domingo, 17 de diciembre de 2023

La cirugía del azar

Alfredo Álamo

 

Morir es un arte como cualquier otro.

John Faré, 1965

 

Nunca antes había tallado un pulgar humano. En 1964 muchos me consideraban uno de los mejores prostéticos de Dinamarca; mi trabajo sobre articulaciones, cadera y clavícula sobre todo, me había otorgado cierta fama en círculos médicos. En una galería de arte moderno de Copenhague incluso realizaron una pequeña exposición con mis bocetos y modelos de trabajo. Me gustaba codearme con escultores y fotógrafos. En el fondo yo siempre me había considerado más un artista que un simple médico. Y quizás por eso acudieron a mí.

Llovía, recuerdo eso. En mi taller siempre olía a alcantarilla en cuanto caían cuatro gotas. Puede que por eso asociara al principio aquel olor a la persona de Gilbert Aridoff, el primero de los compañeros de Faré que llegué a conocer. Siempre que me encontraba con él me llegaba ese olor almizclado y levemente nauseabundo. En aquella primera ocasión no hablamos demasiado, Aridoff quería saber si podía realizar la réplica exacta de un pulgar humano. Le dije que sí, pero que mi trabajo se orientaba a moldes y prótesis genéricas. Dijo entenderlo y se marchó sin más explicaciones.

Volvió unas semanas más tarde. Llevaba con él una caja de cartón del tamaño de un puño. La dejó sobre mi mesa de trabajo y se encendió un cigarrillo mentolado que no pudo apartar aquel olor que parecía desprender.

–Debe usted comprender –me dijo, tras un par de caladas profundas al cigarro– que lo que le voy a proponer no tiene nada que ver con la ciencia o la medicina. Tiene que ver con el arte.

El arte. En aquella época el arte podía ser tanto pintar un globo gigante de azul o saltar desde un segundo piso. No quiero decir que haya cambiado demasiado ahora, pero entonces todo el mundo experimentaba cierto vértigo ante el arte. Sobre todo si el que hablaba era capaz de pronunciar aquella palabra con mayúsculas.

–Represento a un artista muy especial –continuó, alguien dispuesto a romper todas las barreras que el stablishment ha dispuesto durante años sobre la verdadera expresión artística. Trabajamos en un proyecto arriesgado, una idea revolucionaria. Y créame si le digo que necesitamos su ayuda para seguir adelante.

El porqué un artista de vanguardia necesitaba a un especialista en prostética para romper con los valores establecidos mi intrigó. Aridoff señaló la caja que había traído.

–Ábrala, por favor –me pidió, tras exhalar una nube mentolada.

Levanté las solapas de cartón que cerraban la caja. Dentro había un frasco de cristal que saqué sin demasiadas complicaciones. En el interior de aquel recipiente flotaba un pulgar humano suspendido en formol. Dejé el frasco junto a la caja, entre horrorizado y, por qué no decirlo, fascinado.

–¿Puede usted hacer un pulgar como ése? –me preguntó Aridoff.

–contesté, observando la herida que había separado el dedo. Era un corte limpio, de cirujano, justo a la altura de la primera falange. La articulación estaba destrozada–. Pero no creo que su artista recupere la movilidad de ese dedo.

Aridoff sonrió. Era un tipo siniestro hasta cuando reía.

–Mi asociado no desea recuperar ninguna movilidad, pero quiere un pulgar nuevo, metálico, exactamente igual al que tenía.

Creo recordar que le miré incrédulo.

–¿En eso consiste su trasgresión? –dije–, ¿en cortarse dedos y sustituirlos por prótesis? Permítame decirle que parece algo más relacionado con el sadomasoquismo que con el arte.

–No se confunda –tiró su cigarrillo al suelo y lo pisó con parsimonia–, la necesidad de una prótesis surge en la idea de un artista completo frente al nacimiento de la obra. Mi representado necesita sentirse entero para afrontar los desafíos que se impone.

Volví a mirar el pulgar en el frasco, inerte, flotando a la deriva. En cierta forma hasta resultaba hipnótico.

–No creo que pueda ayudarle –dije, sin dejar de mirar el dedo–. Como ya le expliqué, mi trabajo se centra en prótesis genéricas, moldes y aleaciones especiales. No tengo tiempo para su arte, lo siento.

–Diez mil dólares americanos –fue toda su respuesta.

Ese dinero, en aquella época, era a lo que ascendía la beca anual que recibía de la universidad. Una beca que casi había agotado a mitad de año. Aridoff sacó su cartera del abrigo, extrajo un fajo de billetes y los dejó junto a la caja y el frasco.

–Cinco mil ahora y la otra mitad cuando tenga el dedo.

Así que no fue por el arte, ni por la curiosidad o la ciencia. Acepté reproducir un pulgar humano en acero brillante por dinero. Nada más. Cuando Aridoff abandonó el taller tuve la sensación de que se llevaba con él algo mío. Observé el pulgar que seguía flotando, ajeno a toda la situación. Seguía oliendo a alcantarilla aunque hacía tiempo que había dejado de llover.

No, nunca había tallado un pulgar. Y tampoco fue la última vez que Gilbert Aridoff entró en mi casa con un frasco de cristal dentro de una caja.

 

***

De 1964 a 1967 realicé copias exactas de un dedo índice, otro anular, ocho dedos de los pies, con cortes a diferentes alturas. También puse en contacto a Aridoff con un colega que se dedicaba a los ojos de cristal. A veces traía sólo un miembro amputado, otras veces varios de golpe. Siempre recibí el mismo pago por trabajo. Y cada vez que aquel hombre entraba en mi taller armado con una caja de cartón y un cigarrillo mentolado, no podía evitar una desazón que me consumía por dentro.

Hablábamos de arte aunque se mostraba reacio a decirme quién era su misterioso representado o, como le llamaba a veces, asociado. Por mi parte yo había averiguado quién era Gilbert Aridoff, rumano de origen, había destacado por ciertas pinturas murales calificadas como llenas de oscuridad y del todo perturbadoras. Pese a haber expuesto en Copenhague, no encontré nada de su obra, ni siquiera en catálogos. Por lo que yo sabía, llevaba varios años sin exponer en el circuito europeo de galerías.

–Mi asociado trabaja con su cuerpo –me decía–, se expone a ser moldeado, a cambiar. Y con ese cambio pretende que aquellos presentes durante su transformación reciban, de algún modo, una parte de esa diferencia, de esa sublimación.

Para aquel entonces yo ya había deducido que aquel hombre se mutilaba de forma voluntaria. La sustracción de la carne no era algo nuevo, ni como arte, ni como forma religiosa. Desde las bacantes griegas a chamanes africanos, todos practicaban la automutilación en sus sacerdotes. Quizás los nuevos artistas se sentían así, de alguna forma veían su arte como un nuevo predicamento para las masas. Quien sabe. Pero, de cualquier forma, yo no había oído nada acerca de ese tipo de performance durante aquellos años, pese a haber buceado en los movimientos underground de Copenhague y Berlín.

–Sólo pueden acudir a la composición personas especiales me decía cuando yo insistía en asistir–. Expertos en arte, vieja nobleza, millonarios americanos, gente de la calle que escogemos al azar. Todos firman un contrato que les prohíbe hablar sobre lo que van a experimentar. Algunos acuden por invitación y otros previo pago de una buena suma. Exprimir a los ricos no está reñido con el arte, ¿no es cierto?

Supuse que decía eso porque no eran sus dedos los que flotaban en pequeños frascos de cristal. Un día me contó que la primera operación a la que se había sometido su “artista” era un intento de lobotomía. Eso explicaba, al menos para mí, muchas cosas.

La primera era que, dados los cortes precisos de las amputaciones, el artista no se automutilaba. Alguien le operaba sin pensar en reimplantar lo que cortaba. Eso reafirmaba mis ideas sobre el sadomasoquismo y que, en realidad, todo tenía que ver con algún ritual morboso y sexual. Pero quién decía que aquello no podía ser considerado arte, después de todo.

Estaba seguro que Aridoff no era el encargado de realizar las amputaciones; no le iba en absoluto ese modelo. Era un narcisista y un manipulador, pero no le veía arrancándole un ojo a nadie. Algunos de los dedos amputados presentaban cortes en mitad de una falange. El que había hecho aquello tenía que ser un auténtico carnicero. Un carnicero artístico, por supuesto.

En navidades de 1968 conocí a otro de los seguidores, compañeros, asociados o explotadores, de John Faré. Se llamaba Golni Czervath y cuando entró en mi taller, acompañado de Aridoff, estaba totalmente borracho; llevaba bajo el brazo una caja de cartón. Supe en aquel instante que algo iba a cambiar. Es irónico que toda esta situación artística, cargada de cierta inverosimilitud, diera como resultado algo realmente positivo y contrastable. Hasta aquella navidad me había limitado realizar meras reproducciones de dedos, capaces, eso sí, de adaptarse al cuerpo de Faré sin necesidad de cirugía posterior. El contenido de la caja que traía bajo el brazo Czervath cambio todo aquello. Tanto mi trabajo como el suyo.

Tras las correspondientes presentaciones procedí a desembalar, en algo que ya parecía un auténtico ritual, otro frasco de cristal lleno de formol. Pero aquella vez no tenía un dedo o un ojo en su interior; contemplé incrédulo los genitales del artista desconocido flotando a media altura, ejecutando un lento vals en aquel líquido denso.

–En esta ocasión necesitamos otro tipo de prótesis –dijo Czervath, arrastrando las vocales lentamente–. El metal no le gusta ahí abajo.

Yo seguía mirando aquellos genitales. Era como la primera vez, como volver a ver aquel pulgar de nuevo. Pero aquello ya pasaba de lo malsano a lo homicida. Contemplé a los dos hombres y me di cuenta de que yo era tan culpable como ellos de aquella situación.

–¿Quién ha hecho esto? –les pregunté–. ¿Es que no se dan cuenta de que podrían haberlo matado? Por Dios santo…

Se miraron perplejos. Czervath negó con la cabeza, como si no me comprendiera.

–No lo ha hecho nadie –me dijo, tratando de encontrar las palabras en su cabeza entumecida–. Ha sido el azar. Nadie –repitió–, nadie lo tocó.

–El azar no maneja un bisturí –repliqué, enfurecido–. ¿Fue usted? ¿Estaba borracho cuando lo hizo?

–No lo entiende –dijo entonces Aridoff, trayendo con sus palabras aquel desagradable olor a alcantarilla–, nadie sabía lo que iba a pasar en realidad.

–Sí –confirmó Czervath, al tiempo que le brillaban los ojos de forma enfebrecida–. ¡El azar!

En un principio se negaron a decirme más. Por lo visto todavía no era digno de compartir sus secretos. Insistí, por lo menos, en conocer el estado de salud del artista. Me dijeron que esperaba su nuevo reemplazo lo antes posible. Que ya no quería más metal. Que quería plástico. Me negué.

Intentaron razonar conmigo, me ofrecieron más dinero, incluso un puesto en la universidad –qué influencias habrían llegado a conseguir mediante aquel espectáculo secreto me asustaba–, pero me mantuve firme en mi negativa. Sólo tenía una condición para seguir adelante: asistir a una de sus representaciones.

Protestaron, chillaron, incluso patalearon. Se acusaron mutuamente de hablar demasiado y de equivocarse conmigo. Me lanzaron miradas de amenaza y luego de súplica. Querían aquel secreto sólo para ellos.

–Usted construya esa prótesis lo antes posible –me dijo finalmente Aridoff–, y acudirá a la próxima representación que hagamos en Copenhague. Pero tendrá que firmar el acuerdo de confidencialidad como todos los demás.

Acepté los términos y despedí a aquellos dos hombres siniestros. El olor, sin embargo, no desapareció.

Comencé a investigar sobre la prótesis genital enseguida, nunca había trabajado en ese campo y tuve que aplicarme a fondo. De ahí surgió, como ya he dicho, lo único positivo de toda esta historia retorcida. En colaboración con un amigo mío de la universidad, experto en urología, desarrollé la primera prótesis de látex genitourinaria funcional, hipoalergénica y que sólo requería de cirugía menor. Al menos alguien acabó beneficiándose de toda aquella locura.

Tres meses después de enviarle a Aridoff los nuevos genitales de su asociado recibí un sobre sin remitente. En el interior venía una invitación para asistir a la representación número quince de John Faré bajo la Cirugía del azar. La dirección anotada era la de una prestigiosa sala de arte underground que solían frecuentar los gurús de la vanguardia artística. También encontré un contrato lleno de cláusulas que, de aceptarlas, me prohibirían hablar, tanto en público como en privado, de la representación, de John Faré o de cualquiera de sus asociados, a riesgo de pagar una suma de más de diez millones de dólares.

Firmé el contrato. La representación era en menos de una semana. Aun así estaba impaciente. Tenía sentimientos enfrentados, por un lado sabía que todo aquello era una perversión del arte, cuando no de la propia naturaleza humana; por otro, sentía cierta fascinación y curiosidad por John Faré y lo que hacía. También, por qué no decirlo, quería ver cuál era mi contribución. Contemplar mi propia obra. Como ya he dicho, la situación no me parecía demasiado clara. Quizás de haberlo sabido todo, hubiera actuado de otra forma.

Llegué a la galería de arte una hora antes de lo que marcaba la invitación. El lugar estaba en una zona industrial medio abandonada y ocupaba lo que antes había sido un almacén de maniquíes. Me pregunté si habrían elegido aquel lugar a propósito o si era una triste casualidad. En cualquiera de los dos casos la ironía era casi dolorosa.

El almacén estaba pintado en un rojo brillante que destacaba tanto con el resto de arquitectura gris y cochambrosa, como con el suelo blanco cubierto por las primeras nieves del invierno. En la puerta esperaba un tipo grande, de mostacho poblado y cara de pocos amigos. Parecía miembro de alguna banda de moteros, en algunos sitios solían contratarles como fuerza de seguridad. Sobre todo si existía poco interés en que la policía acudiera por los alrededores. También es cierto que eran tiempos de contracultura y la mayor parte de la vanguardia era antisistema por naturaleza.

Fuera como fuese, el hombre de la puerta se negó a dejarme pasar. Demasiado pronto, me dijo. Yo ya me esperaba algo así, pero quería ver a Faré, hablar con él antes de la representación. Así que le monté un pequeño espectáculo al motero utilizando toda la jerga pseudo-artística de la que fui capaz, pidiendo, exigiendo en realidad, hablar con Aridoff o, si no había otro remedio, con Czervath. La situación llegó a un punto en la que aquel hombre sólo tenía dos opciones: entrar a preguntar o darme un par de golpes y abandonarme en la parte de detrás. Supongo que no querría problemas antes de tiempo, así que despareció tras la puerta para volver, casi al momento, acompañado por Aridoff.

No se alegró especialmente de verme allí, pero no podía negarse a dejarme pasar. Dentro todavía había unos cuantos operarios instalando varios cuadros de tamaño considerable a lo largo del vestíbulo y el pasillo principal. Nosotros, sin embargo fuimos en dirección contraria, atravesando una pequeña oficina y un almacén de suministros hasta una habitación habilitada como camerino donde descansaba John Faré.

Era un hombre pequeño, o al menos esa era la sensación que proyectaba. De cuerpo fibroso, vestía una bata que apenas podía protegerle del frío que hacía en aquel almacén, enseñaba un sin fin de cicatrices desde las manos al rostro. Al verme tendió su mano derecha, rematada con un pulgar cromado que reconocí al instante, y me sonrió.

–Creo que le debo mucho, doctor –susurró en voz baja–. No sabe usted cuánto.

Le estreché la mano y no noté apenas resistencia. Observé el resto de mi trabajo en aquel hombre y no pude sino sentirme orgulloso. Aunque no eran funcionales, Faré arrastraba una buena cojera, cada pieza insertada en su cuerpo brillaba con luz propia.

–Sí –dijo, sin dejar de sonreír–, siéntase orgulloso de su trabajo. Cada pequeña pieza que me ha proporcionado ha resultado perfecta. No podría haber seguido con mi trabajo sin su ayuda. Me agrada que esté usted aquí y pueda comprobarlo.

Tenía muchas preguntas que hacerle, pero me quedé allí, de pie, mirando a aquel hombre cosido a cicatrices y no podía hacer más que observar la sensación de paz absoluta que proyectaba. Le di las gracias y di media vuelta. Aridoff acababa di encender uno de sus cigarrillos mentolados.

–Lo entenderá todo cuando vea lo que hace John –me pasó un brazo por encima de los hombros y me acompañó hasta la oficina de al lado–. Es un hombre excepcional. Una vez le pregunté por qué lo hacía, ¿sabe? Todo esto, lo que usted va a ver en breve. “Morir es como cualquier otro arte”, me contestó. Al principio yo tampoco lo entendía, pero a medida que le veía sangrar en cada representación lo comprendí. Todos tenemos algo que queremos perder, un sueño, un pasado cruel, una vida que detestamos, todas las situaciones que viven escondidas dentro de nuestra alma. Faré elimina partes de su cuerpo para que nosotros limpiemos nuestra alma. Nos redime.

Asentí, qué otra cosa podía hacer. El olor a alcantarilla había vuelto y me revolvía el estómago. Czervath entró en la oficina. Estaba sobrio, tampoco le gustó verme allí.

–La máquina está preparada –le dijo a Aridoff–. En cuanto John esté listo podemos hacer pasar a la gente.

Me miró unos segundos, sopesando si merecía su atención –Hizo un buen trabajo con su polla –dijo, mostrando una sonrisa que me pareció del todo sucia.

Aridoff me acompañó hasta la entrada. En el vestíbulo esperaban cerca de diez personas más. No reconocí a nadie, para no eran más que una masa sin rostro. Formé parte de ellos sin demasiados problemas. Nadie me habló y yo no hablé con nadie. No tardaron mucho en hacernos avanzar.

Los cuadros que había visto colocar antes ocupaban más de lo que me pareció al entrar, llegando algunos a rozar el techo del almacén. No reconocí el estilo, cuajado de pincelada anchas y gruesas, trazadas con furia, alternando el negro y el rojo sobre fondos construidos a base de deshechos, latas, ropa, quincalla e incluso trozos de maniquí. Parecía que querían construir un laberinto con aquellos cuadros, ante los que me hicieron desfilar durante un buen rato, andando en círculos, quizás con el objetivo de confundirnos. Se me ocurrió que aquella era la obra de Aridoff, ¿no era pintor?, ¿no llevaba años sin exponer? A esto se había dedicado los últimos años, a preparar el primer paso de la obra de Faré como antesala de una catedral perversa.

Tras aquella sombría peregrinación nos dejaron frente a un telón de terciopelo negro en una habitación sin apenas iluminación. Empezó a sonar un ruido de motores, como de aviones realizando un picado, cada vez a mayor volumen. A medida que el sonido se hacía insoportable añadieron otros efectos, sirenas de bombardeo, perros ladrando; creí reconocer hasta el llanto desgarrado de un bebé. Fue entonces cuando conectaron las luces, grupos de focos con diversos colores girando a gran velocidad. Parecía como si nos quisieran inducir una especie de viaje de LSD.

De repente, el silencio más absoluto. Las luces pasaron a un blanco mate, doloroso. Levantaron el telón con cierta parsimonia teatral.

Lo primero que vimos fue la mesa de operaciones. Aunque, por las palabras de Czevarth, comprendí que era aquello a lo que se refería como “la máquina”.

Era una mesa de cirugía un poco más grande de lo normal, en cada extremo había un cilindro metálico del tamaño de una persona de la que salía un brazo neumático articulado. Era parecido a los robots que empezaban a instalar en las fábricas de coches, sólo que mucho más estilizado. En el extremo de cada brazo había un instrumento diferente, una jeringuilla, una tenaza, unas tijeras y una sierra dentada. Comenzó a sonar un vals que no conocía. Los brazos mecánicos se movieron a su ritmo ejecutando un baile que me pareció siniestro.

Faré entró en la sala acompañado de Czevarth y la música se detuvo. Estaba desnudo y mostraba con orgullo las prótesis que le había hecho. Se acomodó en la mesa de operaciones y su compañero de representación marcó unos límites en la mesa utilizando unas piezas metálicas. Levantó una tapa de uno de los laterales y extrajo una decena de pequeños micrófonos. Los distribuyó por el cuerpo de Faré y los altavoces restallaron con el latido de su corazón y el sonido de su garganta al tragar saliva. Nos enterábamos de cada movimiento que hiciera, por pequeño que fuese.

Czervath introdujo una tarjeta perforada de ordenador en la mesa de operaciones a través de una ranura, junto al robot de la jeringuilla. Los brazos volvieron a bailar, esta vez sin música.

–El azar –sonó la voz de Aridoff por los altavoces– que rige nuestras vidas, todas ellas, decidirá ahora en John Faré cuál es el precio por liberarnos. ¿Qué perderá él para que nosotros lo ganemos? Así como el destino nos marca a todos por dentro, así dejará una señal en él, a través de su piel, de sus manos, de su cuerpo.

Recuerdo el ritmo del corazón de Faré. No se alteró en un solo latido mientras el brazo robótico que llevaba una jeringuilla le perforaba el brazo. Tenía que ser algún tipo de anestesia o calmante, pues a partir de entonces se relajó la cadencia que sonaba por los altavoces.

Reconozco que todo aquello era hipnótico. La sala tras el telón estaba limpia como un quirófano y Czervath había cogido un pequeño maletín de médico. El brazo de la jeringa si retiró mientras el de la tenaza presionaba el brazo derecho de Faré. La sierra radial se activó con un ruido espantoso y distorsionado por los altavoces. Se acercó al brazo con un movimiento lento pero preciso. Todos mirábamos aquello pese a que sabíamos lo que iba a pasar. Nadie hizo nada para evitarlo.

El sonido de la sierra rompiendo el hueso de la muñeca de John Faré rebotó en las paredes de aquel viejo almacén. La sangre salpicó en todas direcciones pese a la presión ejercida en la muñeca por el otro brazo. Czevarth acudió con rapidez. junto al muñón ensangrentado y extrajo aguja e hilo quirúrgico para coser la herida. Aquello era una auténtica carnicería. La sangre empezó a chorrear por debajo de nuestros pies formando un charco.

John Faré seguía con la misma sonrisa plácida con la que me había obsequiado en el camerino. Los brazos proseguían con aquella especie de danza aleatoria sobre su cuerpo. Mientras Czevarth todavía cosía el muñón de la mano la operación del azar continuaba; las tijeras cortaban el muslo de la pierna izquierda con soltura. Parecía una herida superficial, pero la sangre seguía cayendo con abundancia. La sierra volvió a sonar.

Sentí una arcada. Tenía ganas de vomitar. No podía creer lo que estaba viendo, ni siquiera podía creer que alguien siguiera allí. Me di la vuelta y eché a correr por los pasillos cubiertos de cuadros, atravesando aquel laberinto, dejando atrás los latidos del corazón, la sierra, la sangre, a mismo.

Fuera la nieve era demasiado blanca. Vomité junto al motero barbudo de la entrada. Lo tiré todo, vaciándome. Acabé sentado, apoyado en el muro pintado de rojo tratando de respirar aire puro. No podía quitarme de encima aquel hedor a desagüe podrido. Tal vez porque siempre había sido yo y no Aridoff el que olía así.

Recuerdo que no podía parar de llorar cuando empezó a salir de la galería de arte el resto de la gente. Corrían. Algunos de ellos parecían aterrados. Yo no había podido aguantar tanto como ellos, fascinados por el horror de tal forma que parecían no creerlo posible, como si hubieran asistido a una representación demasiado realista del Gran Guiñol. Tras ellos apareció Aridoff.

–Creí que se había marchado –dijo. Tenía en los labios un cigarrillo ensangrentado–. Algo ha salido mal.

No supe qué decirle. Le miré, creo que con odio. Parecía tranquilo. Se dejó caer a mi lado y dio una calada profunda. Ya no olía mal.

–Czervath se ha ido –comentó–. No si volverá. Nunca lo ha llegado a comprender del todo. El sólo entendía a la máquina. ¿Y usted? ¿Cómo se siente?

Tenía miedo, asco, me temblaban las piernas y estaba mareado. El sabor de la bilis me atravesaba la garganta. Me odiaba a mismo porque en el fondo, muy dentro de las entrañas, me sentía aliviado. Estaba avergonzado por esa sensación. Hoy día lo sigo estando.

No le contesté, lo dejé allí, fumando junto al almacén rojo. Llegué hasta mi coche y conduje lejos de allí. Seguía llorando cuando llegué a casa.

Nunca más volví a ver a Gilbert Aridof, Czervath o Faré, ni tuve noticias suyas por ningún medio. De vez en cuando me llegan comentarios sobre alguien que se mutila en escena para realizar una performance, o que se extrae un litro de sangre y luego lo esparce entre el público. Asisto a todas las que puedo y me fijo en los artistas.

Ninguno de ellos es John Faré, no es lo mismo. Soy capaz de ver su vacío, pero no pueden aliviar el mío. Aridoff tenía razón en una cosa: todos tenemos algo que redimir, algo que nos mancha el alma.

No si Faré murió por todos nosotros, pero desde entonces en mi estudio sólo huele a alcantarilla cuando llueve. Y le doy las gracias por ello.

 

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