Oscar Wilde
Ha sido constante motivo de reproche contra los artistas y hombres de letras
su carencia de una visión integral de la naturaleza de las cosas. Como regla, esto
debe necesariamente ser así. Esa misma concentración de visión e intensidad de propósito
que caracteriza el temperamento artístico es en sí misma un modo de limitación.
A aquellos que están preocupados con la belleza de la forma nada les parece de mucha
importancia. Sin embargo, hay muchas excepciones a esta regla. Rubens sirvió como
embajador, Goethe como consejero de Estado, y Milton como secretario de Cromwell.
Sófocles desempeñó un cargo cívico en su propia ciudad; los humoristas, ensayistas
y novelistas de la América moderna no parecen desear nada mejor que transformarse
en representantes diplomáticos de su país; y el amigo de Charles Lamb, Thomas Criffiths
Wainewright, terna de esta breve memoria, aunque de un temperamento extremadamente
artístico, siguió muchos otros llamados además del llamado del arte; no fue solamente
un poeta y un pintor, un crítico de arte, un anticuario, un prosista, un aficionado
a las cosas hermosas y un diletante de las cosas encantadoras, sino también un falsificador
de capacidad más que ordinaria, y un sutil y secreto envenenador, casi sin rival
en ésta o cualquier edad.
Este hombre destacable, tan poderoso con “pluma, lápiz
y veneno”, como dijo finamente de él un gran poeta de nuestros propios días, había
nacido en Chiswick en 1794. Su padre era el hijo de un distinguido abogado de Gray’s
Inn y Hatton Carden. Su madre era hija del celebrado doctor Griffiths, el editor
y fundador de la Monthly Review, el partícipe en otra especulación literaria
de Thomas Davis, ese famoso librero de quien Johnson dijo que no era un librero,
sino “un caballero que comerciaba en libros”, el amigo de Goldsmith y Wedgwood,
y uno de los más conocidos hombres de su día. La señora Wainewright murió al darlo
a luz, a la temprana edad de veintiuno, y una noticia necrológica en el Gentleman’s
Magazine nos habla de su “amable disposición y numerosos méritos” y agrega algo
extrañamente que “se supone que ella había comprendido los escritos del señor Locke
tan bien como quizá no lo hizo ninguna persona de uno u otro sexo hoy viviente”.
Su padre no sobrevivió mucho a la joven esposa, y el pequeño parece haber sido educado
por su abuelo y, tras la muerte de éste en 1803, por su tío, George Edward Griffiths,
a quien posteriormente envenenó. Pasó su juventud en Lindon House, Turnham Creen,
una de aquellas muchas hermosas mansiones georgianas que, desgraciadamente, han
desaparecido ante las incursiones del constructor suburbano, y a sus amorosos jardines
y bien arbolado parque debió ese simple y apasionado amor a la naturaleza que no
lo abandonó a través de su vida y que lo hizo tan particularmente susceptible a
las influencias espirituales de la poesía de Wordsworth.
Sin embargo, no debemos olvidar que este joven cultivado,
que fue tan susceptible a las influencias wordsworthianas, fue también uno de los
más sutiles y secretos envenenadores de ésta o cualquier edad. Cómo se sintió inicialmente
fascinado por este extraño pecado, no nos lo cuenta, y el diario en el que anotó
cuidadosamente los resultados de sus terribles experimentos y los métodos que adoptó,
infortunadamente se ha perdido para nosotros. Además, se mostró reticente hasta
sus últimos días en la materia y prefirió hablar sobre La excursión y los
Poemas basados en el afecto. No hay duda, sin embargo, de que el veneno que
usaba era la estricnina. En uno de los hermosos anillos que tanto lo enorgullecían,
y que le servían para ostentar el fino modelado de sus manos marfileñas, acostumbraba
llevar cristales de la nux vomita india, un veneno –nos dice uno de sus biógrafos–
“casi insípido, y capaz de una disolución casi infinita”. Sus asesinatos, dice De
Quincey, fueron más de los que se dieron a conocer judicialmente. De esto no hay
duda, y algunos de ellos son merecedores de mención. Su primera víctima fue su tío,
Thomas Griffiths. Lo envenenó en 1829 para tomar posesión de Lindon House, un lugar
al que se había sentido siempre muy unido. En agosto del año siguiente envenenó
a la señora Abercrombie, su suegra, y en diciembre envenenó a la amorosa Helen Abercrombie,
su cuñada. Por qué asesinó a la señora Abercrombie no está averiguado. Puede haber
sido por un capricho, o para gratificar cierto perverso sentimiento de poder que
había en él, o porque ella sospechaba algo, o por ninguna razón. Pero el asesinato
de Helen Abercrombie fue llevado adelante por él y su esposa en consideración a
una suma de unas 18.000 libras, en la que ellos habían asegurado la vida de ella
en varias compañías.
Al agente de una compañía de seguros que lo visitaba
una tarde y que creyó que podría aprovechar la ocasión para señalar que, después
de todo, el crimen era un mal negocio, le replicó: “Señor, ustedes, hombres de la
Ciudad, entran en sus especulaciones y aceptan sus riesgos. Algunas de sus especulaciones
tienen éxito, algunas fracasan. Sucede que las mías han fallado, sucede que las
suyas han tenido éxito. Esa es la única diferencia, señor, entre mis visitantes
y yo. Pero, señor, le mencionaré a usted una cosa en la que yo he tenido éxito hasta
el final. He estado determinado a conservar a través de la vida la posición de un
caballero. Siempre he hecho eso. Lo hago aún. Es costumbre de este lugar que cada
uno de los inquilinos de una celda cumpla su turno de limpieza. ¡Yo ocupo una celda
con un albañil y un deshollinador, pero ellos nunca me ofrecen la escoba!”. Cuando
un amigo le reprochó el asesinato de Helen Abercrombie, él se encogió de hombros
y dijo: “Sí, fue cosa espantosa hacerlo, pero tenía tobillos muy gruesos”.
Naturalmente, está muy cerca de nuestro propio tiempo
para que seamos capaces de formar algún juicio puramente artístico sobre él. Es
imposible no sentir un fuerte prejuicio contra un hombre que podría haber envenenado
a Tennyson, o al señor Gladstone, o al señor de Balliol. Pero si el hombre hubiera
usado un ropaje y hablado un idioma diferente del nuestro, si hubiera vivido en
la Roma imperial o en el tiempo del Renacimiento italiano, o en la España del siglo
XVII, o en cualquier tierra y cualquier siglo que no fueran los nuestros, hubiéramos
sido capaces de arribar a una estimación perfectamente desprejuiciada de su posición
y valor. Yo sé que hay muchos historiadores, o al menos escritores sobre asuntos
históricos, que aun creen necesario aplicar juicios morales a la historia, y que
distribuyen su elogio o reprobación con la solemne complacencia de un maestro de
escuela satisfecho. Este es, sin embargo, un hábito tonto, y solamente demuestra
que el instinto moral puede ser llevado a un grado tan elevado de perfección que
hace su aparición dondequiera no es requerido. Ninguna persona con verdadero sentido
histórico soñaría nunca con reprobar a Nerón, regañar a Tiberio, o censurar a César
Borgia. Esas personas son como los títeres de una representación. Pueden llenarnos
de terror, horror o admiración, pero no pueden hacernos daño. No están en relación
inmediata con nosotros. No tenemos nada que temer de ellos. Han pasado a la esfera
del arte y de la ciencia, y ni el arte ni la ciencia saben nada de aprobación o
desaprobación moral. Y así puede suceder algún día con el amigo de Charles Lamb.
Por el momento, siento que él es un poco demasiado moderno para ser tratado con
ese fino espíritu de curiosidad desinteresada, al que debemos tantos encantadores
estudios de los grandes criminales del Renacimiento italiano, de las plumas del
señor John Addington Symonds, la señorita Mary F. Robinson, la señorita Vernon Lee
y otros distinguidos escritores. Sin embargo, el Arte no lo ha olvidado. Él es el
héroe de Hunted Down, de Dickens; el Varney de la Lucretia, de Bulwer; y
es grato notar que la ficción ha rendido algún homenaje a quien fue tan poderoso
con “pluma, lápiz y veneno”. Ser inspirador para la ficción es mucho más importante
que una simple realidad.
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