sábado, 9 de diciembre de 2023

Eladio Rada y la casa dormida

Silvina Ocampo

 

La casa era de varios pisos. Era una casa de campo con trechos inmensos de playas desiertas, donde se asomaban los árboles y los ladrones. En los techos crecían cada día nuevas telarañas que enardecían el plumero más alto de la casa; y brotaba de los muebles y de las sábanas guardadas como plantas de un invernáculo obscuro, olor a choclo recién cortado.

Hacía frío de invierno en la casa vacía, pero a Eladio Rada, el casero, las estaciones no se le anunciaban ni por el frío ni por el calor. Nunca miraba el cielo. La llegada o la ausencia de la familia era el único cambio de estación que él conocía. Cuando empezaba a oír su nombre cercándolo a gritos por todos lados, voces grandes, voces chicas llamándolo: “Eladio”, “Eladio”, sabía que llegaba el buen tiempo y que la familia pronto vendría a invadir la casa; sabía que entonces las camas todas las noches se llenarían de mosquiteros, habría que quitar los forros blancos de los muebles, habría que encerar los pisos para que los niños patinaran encima, rayándolos con resplandores opacos.

Y entonces, sólo entonces, oía cantar las chicharras del jardín y ya no se animaba a mirar la estatua desnuda del hall.

Pero ahora vivía en la mitad del invierno, la casa era de él solo y de los cuatro perros que debía cuidar. Él mismo tenía que hacerse la comida, en un calentador Primus, que susurraba en el silencio de mediodía y de la noche. Hubiera tenido tiempo para dormir la siesta y para pensar en la mujer con quien quería casarse, si no hubiera sido por el miedo a los ladrones.

Había lugares inexplorados de la casa, en donde se oían ruidos, de noche, que lo despertaban; entonces se levantaba con la escopeta que le habían dado los patrones, revisaba las persianas, pero nunca llegaba hasta ese lugar lejano y misterioso por donde entran los ruidos de la noche que hacen ladrar a los perros. Por eso Eladio Rada se dormía de día en los bancos del jardín y los chicos se burlaban de su cara de idiota.

En un cajón lleno de clavos, recortes de diarios y alambres viejos, Eladio tenía guardada la fotografía de su novia. Sabía lavar bien y cocinar mejor, era trabajadora. Habían salido a pasear unas cuantas veces y era el único recuerdo de su vida. Eladio no sabía cómo hacer para pedirle que se casara con él, y cada vez que intentaba decírselo, ponía cara de perro enojado, dándole empujones al cruzar las calles; pero Angelina no se daba cuenta de nada, ni siquiera le dolían los empujones y se despedía en las esquinas de las calles, riéndose con los jardineros.

Eladio se pasaba las horas de invierno con los ojos sumidos en las baldosas del corredor. Angelina había desaparecido. No sabía si había soñado una novia con quien se fotografió en el Jardín Zoológico, un día memorable que fue a pasear a Buenos Aires. Angelina se había apoyado ese día sobre su brazo porque estaba cansada; llevaba un traje nuevo. No tenía otro recuerdo. Y cuando cruzaba el hall se detenía, mirando para otro lado, junto a la estatua desnuda. ¿Así sería el cuerpo de una mujer? Angelina debía de ser tres veces más linda, tres veces más gorda, cuando se bañaba tal vez desnuda por las mañanas.

En esos momentos en que la cabeza de Eladio se surcaba de corredores por donde paseaba Angelina, su novia perdida, invariablemente oía ruidos de ladrones invisibles que hacían ladrar los perros, y salía por la casa desierta a revisar las persianas que se multiplicaban alrededor de la casa.

Un día Eladio Rada se moriría y en el momento de morirse desfallecido en la cama del hospital, con los ojos perdidos en las regiones del techo, se levantaría a revisar las persianas y las puertas de la casa, donde se asomarán los ángeles.

 

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