Juan José Arreola
Pertenecemos a una triste
especie de insectos, dominada por el apogeo de las hembras vigorosas, sanguinarias
y terriblemente escasas. Por cada una de ellas hay veinte machos débiles y dolientes.
Vivimos
en fuga constante. Las hembras van tras de nosotros, y nosotros, por razones de
seguridad, abandonamos todo alimento a sus mandíbulas insaciables.
Pero
la estación amorosa cambia el orden de las cosas. Ellas despiden irresistible aroma.
Y las seguimos enervados hacia una muerte segura. Detrás de cada hembra perfumada
hay una hilera de machos suplicantes.
El
espectáculo se inicia cuando la hembra percibe un número suficiente de candidatos.
Uno a uno saltamos sobre ella. Con rápido movimiento esquiva el ataque y despedaza
al galán. Cuando está ocupada en devorarlo, se arroja un nuevo aspirante.
Y
así hasta el final. La unión se consuma con el último superviviente, cuando la hembra,
fatigada y relativamente harta, apenas tiene fuerzas para decapitar al macho que
la cabalga, obsesionado en su goce.
Queda
adormecida largo tiempo triunfadora en su campo de eróticos despojos. Después cuelga
del árbol inmediato un grueso cartucho de huevos. De allí nacerá otra vez la muchedumbre
de las víctimas, con su infalible dotación de verdugos.
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