Amparo Dávila
Cuando
mi madre me contó lo que le sucedía, se apoderó de mí una tremenda duda y una preocupación
que iba en aumento, aun cuando yo trataba de no pensar en ello.
Veinte días antes mi madre se había fracturado una pierna
al perder pie en la escalera de nuestra casa. Fue un verdadero triunfo conseguir
una habitación en el Hospital de Santa Rosa, el mejor de todos los sanatorios de
la ciudad. Como yo tenía urgente necesidad de salir de viaje, precisaba acomodar
a mamá en un buen sitio donde disfrutara de toda clase de atenciones y cuidados.
Sin embargo, yo experimentaba remordimientos por dejarla sola en un hospital, agobiada
por el yeso y los dolores de la fractura. Pero mi trabajo en Tractors and Agricultural
Machinery Co. me exigía ese viaje. Como inspector de ventas debía controlar, de
tiempo en tiempo, las diferentes zonas que abarcaban los agentes viajeros, pues
generalmente sucedía que algunos de los vendedores no trabajaban exhaustivamente
sus plazas, en tanto que otros competidores realizaban magníficas ventas. Mi trabajo
me gustaba y la compañía se había mostrado siempre muy generosa conmigo, “valioso
elemento”, según el criterio de los jefes. Me habían otorgado un magnífico sueldo
y me dispensaban muchas consideraciones. En estas circunstancias yo no podía negarme
cuando me necesitaban. La única solución que hallé fue dejar a mi madre en un buen
sanatorio, al cuidado de una enfermera especial.
Durante las tres semanas que duró mi viaje el Hospital
me tuvo al tanto, diariamente, de la salud de mi madre. Las noticias que recibía
eran bastante favorables, con excepción de “un aumento en la temperatura que se
presenta después de medianoche, acompañado de una marcada alteración nerviosa”.
El día de mi regreso me presenté en la oficina tan sólo
para avisar de mi llegada y corrí al Hospital a ver a mamá. Cuando ella me vio lanzó
un extraño grito, que no era una exclamación de sorpresa ni de alegría. Era el grito
que puede dar quien se encuentra en el interior de una casa en llamas y mira aparecer
a un salvador. Así lo sentí yo. Era la hora de la comida. Con gran sorpresa comprobé
que mamá casi no probaba bocado, no obstante que tenía enfrente su platillo favorito:
chuletas de cerdo ahumadas y puré de espinacas. Estaba pálida, demacrada, y sus
manos inquietas y temblorosas delataban el estado de sus nervios. Yo no me explicaba
qué le había sucedido. Siempre había sido una mujer serena, controlada, optimista.
Desde la muerte de mi padre, diez
años atrás, vivíamos solos con la servidumbre en nuestra enorme casa. No obstante
que adoraba a mi padre, logró sobreponerse a su ausencia. Desde entonces nos identificamos
de tal modo que llegamos a ser como una sola persona y jueces severos uno del otro.
Su vida era sencilla y sin preocupaciones económicas. Con la herencia de mi padre
y mi trabajo podíamos vivir con holgura. Los sirvientes se ocupaban totalmente de
la casa, y mi madre disponía de todo su tiempo, el cual distribuía en visitas, compras,
el salón de belleza, bridge una o dos veces por semana, teatro, cine…
En tres semanas mi madre había sufrido un cambio notable.
Era una desconocida. Comprobé entonces aquella alteración nerviosa de la que me
habían informado. Cuando la enfermera salió con la bandeja de la comida, casi intacta,
me dijo de pronto en voz muy baja, pero llena de angustia y desesperación: “Querido
mío, necesito hablarte. Me pasa algo terrible, pero nadie más debe saberlo. Nadie
más ha de darse cuenta. Ven mañana, te lo suplico. A la una de la tarde. Cuando
la enfermera salga a comer podremos hablar”.
La dejé, con la promesa de regresar al día siguiente.
Muy preocupado por el aspecto de mi madre me fui a ver al médico que la atendía.
La señora sufre de un agotamiento nervioso, ocasionado por la impresión de la caída,
el traumatismo inevitable de los accidentes –me dijo, sin darle mucha importancia–.
Yo le expliqué entonces que mi madre nunca se había dejado impresionar a tal punto
por nada.
–Hay que tomar en cuenta también la edad de su madre
–dijo–. Frecuentemente se ven casos de mujeres serenas y controladas que, cuando
llegan a cierta edad, se tornan excitables y sufren manifestaciones histéricas…
Salí del consultorio descontento y nervioso. Las opiniones
del doctor no habían logrado convencerme. Aquella noche no dormí, ni pude ir a la
oficina al día siguiente.
Antes de la una estuve en el hospital. Mamá tenía los
ojos enrojecidos e inflamados los párpados; supuse que había llorado. Al quedarnos
solos me dijo:
–He vivido los días más angustiosos que puedas imaginar.
Y sólo a ti puedo confiar lo que me sucede. Tú serás el único juez que me salve
o me condene –Ser el uno juez del otro lo habíamos jurado al morir mi padre–. Creo
que he perdido la razón –me dijo de pronto, con los ojos llenos de lágrimas–.
Le tomé las manos con ternura.
–Cuéntamelo todo, todo –le supliqué.
–Fue al día siguiente de tu partida, por la noche. Estaba
preparándome para dormir, cuando entró en el cuarto Lulú, la enfermera nocturna,
a darme una medicina que tomo a la medianoche. Recuerdo que me puso la píldora en
la boca con una cucharilla y me ofreció un vaso con agua. Tragué la píldora y en
ese momento, no sé por qué, miré hacia el espejo del ropero y…
Mamá interrumpió bruscamente su relato y se cubrió la
cara con las manos. Traté de calmarla acariciándole los cabellos. Cuando se descubrió
la cara y pude ver sus ojos un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Permanecimos
un rato en silencio como dos extraños, uno frente al otro. No le pregunté lo que
había pasado, ni lo que había visto o creído ver en el espejo. Real o imaginado,
debía ser algo tremendo para lograr desquiciarla hasta ese grado.
–Creo que grité y después perdí el sentido –continuó
diciendo mamá–. A la mañana siguiente pensé que todo había sido un sueño. Pero por
la noche, a la misma hora, volvió a suceder y lo mismo sucede noche a noche…
Después de esta plática con mi madre también yo comencé
a vivir los días más angustiosos de mi existencia. Perdí el interés por mi trabajo;
me sentía cansado y lento. Durante las horas que pasaba en la oficina me convertía
en un autómata. “Creo que he perdido la razón…” El relato interrumpido, la angustia
transformando su rostro, su desesperación, giraban de continuo en mi mente. “Cuando
la enfermera Lulú me dio la pastilla miré hacia el espejo…” Traté de apartar de
su mente el temor que yo mismo empezaba a sentir. Le prometí aclararlo todo y devolverle
la tranquilidad y la confianza en sí misma. Dadas las condiciones en que se encontraba,
los médicos decidieron que necesitaba mayor reposo, y sólo me permitieron visitarla
miércoles y domingos.
Yo pasaba los días y la mayor parte de las noches tratando
de encontrar alguna explicación a todo aquello, y la forma de remediarlo. Un día
pensé que tal vez a mi madre le desagradaba la enfermera Lulú, en forma consciente
o inconsciente, o le recordaba alguna vivencia de su infancia, provocando esto aquella
extraña situación. Inmediatamente fui a ver a la jefa de enfermeras para suplicarle
que cambiara a la enfermera de noche. Creí haber acertado. La señorita Eduwiges
sustituyó a la enfermera Lulú, con gran satisfacción de mi parte. Esto sucedió un
jueves y tuve que esperar hasta el domingo para saber el resultado del cambio.
El domingo desperté temprano y me vestí sin tardanza.
Quería estar a las diez en punto de la mañana en el hospital. Desayuné de prisa,
bastante nervioso. Por el camino compré unos claveles. A mamá le gustaban mucho
las flores y le entusiasmaba que se las obsequiaran.
Se había hecho arreglar con todo cuidado para recibirme,
pero ningún cosmético podía borrar las huellas del tormento interior, que la estaba
consumiendo.
–Y bien –le dije cuando nos quedamos solos– ¿Te ha sido simpática la nueva enfermera?
–Sí. Es educada, atenta, pero…
–¿Pero qué…?
–Sigue sucediendo lo mismo. No es ella ni la otra. Nadie
tiene la culpa, es el espejo, el espejo…
Esto fue todo lo que pude averiguar. Mamá no podía relatarme
más. El solo recuerdo de “aquello” la desquiciaba totalmente. Nunca me había sentido
más deprimido y desesperado que ese domingo, cuando salí del hospital.
Entonces decidí cambiar a mi madre a otro sanatorio,
no obstante que resultaba difícil su traslado y se corría el riesgo de estropear
el yeso. Pero no podía dejarla así, consumiéndose día a día. Tal vez en otro sitio
se tranquilizara y olvidase aquella pesadilla. Su cuarto de hospital era bueno,
de los mejores que había allí. Escrupulosamente limpio y con muebles cuidados y
agradables. Y el espejo era tan sólo el espejo de un ropero. Bajo ningún aspecto
resultaba deprimente aquel cuarto, lleno de luz y soleado, con una ventana al jardín.
Sin embargo, a ella podía no gustarle y predisponer su ánimo para aquella situación.
Durante días busqué, en los ratos que mi trabajo me dejaba libres, un buen lugar
donde llevarla. En los sanatorios de primera no había sitio, y sí muchas solicitudes,
que eran atendidas por riguroso turno. Y en los sanatorios donde encontraba lugar,
los cuartos eran deprimentes y hasta sórdidos. No era posible llevar a mamá, en
el estado en que se hallaba, a un sitio donde sólo se agravaría su trastorno.
Ese día llegué al hospital muy desilusionado. Temía
entrar en el cuarto de mamá y darle la noticia de que no había encontrado dónde
cambiarla. Ella estaba terriblemente pálida y decaída. Parecía la sombra, el recuerdo
de una hermosa y sana mujer. Hablábamos los dos con dificultad, con grandes pausas,
dando vueltas y rodeos, esquivando la verdad. Cuando por fin le dije que no era
posible sacarla de allí, se llevó el pañuelo a la boca y sollozó, lenta y dolorosamente,
como el que sabe que no hay salvación posible. El viento penetraba por la ventana
abierta y era también pesado y sombrío como aquella tarde de octubre. El fuerte
olor de los tilos que llenaba el cuarto me asfixiaba. Ella seguía sollozando, ahora
sordamente. Su dolor y su desesperanza me entorpecían y destrozaban. Haría todo
por salvarla, por no abandonarla en aquel abismo. Sentía que la noche había caído
sobre ella, cubriéndola, y ella se revolvía entre sombras, indefensa, sola…
Resolví entonces permanecer a su lado y rescatarla.
Pedí que me pusieran una cama adicional y avisé que la acompañaría por las noches.
A nadie le sorprendió mi decisión.
Aquella noche, primera que pasé en el hospital con mamá,
cenamos carnero al horno y puré de papa, compota de manzana y café con leche y bizcochos.
Mi madre se había recobrado mucho con mi sola presencia. Cenó con regular apetito.
Después fumamos varios cigarrillos, tal como lo acostumbrábamos en casa, y charlamos
tranquilamente.
Hacia las diez de la noche entró en el cuarto la señorita
Eduwiges para arreglar la cama de mamá y revisar que la pierna fracturada estuviera
en correcta posición para la noche. Yo las observé con gran atención, pero la actitud
de ambas resultaba completamente normal. Miré hacia el espejo. Allí se reflejaba
la imagen de la señorita Eduwiges, alta, muy delgada, casi huesuda. En su cara amable,
enmarcada por sedoso cabello castaño, destacaban los gruesos lentes de miope. El
espejo reflejó por algunos minutos aquella imagen, exacta, fiel…
Mi madre estaba en calma y sin tensión aparente. Seguimos
platicando y haciendo proyectos: nuestra casa necesitaba, desde hacía tiempo, un
buen arreglo. Desde la muerte de papá no le habíamos hecho nada. Yo sugería encomendar
la reparación a un buen arquitecto, pero mamá opinaba que eso nos resultaría muy
costoso y proponía que era mejor conseguir algunos operarios y nosotros mismos dirigir
la obra según nuestro deseo…
Eran pasadas las once de la noche y yo empezaba a sentirme
inquieto ante la proximidad de los acontecimientos. Comencé a desnudarme lentamente
y con todo cuidado para evitar que algún movimiento brusco denunciara mi nerviosidad
y mi madre se diera cuenta. Quería ante todo comunicarle calma. Doblé los pantalones,
siguiendo el hilo de la raya, y los coloqué sobre el respaldo de la silla, junto
con el saco y la camisa. Ya en pijama me tendí sobre la cama sin deshacerla todavía.
Desde allí dominaba, sin ninguna dificultad, la cama de mamá y el espejo.
Después de las once y media mamá comenzó a inquietarse.
Movía las manos constantemente, las apretaba, se las llevaba hacia la cara. Su frente
estaba húmeda. No pudo seguir conversando. Unos minutos antes de las doce de la
noche llegó la señorita Eduwiges, trayendo una charolita con un vaso de agua y una
pastilla en una cuchara. Cuando ella entró me incorporé sobre las almohadas para
observar mejor. Ella llegó hasta la cama de mamá y, a tiempo que le decía: “¿Cómo
se siente la señora?”, le acercaba a la boca la cuchara con la pastilla y hacía
que la tomara. En ese momento mamá gritó. Miré el espejo, allí no se reflejaba la
imagen de Eduwiges. El espejo estaba totalmente deshabitado y oscuro, ensombrecido
de pronto. Sentí que algo se rebullía en mi interior, tal vez el estómago, y se
contraía; después experimenté un gran vacío dentro de mi igual que en el espejo…
–¡Qué pasa señora, qué pasa! –Oí que decía la enfermera.
Yo no podía apartar la vista del espejo. Ahora tenía la casi seguridad de que de
aquel vacío, de aquella nada, iba a surgir algo, no sé qué, pero algo que debía
ser inaudito y terrible, algo cuya vista ni yo ni nadie podría soportar… me sentí
temblar y un sudor frío corrió por mi frente, aquella angustia que empecé a sentir
en el estómago iba creciendo, creciendo, en tal forma que sin poder ya más lancé
un grito ahogado y me cubrí la cara con las manos… Oí que la enfermera salía corriendo.
Haciendo un poderoso esfuerzo llegué hasta la cama de mamá. Ella temblaba de pies
a cabeza. Estaba lívida y su mirada tenía una expresión de extravío. Parecía febril.
Le apreté las manos con fuerza, y ella supo entonces que yo había compartido ya
aquella terrible cosa. En ese momento volvió la enfermera Eduwiges acompañada por
dos médicos.
–Siempre sucede lo mismo, noche tías noche –dijeron
dirigiéndose a mí– a la misma hora se presentan estos trastornos.
Yo no les hice ningún comentario, sabía que no podría
pronunciar ni una palabra.
–Póngale una inyección de Sevenal –le ordenaron a Eduwiges.
Después salieron los tres.
La enfermera regresó rápidamente con la inyección. Mientras
se la aplicaba a mi madre, me atreví a mirar el espejo… allí se reflejaba la imagen
de ella, la cama de mamá, mi rostro desencajado. Eran entonces las doce y veinte
minutos.
Durante cinco días sufrimos, noche a noche, mi madre
y yo aquella tremenda cosa del espejo. Yo entendía entonces el cambio sufrido por
mi madre, su desesperación, su hermetismo. No había palabras para describir aquella
serie de sensaciones que uno iba sintiendo y padeciendo hasta la desesperación.
Y cada vez el presentimiento de que algo iba a surgir de pronto, se hacía más cercano,
inmediato casi. Y no podríamos soportarlo, lo sabíamos bien. Entonces pensé que
la única solución consistiría en cubrir el espejo. Sería como levantar un muro impenetrable.
Un muro que nos salvara de… Decidimos cubrir el espejo con una sábana. Cerca de
las once de la noche llevé a cabo nuestro plan. Cuando la señorita Eduwiges se presentó,
como de costumbre, un poco antes de las doce de la noche, con su pastilla y su vaso
de agua, el espejo se encontraba cubierto. Mi madre y yo nos miramos satisfechos
de haber acertado. Pero de pronto, bajo la sábana que cubría el espejo, empezaron
a transparentarse figuras informes, masas oscuras que se movían angustiosamente,
pesadamente, como si trataran en un esfuerzo desesperado de traspasar un mundo o
el tiempo mismo. Entonces sentimos una oscura música dentro de nosotros mismos,
una música dolorosa, como gemidos o gritos, tal vez sonidos inarticulados salidos
de aquel mundo que habíamos clausurado por nuestra voluntad y temor. Nos descubrimos
traspasados por mil espadas de música dolorosa y desesperada…
A las doce y cinco todo terminó. Desaparecieron las
sombras bajo la sábana y la música cesó. El espejo quedó en calma. La señorita Eduwiges
salió del cuarto sorprendida de que mamá no hubiera tenido su acostumbrado ataque.
Cuando quedamos solos, me di cuenta de que los dos llorábamos
en silencio. Aquellas sombras informes y encarceladas, aquella su lucha desesperada
e inútil, nos habían hecho pedazos interiormente. Los dos conocimos entonces toda
nuestra insensatez.
No volvimos a cubrir más el espejo. Habíamos sido elegidos
y, como tales, aceptamos sin rebeldía ni violencia, pero sí con la desesperanza
de lo irremediable.
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