, pero gratísimo. “Ese pájaro quiere tuna” –comentó su padre cierto
día, cuando sorprendió el canturreo.
El muchacho lleno de vergüenza no volvió a cantar; pero
el padre –Juan Lucas, indio tzeltal de Bachajón– se había adueñado del secreto de
su hijo.
Ella también era de Bachajón; pequeña, redondita y suave. Día con día, cuando
iba por agua al riachuelo, pasaba frente al portalillo de Juan Lucas… Ahí un joven
sentado ante a una vasija de barro crudo, un cántaro redondo y botijón, al que nunca
daban fin aquellas manos diestras e incansables…
Sabe Dios cómo una mañanita chocaron dos miradas. No
hubo ni chispa, ni llama, ni incendio después de aquel tope, que apenas si pudo
hacer palpitar las alas del petirrojo anidado entre las ramas del granjeno que crecía
en el solar.
Sin embargo, desde entonces, ella acortaba sus pasos
frente a la casa del alfarero y de ganchete arriesgaba una mirada de urgidas timideces.
Él, por su parte, suspendía un momento su labor, alzaba
los ojos y abrazaba con ellos la silueta que se iba en pos del sendero, hasta perderse
en el follaje que bordea el río.
Fue una tarde refulgente, cuando el padre –Juan Lucas, indio tzeltal de Bachajón–
hizo a un lado el torno en que moldeaba una pieza… Siguió con la suya la mirada
de su muchacho, hasta llegar al sitio en que éste la había clavado… Ella, el fin,
el designio, al sentir sobre sí los ojos penetrantes del viejo, quedó petrificada
en medio de la vereda. La cabeza cayó sobre el pecho, ocultando el rubor que había
en sus mejillas.
–¿Esa es? –preguntó en seco el anciano a su hijo.
–Sí –respondió el muchacho, y escondió su desconcierto
en la reanudación de la tarea.
El “Prencipal”, un indio viejo, venerable de años e imponente de prestigios,
escuchó solícito la demanda de Juan Lucas:
–El hombre joven, como el viejo, necesitan la compañera,
que para el uno es flor perfumada y para el otro, bordón… Mi hijo ya ha puesto sus
ojos en una.
–Cumplamos la ley de Dios y démosle goce al muchacho
como tú y yo, Juan Lucas, lo tuvimos un día… ¡Tú dirás lo que se hace!
–Quiero que pidas a la niña para mi hijo.
–Ése es mi deber como “Prencipal”… Vamos, ya te sigo,
Juan Lucas.
Frente a la casa de la elegida, Juan Lucas, cargado con una libra de chocolate,
varios manojos de cigarros de hoja, un tercio de leña y otro de “ocote”, aguarda,
en compañía del “Prencipal” de Bachajón, que los moradores del jacal ocurran a la
llamada que han hecho sobre la puerta.
A poco, la etiqueta indígena todo lo satura:
–Ave María Purísima del Refugio –dice una voz que sale
por entre las rendijas del jacal.
–Sin pecado original concebida –responde el “Prencipal”.
La puertecilla se abre. Gruñe un perro. Una nube de
humo atosigante recibe a los recién llegados que pasan al interior; llevan sus sombreros
en la mano y caravanean a diestro y siniestro.
Al fondo de la choza, la niña motivo del ceremonial
acontecimiento echa tortillas. Su cara, enrojecida por el calor del fuego, disimula
su turbación a medias, porque está inquieta como tórtola recién enjaulada; pero
acaba por tranquilizarse frente al destino que de tan buena voluntad le están aparejando
los viejos.
Cerca de la puerta el padre de ella, Mateo Bautista,
mira impenetrable a los recién llegados. Bibiana Petra, su mujer, gorda y saludable,
no esconde el gozo y señala a los visitantes dos piedras para que se sienten.
–¿Sabes a lo que venimos? –pregunta por fórmula el “Prencipal”.
–No –contesta mintiendo descaradamente Mateo Bautista–.
Pero de todas maneras mi pobre casa se mira alegre con la visita de ustedes.
–Pues bien, Mateo Bautista, aquí nuestro vecino y prójimo
Juan Lucas pide a tu niña para que le caliente el tapexco a su hijo.
–No es mala la respuesta… pero yo quiero que mi buen
prójimo Juan Lucas no se arrepienta algún día: mi muchachita es haragana, es terca
y es tonta de su cabeza… Prietilla y chata, pues, no le debe nada a la hermosura…
No sé, la verdad, que le han visto…
–Yo tampoco –tercia Juan Lucas– he tenido inteligencia
para hacer a mi hijo digno de suerte buena… Es necio al querer cortar para él una
florecita tan fresca y olorosa. Pero la verdad es que al pobre se le ha calentado
la mollera y mi deber de padre es, pues…
En un rincón de la casucha Bibiana Petra sonríe ante
el buen cariz que toman las cosas: habrá boda, así se lo indica con toda claridad
la vehemencia de los padres para desprestigiar a sus mutuos retoños.
–Es que la decencia no deja a ustedes ver nada bueno
en sus hijos… La juventud es noble cuando se le ha guiado con prudencia –dice el
“Prencipal”, recitando algo que ha repetido muchas veces en actos semejantes.
La niña, echada sobre el metate, escucha; ella es la
ficha gorda que se juega en aquel torneo de palabras y, sin embargo, no tiene derecho
ni siquiera a mirar frente a frente a ninguno de los que en él intervienen.
–Mira, vecino y buen prójimo –agrega Juan Lucas–, acepta
estos presentes que en prueba de buena fe yo te oferto.
Y Mateo Bautista, con gran dignidad, remuele las frases
de rigor en casos tan particulares.
–No es de buena crianza, prójimo, recibir regalos en
casa cuando por primera vez nos son ofrecidos, tú lo sabes… Vayan con Dios.
Los visitantes se ponen en pie. El dueño de la casa
ha besado la mano del “Prencipal” y abrazado tiernamente a su vecino Juan Lucas.
Los dos últimos salen cargados con los presentes que la exigente etiqueta tzeltal
impidió aceptar al buen Mateo Bautista.
La vieja Bibiana Petra está rebosante de gusto: el primer
acto ha salido a maravillas.
La muchacha levanta con el dorso de su mano el mechón
de pelo que ha caído sobre su frente y se da prisa para acabar de tortear el almud
de masa que se amontona a un lado del comal.
Mateo Bautista, silencioso, se ha sentado en cuclillas
a la puerta de su choza.
–Bibiana –ordena–, tráeme un trago de guaro.
La rojiza mujer obedece y pone en manos de su marido
un jarro de aguardiente. Él empieza a beber despacio, saboreando los sorbos.
A la semana siguiente la entrevista se repite. En aquella ocasión, visitantes
y visitado deben beber mucho guaro y así lo hacen… Mas la petición reiterada no
se acepta y vuélvense a rechazar los presentes, enriquecidos ahora con jabones de
olor, marquetas de panela y un saco de sal. Los hombres hablan poco esta vez; es
que las palabras pierden su elocuencia frente al protocolo indoblegable.
La niña ha dejado de ir por agua al río –así lo establece
el ritual consuetudinario–, pero el muchacho no descansa sus manos sabias en palpitaciones
sobre la redondez sugerente de las vasijas.
Durante la tercera visita, Mateo Bautista ha de sucumbir
con elegancia… Y así sucede: entonces acepta los regalos con un gesto displicente,
a pesar de que ellos han aumentado con un “enredo” de lana, un “huipil” bordado
con flores y mariposas de seda, aretes, gargantilla de alambre y una argolla nupcial,
presentes todos del novio a la novia.
Se habla de fechas y de padrinos. Todo lo arreglan los
viejos con el mejor tacto.
La niña sigue martajando maíz en el metate, su cara
encendida ante el impío rescoldo está inmutable; escucha en silencio los planes,
sin darse por ello descanso: muele y tortea, tortea y muele de la mañana a la noche.
El día está cercano. Bibiana Petra y su hija han pasado
la noche en vela. A la “molienda de boda” han concurrido las vecinas, que rodean
a la prometida, obligada por su condición a moler y tortear la media arroba de maíz
y los cientos de tortillas que se consumirán en el comelitón nupcial. Mateo Bautista
ha llegado con dos garrafones de guaro, y la casa, barrida y regada, espera el arribo
de la comitiva del novio.
Ya están aquí. Él y ella se miran por primera vez a
corta distancia. La muchacha sonríe modosa y pusilánime; él se pone grave y baja
la cabeza, mientras rasca el piso con su guarache chirriante de puro nuevo.
El “Prencipal” se ha plantado en medio del jacal. Bibiana
Petra riega pétalos de rosa sobre el piso. La chirimía atruena, mientras los invitados
invaden el recinto.
Ahora la pareja se ha arrodillado humildemente a los
pies del “Prencipal”. La concurrencia los rodea. El “Prencipal” habla de derechos
para el hombre y de sumisiones para la mujer… de órdenes de él y de acatamientos
por parte de ella. Hace que los novios se tomen de manos y reza con ellos el padrenuestro…
La desposada se pone en pie y va hacia su suegro –Juan Lucas, indio tzeltal de Bachajón–
y besa sus plantas. Él la alza con comedimiento y dignidad y la entrega a su hijo.
Y, por fin, entra en acción Bibiana Petra… Su papel
es corto, pero interesante.
–Es tu mujer –dice con solemnidad al yerno– …cuando
quieras, puedes llevarla a tu casa para que te caliente el tapexco.
Entonces el joven responde con la frase consagrada:
–Bueno, madre, tú lo quieres…
La pareja sale lenta y humilde. Ella va tras él como
una corderilla.
Bibiana Petra, ya fuera del protocolo, llora enternecida,
a la vez que dice:
–Va contenta la muchacha… Muy contenta va mi hija, porque
es el día más feliz de su vida. Nuestros hombres nunca sabrán lo sabroso que nos
sabe a las mujeres cambiar de metate…
Al torcer el vallado espinudo, él toma entre sus dedos el regordete meñique
de ella, mientras escuchan, bobos, el trino de un jilguero.
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