Juan José Arreola
A Enrique Palos Báez
J’ay aux eschés joué devant Amours.
Charles d’Orléans
Yo soy el tenebroso, el viudo, el inconsolable que sacrificó su última torre
para llevar un peón femenino hasta la séptima línea, frente al alfil y el caballo
de las blancas.
Hablo desde mi base negra. Me tentó el demonio en la
hora tórrida, cuando tuve por lo menos asegurado el empate. Soñé la coronación de
una dama y caí en un error de principiante, en un doble jaque elemental…
Desde el principio jugué mal esta partida: debilidades
en la apertura, cambio apresurado de piezas con clara desventaja… Después entregué
la calidad para obtener un peón pasado: el de la dama. Después…
Ahora estoy solo y vago inútil por el tablero de blancas
noches y de negros días, tratando de ocupar casillas centrales, esquivando el mate
de alfil y caballo. Si mi adversario no lo efectúa en un cierto número de movimientos,
la partida es tablas. Por eso sigo jugando, atenido en última instancia al Reglamento
de la Federación Internacional de Ajedrez, que a la letra dice:
Artículo 12° La partida es Tablas:
Inciso 4) Cuando un jugador demuestra que cincuenta
jugadas por lo menos han sido realizadas por ambas partes sin que haya tenido lugar
captura alguna de pieza ni movimiento de peón.
El caballo blanco salta de un lado a otro, sin ton ni
son, de aquí para allá y de allá para acá. ¿Estoy salvado? Pero de pronto me acomete
la angustia y comienzo a retroceder inexplicablemente hacia uno de los rincones
fatales.
Me acuerdo de una broma del maestro Simagin: El mate
de alfil y caballo es más fácil cuando uno no sabe darlo y lo consigue por instinto,
por una implacable voluntad de matar.
La situación ha cambiado. Aparece en el tablero el triángulo
de Delétang y yo pierdo la cuenta de las movidas. Los triángulos se suceden uno
tras otro, hasta que me veo acorralado en el último. Ya no tengo sino tres casillas
para moverme: uno caballo rey, y uno y dos torre.
Me doy cuenta entonces de que mi vida no ha sido más
que una triangulación. Siempre elijo mal mis objetos amorosos y los pierdo uno tras
otro, como el peón de siete dama. Ahora tres figuras me acometen: rey, alfil y caballo.
Ya no soy vértice alguno. Soy un punto muerto en el triángulo final. ¿Para qué seguir
jugando? ¿Por qué no me dejé dar el mate del pastor? ¿O de una vez el del loco?
¿Por qué no caí en una variante de Légal? ¿Por qué no me mató Dios mejor en el vientre
de mi madre, dejándome encerrado allí como en la tumba de Filidor?
Antes de que me hagan la última jugada decido inclinar
mi rey. Pero me tiemblan las manos y lo derribo del tablero. Gentilmente, mi joven
adversario lo recoge del suelo, lo pone en su lugar y me mata en uno torre, con
el alfil.
Ya nunca más volveré a jugar al ajedrez. Palabra de
amor. Dedicaré los días que me quedan de ingenio al análisis de las partidas ajenas,
a estudiar finales de reyes y peones, a resolver problemas de mate en tres, siempre
y cuando en ellos sea obligatorio el sacrificio de la dama.
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