Juan José Arreola
Antes de devorarlas, el
búho digiere mentalmente a sus presas. Nunca se hace cargo de una rata entera
si no se ha formado un previo concepto de cada una de sus partes. La actualidad
del manjar que palpita en sus garras va haciéndose pasado en la conciencia y
preludia la operación analítica de un lento devenir intestinal. Estamos ante un
caso de profunda asimilación reflexiva.
Con
la aguda penetración de sus garfios el búho aprehende directamente el objeto y
desarrolla su peculiar teoría del conocimiento. La cosa en sí (roedor, reptil o
volátil) se le entrega no sabemos cómo. Tal vez mediante el zarpazo invisible
de una intuición momentánea; tal vez gracias a una lógica espera, ya que
siempre nos imaginamos el búho como un sujeto inmóvil, introvertido y poco dado
a las efusiones cinegéticas de persecución y captura. ¿Quién puede asegurar que
para las criaturas idóneas no hay laberintos de sombra, silogismos oscuros que
van a dar en la nada tras la breve cláusula del pico? Comprender al búho
equivale a aceptar esta premisa.
Armonioso
capitel de plumas labradas que apoya una metáfora griega; siniestro reloj de
sombra que marca en el espíritu una hora de brujería medieval: ésta es la
imagen bifronte del ave que emprende el vuelo al atardecer y que es la mejor
viñeta para los libros de filosofía occidental.
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