Alfredo Álamo
Morir es
un arte
como cualquier
otro.
John Faré,
1965
Nunca
antes
había
tallado
un
pulgar
humano.
En
1964
muchos
me
consideraban
uno
de
los
mejores
prostéticos
de
Dinamarca;
mi
trabajo
sobre
articulaciones,
cadera
y
clavícula
sobre
todo,
me
había
otorgado
cierta
fama
en
círculos
médicos.
En
una
galería
de
arte
moderno
de
Copenhague
incluso
realizaron
una
pequeña
exposición
con
mis
bocetos
y
modelos
de
trabajo.
Me
gustaba
codearme
con
escultores
y
fotógrafos.
En
el
fondo
yo
siempre
me
había
considerado
más
un
artista
que
un
simple
médico.
Y
quizás
por
eso
acudieron
a
mí.
Llovía, recuerdo
eso.
En
mi
taller
siempre
olía
a
alcantarilla
en
cuanto
caían
cuatro
gotas.
Puede
que
por
eso
asociara
al
principio
aquel
olor
a
la
persona
de
Gilbert
Aridoff,
el
primero
de
los
compañeros
de
Faré
que
llegué
a
conocer.
Siempre
que
me
encontraba
con
él
me
llegaba
ese
olor
almizclado
y
levemente
nauseabundo.
En
aquella
primera
ocasión
no
hablamos
demasiado,
Aridoff
quería
saber
si
podía
realizar
la
réplica
exacta
de
un
pulgar
humano.
Le
dije
que
sí,
pero
que
mi
trabajo
se
orientaba
a
moldes
y
prótesis
genéricas.
Dijo
entenderlo
y
se
marchó
sin
más
explicaciones.
Volvió unas
semanas
más
tarde.
Llevaba
con
él
una
caja
de
cartón
del
tamaño
de
un
puño.
La
dejó
sobre
mi
mesa
de
trabajo
y
se
encendió
un
cigarrillo
mentolado
que
no
pudo
apartar
aquel
olor
que
parecía
desprender.
–Debe usted
comprender
–me
dijo,
tras
un
par
de
caladas
profundas
al
cigarro–
que
lo
que
le
voy
a
proponer
no
tiene
nada
que
ver
con
la
ciencia
o
la
medicina.
Tiene
que
ver
con
el
arte.
El arte.
En
aquella
época
el
arte
podía
ser
tanto
pintar
un
globo
gigante
de
azul
o
saltar
desde
un
segundo
piso.
No
quiero
decir
que
haya
cambiado
demasiado
ahora,
pero
entonces
todo
el
mundo
experimentaba
cierto
vértigo
ante
el
arte.
Sobre
todo
si
el
que
hablaba
era
capaz
de
pronunciar
aquella
palabra
con
mayúsculas.
–Represento a
un
artista
muy
especial
–continuó,
alguien
dispuesto
a
romper
todas
las
barreras
que
el
stablishment
ha
dispuesto
durante
años
sobre
la
verdadera
expresión
artística.
Trabajamos
en
un
proyecto
arriesgado,
una
idea
revolucionaria.
Y
créame
si
le
digo
que
necesitamos
su
ayuda
para
seguir
adelante.
El porqué
un
artista
de
vanguardia
necesitaba
a
un
especialista
en
prostética
para
romper
con
los
valores
establecidos
mi
intrigó.
Aridoff
señaló
la
caja
que
había
traído.
–Ábrala, por
favor
–me
pidió,
tras
exhalar
una
nube
mentolada.
Levanté las
solapas
de
cartón
que
cerraban
la
caja.
Dentro
había
un
frasco
de
cristal
que
saqué
sin
demasiadas
complicaciones.
En
el
interior
de
aquel
recipiente
flotaba
un
pulgar
humano
suspendido
en
formol.
Dejé
el
frasco
junto
a
la
caja,
entre
horrorizado
y,
por
qué
no
decirlo,
fascinado.
–¿Puede usted
hacer
un
pulgar
como
ése?
–me
preguntó
Aridoff.
Sí –contesté,
observando
la
herida
que
había
separado
el
dedo.
Era
un
corte
limpio,
de
cirujano,
justo
a
la
altura
de
la
primera
falange.
La
articulación
estaba
destrozada–.
Pero
no
creo
que
su
artista
recupere
la
movilidad
de
ese
dedo.
Aridoff sonrió.
Era
un
tipo
siniestro
hasta
cuando
reía.
–Mi asociado
no
desea
recuperar
ninguna
movilidad,
pero
quiere
un
pulgar
nuevo,
metálico,
exactamente
igual
al
que
tenía.
Creo recordar
que
le
miré
incrédulo.
–¿En eso
consiste
su
trasgresión?
–dije–,
¿en
cortarse
dedos
y
sustituirlos
por
prótesis?
Permítame
decirle
que
parece
algo
más
relacionado
con
el
sadomasoquismo
que
con
el
arte.
–No se
confunda
–tiró
su
cigarrillo
al
suelo
y
lo
pisó
con
parsimonia–,
la
necesidad
de
una
prótesis
surge
en
la
idea
de
un
artista
completo
frente
al
nacimiento
de
la
obra.
Mi
representado
necesita
sentirse
entero
para
afrontar
los
desafíos
que
se
impone.
Volví a
mirar
el
pulgar
en
el
frasco,
inerte,
flotando
a
la
deriva.
En
cierta
forma
hasta
resultaba
hipnótico.
–No creo
que
pueda
ayudarle
–dije,
sin
dejar
de
mirar
el
dedo–.
Como
ya
le
expliqué,
mi
trabajo
se
centra
en
prótesis
genéricas,
moldes
y
aleaciones
especiales.
No
tengo
tiempo
para
su
arte,
lo
siento.
–Diez mil
dólares
americanos
–fue
toda
su
respuesta.
Ese dinero,
en
aquella
época,
era
a
lo
que
ascendía
la
beca
anual
que
recibía
de
la
universidad.
Una
beca
que
casi
había
agotado
a
mitad
de
año.
Aridoff
sacó
su
cartera
del
abrigo,
extrajo
un
fajo
de
billetes
y
los
dejó
junto
a
la
caja
y
el
frasco.
–Cinco mil
ahora
y
la
otra
mitad
cuando
tenga
el
dedo.
Así que
no
fue
por
el
arte,
ni
por
la
curiosidad
o
la
ciencia.
Acepté
reproducir
un
pulgar
humano
en
acero
brillante
por
dinero.
Nada
más.
Cuando
Aridoff
abandonó
el
taller
tuve
la
sensación
de
que
se
llevaba
con
él
algo
mío.
Observé
el
pulgar
que
seguía
flotando,
ajeno
a
toda
la
situación.
Seguía
oliendo
a
alcantarilla
aunque
hacía
tiempo
que
había
dejado
de
llover.
No, nunca
había
tallado
un
pulgar.
Y
tampoco
fue
la
última
vez
que
Gilbert
Aridoff
entró
en
mi
casa
con
un
frasco
de
cristal
dentro
de
una
caja.
***
De
1964
a
1967
realicé
copias
exactas
de
un
dedo
índice,
otro
anular,
ocho
dedos
de
los
pies,
con
cortes
a
diferentes
alturas.
También
puse
en
contacto
a
Aridoff
con
un
colega
que
se
dedicaba
a
los
ojos
de
cristal.
A
veces
traía
sólo
un
miembro
amputado,
otras
veces
varios
de
golpe.
Siempre
recibí
el
mismo
pago
por
trabajo.
Y
cada
vez
que
aquel
hombre
entraba
en
mi
taller
armado
con
una
caja
de
cartón
y
un
cigarrillo
mentolado,
no
podía
evitar
una
desazón
que
me
consumía
por
dentro.
Hablábamos de
arte
aunque
se
mostraba
reacio
a
decirme
quién
era
su
misterioso
representado
o,
como
le
llamaba
a
veces,
asociado.
Por
mi
parte
yo
había
averiguado
quién
era
Gilbert
Aridoff,
rumano
de
origen,
había
destacado
por
ciertas
pinturas
murales
calificadas
como
llenas
de
oscuridad
y
del
todo
perturbadoras.
Pese
a
haber
expuesto
en
Copenhague,
no
encontré
nada
de
su
obra,
ni
siquiera
en
catálogos.
Por
lo
que
yo
sabía,
llevaba
varios
años
sin
exponer
en
el
circuito
europeo
de
galerías.
–Mi asociado
trabaja
con
su
cuerpo
–me
decía–,
se
expone
a
ser
moldeado,
a
cambiar.
Y
con
ese
cambio
pretende
que
aquellos
presentes
durante
su
transformación
reciban,
de
algún
modo,
una
parte
de
esa
diferencia,
de
esa
sublimación.
Para aquel
entonces
yo
ya
había
deducido
que
aquel
hombre
se
mutilaba
de
forma
voluntaria.
La
sustracción
de
la
carne
no
era
algo
nuevo,
ni
como
arte,
ni
como
forma
religiosa.
Desde
las
bacantes
griegas
a
chamanes
africanos,
todos
practicaban
la
automutilación
en
sus
sacerdotes.
Quizás
los
nuevos
artistas
se
sentían
así,
de
alguna
forma
veían
su
arte
como
un
nuevo
predicamento
para
las
masas.
Quien
sabe.
Pero,
de
cualquier
forma,
yo
no
había
oído
nada
acerca
de
ese
tipo
de
performance
durante
aquellos
años,
pese
a
haber
buceado
en
los
movimientos
underground
de
Copenhague
y
Berlín.
–Sólo pueden
acudir
a
la
composición
personas
especiales
me
decía
cuando
yo
insistía
en
asistir–.
Expertos
en
arte,
vieja
nobleza,
millonarios
americanos,
gente
de
la
calle
que
escogemos
al
azar.
Todos
firman
un
contrato
que
les
prohíbe
hablar
sobre
lo
que
van
a
experimentar.
Algunos
acuden
por
invitación
y
otros
previo
pago
de
una
buena
suma.
Exprimir
a
los
ricos
no
está
reñido
con
el
arte,
¿no
es
cierto?
Supuse que
decía
eso
porque
no
eran
sus
dedos
los
que
flotaban
en
pequeños
frascos
de
cristal.
Un
día
me
contó
que
la
primera
operación
a
la
que
se
había
sometido
su
“artista”
era
un
intento
de
lobotomía.
Eso
explicaba,
al
menos
para
mí,
muchas
cosas.
La primera
era
que,
dados
los
cortes
precisos
de
las
amputaciones,
el
artista
no
se
automutilaba.
Alguien
le
operaba
sin
pensar
en
reimplantar
lo
que
cortaba.
Eso
reafirmaba
mis
ideas
sobre
el
sadomasoquismo
y
que,
en
realidad,
todo
tenía
que
ver
con
algún
ritual
morboso
y
sexual.
Pero
quién
decía
que
aquello
no
podía
ser
considerado
arte,
después
de
todo.
Estaba seguro
que
Aridoff
no
era
el
encargado
de
realizar
las
amputaciones;
no
le
iba
en
absoluto
ese
modelo.
Era
un
narcisista
y
un
manipulador,
pero
no
le
veía
arrancándole
un
ojo
a
nadie.
Algunos
de
los
dedos
amputados
presentaban
cortes
en
mitad
de
una
falange.
El
que
había
hecho
aquello
tenía
que
ser
un
auténtico
carnicero.
Un
carnicero
artístico,
por
supuesto.
En navidades
de
1968
conocí
a
otro
de
los
seguidores,
compañeros,
asociados
o
explotadores,
de
John
Faré.
Se
llamaba
Golni
Czervath
y
cuando
entró
en
mi
taller,
acompañado
de
Aridoff, estaba
totalmente
borracho;
llevaba
bajo
el
brazo
una
caja
de
cartón.
Supe
en
aquel
instante
que
algo
iba
a
cambiar.
Es
irónico
que
toda
esta
situación
artística,
cargada
de
cierta
inverosimilitud,
diera
como
resultado
algo
realmente
positivo
y
contrastable.
Hasta
aquella
navidad
me
había
limitado
realizar
meras
reproducciones
de
dedos,
capaces,
eso
sí,
de
adaptarse
al
cuerpo
de
Faré
sin
necesidad
de
cirugía
posterior.
El
contenido
de
la
caja
que
traía
bajo
el
brazo
Czervath
cambio
todo
aquello.
Tanto
mi
trabajo
como
el
suyo.
Tras las
correspondientes
presentaciones
procedí
a
desembalar,
en
algo
que
ya
parecía
un
auténtico
ritual,
otro
frasco
de
cristal
lleno
de
formol.
Pero
aquella
vez
no
tenía
un
dedo
o
un
ojo
en
su
interior;
contemplé
incrédulo
los
genitales
del
artista
desconocido
flotando
a
media
altura,
ejecutando
un
lento
vals
en
aquel
líquido
denso.
–En esta
ocasión
necesitamos
otro
tipo
de
prótesis
–dijo
Czervath,
arrastrando
las
vocales
lentamente–.
El
metal
no
le
gusta
ahí
abajo.
Yo seguía
mirando
aquellos
genitales.
Era
como
la
primera
vez,
como
volver
a
ver
aquel
pulgar
de
nuevo.
Pero
aquello
ya
pasaba
de
lo
malsano
a
lo
homicida.
Contemplé
a
los
dos
hombres
y
me
di
cuenta
de
que
yo
era
tan
culpable
como
ellos
de
aquella
situación.
–¿Quién ha
hecho
esto?
–les
pregunté–.
¿Es
que
no
se
dan
cuenta
de
que
podrían
haberlo
matado?
Por
Dios
santo…
Se miraron
perplejos.
Czervath
negó
con
la
cabeza,
como
si
no
me
comprendiera.
–No lo
ha
hecho
nadie
–me
dijo,
tratando
de
encontrar
las
palabras
en
su
cabeza
entumecida–.
Ha
sido
el
azar.
Nadie
–repitió–,
nadie
lo
tocó.
–El azar
no
maneja
un
bisturí
–repliqué,
enfurecido–.
¿Fue
usted?
¿Estaba
borracho
cuando
lo
hizo?
–No lo
entiende
–dijo
entonces
Aridoff,
trayendo
con
sus
palabras
aquel
desagradable
olor
a
alcantarilla–,
nadie
sabía
lo
que
iba
a
pasar
en
realidad.
–Sí –confirmó
Czervath,
al
tiempo
que
le
brillaban
los
ojos
de
forma
enfebrecida–.
¡El
azar!
En un
principio
se
negaron
a
decirme
más.
Por
lo
visto
todavía
no
era
digno
de
compartir
sus
secretos.
Insistí,
por
lo
menos,
en
conocer
el
estado
de
salud
del
artista.
Me
dijeron
que
esperaba
su
nuevo
reemplazo
lo
antes
posible.
Que
ya
no
quería
más
metal.
Que
quería
plástico.
Me
negué.
Intentaron razonar
conmigo,
me
ofrecieron
más
dinero,
incluso
un
puesto
en
la
universidad
–qué
influencias
habrían
llegado
a
conseguir
mediante
aquel
espectáculo
secreto
me
asustaba–,
pero
me
mantuve
firme
en
mi
negativa.
Sólo
tenía
una
condición
para
seguir
adelante:
asistir
a
una
de
sus
representaciones.
Protestaron, chillaron,
incluso
patalearon.
Se
acusaron
mutuamente
de
hablar
demasiado
y
de
equivocarse
conmigo.
Me
lanzaron
miradas
de
amenaza
y
luego
de
súplica.
Querían
aquel
secreto
sólo
para
ellos.
–Usted construya
esa
prótesis
lo
antes
posible
–me
dijo
finalmente
Aridoff–,
y
acudirá
a
la
próxima
representación
que
hagamos
en
Copenhague.
Pero
tendrá
que
firmar
el
acuerdo
de
confidencialidad
como
todos
los
demás.
Acepté los
términos
y
despedí
a
aquellos
dos
hombres
siniestros.
El
olor,
sin
embargo,
no
desapareció.
Comencé a
investigar
sobre
la
prótesis
genital
enseguida,
nunca
había
trabajado
en
ese
campo
y
tuve
que
aplicarme
a
fondo.
De
ahí
surgió,
como
ya
he
dicho,
lo
único
positivo
de
toda
esta
historia
retorcida.
En
colaboración
con
un
amigo
mío
de
la
universidad,
experto
en
urología,
desarrollé
la
primera
prótesis
de
látex
genitourinaria
funcional,
hipoalergénica
y
que
sólo
requería
de
cirugía
menor.
Al
menos
alguien
acabó
beneficiándose
de
toda
aquella
locura.
Tres meses
después
de
enviarle
a
Aridoff
los
nuevos
genitales
de
su
asociado
recibí
un
sobre
sin
remitente.
En
el
interior
venía
una
invitación
para
asistir
a
la
representación
número
quince
de
John
Faré
bajo
la
Cirugía
del
azar.
La
dirección
anotada
era
la
de
una
prestigiosa
sala
de
arte
underground
que
solían
frecuentar
los
gurús
de
la
vanguardia
artística.
También
encontré
un
contrato
lleno
de
cláusulas
que,
de
aceptarlas,
me
prohibirían
hablar,
tanto
en
público
como
en
privado,
de
la
representación,
de
John
Faré
o
de
cualquiera
de
sus
asociados,
a
riesgo
de
pagar
una
suma
de
más
de
diez
millones
de
dólares.
Firmé el
contrato.
La
representación
era
en
menos
de
una
semana.
Aun
así
estaba
impaciente.
Tenía
sentimientos
enfrentados,
por
un
lado
sabía
que
todo
aquello
era
una
perversión
del
arte,
cuando
no
de
la
propia
naturaleza
humana;
por
otro,
sentía
cierta
fascinación
y
curiosidad
por
John
Faré
y
lo
que
hacía.
También,
por
qué
no
decirlo,
quería
ver
cuál
era
mi
contribución.
Contemplar
mi
propia
obra.
Como
ya
he
dicho,
la
situación
no
me
parecía
demasiado
clara.
Quizás
de
haberlo
sabido
todo,
hubiera
actuado
de
otra
forma.
Llegué a
la
galería
de
arte
una
hora
antes
de
lo
que
marcaba
la
invitación.
El
lugar
estaba
en
una
zona
industrial
medio
abandonada
y
ocupaba
lo
que
antes
había
sido
un
almacén
de
maniquíes.
Me
pregunté
si
habrían
elegido
aquel
lugar
a
propósito
o
si
era
una
triste
casualidad.
En
cualquiera
de
los
dos
casos
la
ironía
era
casi
dolorosa.
El almacén
estaba
pintado
en
un
rojo
brillante
que
destacaba
tanto
con
el
resto
de
arquitectura
gris
y
cochambrosa,
como
con
el
suelo
blanco
cubierto
por
las
primeras
nieves
del
invierno.
En
la
puerta
esperaba
un
tipo
grande,
de
mostacho
poblado
y
cara
de
pocos
amigos.
Parecía
miembro
de
alguna
banda
de
moteros,
en
algunos
sitios
solían
contratarles
como
fuerza
de
seguridad.
Sobre
todo
si
existía
poco
interés
en
que
la
policía
acudiera
por
los
alrededores.
También
es
cierto
que
eran
tiempos
de
contracultura
y
la
mayor
parte
de
la
vanguardia
era
antisistema
por
naturaleza.
Fuera como
fuese,
el
hombre
de
la
puerta
se
negó
a
dejarme
pasar.
Demasiado
pronto,
me
dijo.
Yo
ya
me
esperaba
algo
así,
pero
quería
ver
a
Faré,
hablar
con
él
antes
de
la
representación.
Así
que
le
monté
un
pequeño
espectáculo
al
motero
utilizando
toda
la
jerga
pseudo-artística
de
la
que
fui
capaz,
pidiendo,
exigiendo
en
realidad,
hablar
con
Aridoff
o,
si
no
había
otro
remedio,
con
Czervath.
La
situación
llegó
a
un
punto
en
la
que
aquel
hombre
sólo
tenía
dos
opciones:
entrar
a
preguntar
o
darme
un
par
de
golpes
y
abandonarme
en
la
parte
de
detrás.
Supongo
que
no
querría
problemas
antes
de
tiempo,
así
que
despareció
tras
la
puerta
para
volver,
casi
al
momento,
acompañado
por
Aridoff.
No se
alegró
especialmente
de
verme
allí,
pero
no
podía
negarse
a
dejarme
pasar.
Dentro
todavía
había
unos
cuantos
operarios
instalando
varios
cuadros
de
tamaño
considerable
a
lo
largo
del
vestíbulo
y
el
pasillo
principal.
Nosotros,
sin
embargo
fuimos
en
dirección
contraria,
atravesando
una
pequeña
oficina
y
un
almacén
de
suministros
hasta
una
habitación
habilitada
como
camerino
donde
descansaba
John
Faré.
Era un
hombre
pequeño,
o
al
menos
esa
era
la
sensación
que
proyectaba.
De
cuerpo
fibroso,
vestía
una
bata
que
apenas
podía
protegerle
del
frío
que
hacía
en
aquel
almacén,
enseñaba
un
sin
fin
de
cicatrices
desde
las
manos
al
rostro.
Al
verme
tendió
su
mano
derecha,
rematada
con
un
pulgar
cromado
que
reconocí
al
instante,
y
me
sonrió.
–Creo que
le
debo
mucho,
doctor
–susurró
en
voz
baja–.
No
sabe
usted
cuánto.
Le estreché
la
mano
y
no
noté
apenas
resistencia.
Observé
el
resto
de
mi
trabajo
en
aquel
hombre
y
no
pude
sino
sentirme
orgulloso.
Aunque
no
eran
funcionales,
Faré
arrastraba
una
buena
cojera,
cada
pieza
insertada
en
su
cuerpo
brillaba
con
luz
propia.
–Sí –dijo,
sin
dejar
de
sonreír–,
siéntase
orgulloso
de
su
trabajo.
Cada
pequeña
pieza
que
me
ha
proporcionado
ha
resultado
perfecta.
No
podría
haber
seguido
con
mi
trabajo
sin
su
ayuda.
Me
agrada
que
esté
usted
aquí
y
pueda
comprobarlo.
Tenía muchas
preguntas
que
hacerle,
pero
me
quedé
allí,
de
pie,
mirando
a
aquel
hombre
cosido
a
cicatrices
y
no
podía
hacer
más
que
observar
la
sensación
de
paz
absoluta
que
proyectaba.
Le
di
las
gracias
y
di
media
vuelta.
Aridoff
acababa
di
encender
uno
de
sus
cigarrillos
mentolados.
–Lo entenderá
todo
cuando
vea
lo
que
hace
John
–me
pasó
un
brazo
por
encima
de
los
hombros
y
me
acompañó
hasta
la
oficina
de
al
lado–.
Es
un
hombre
excepcional.
Una
vez
le
pregunté
por
qué
lo
hacía,
¿sabe?
Todo
esto,
lo
que
usted
va
a
ver
en
breve.
“Morir
es
como
cualquier
otro
arte”,
me
contestó.
Al
principio
yo
tampoco
lo
entendía,
pero
a
medida
que
le
veía
sangrar
en
cada
representación
lo
comprendí.
Todos
tenemos
algo
que
queremos
perder,
un
sueño,
un
pasado
cruel,
una
vida
que
detestamos,
todas
las
situaciones
que
viven
escondidas
dentro
de
nuestra
alma.
Faré
elimina
partes
de
su
cuerpo
para
que
nosotros
limpiemos
nuestra
alma.
Nos
redime.
Asentí, qué
otra
cosa
podía
hacer.
El
olor
a
alcantarilla
había
vuelto
y
me
revolvía
el
estómago.
Czervath
entró
en
la
oficina.
Estaba
sobrio,
tampoco
le
gustó
verme
allí.
–La máquina
está
preparada
–le
dijo
a
Aridoff–.
En
cuanto
John
esté
listo
podemos
hacer
pasar
a
la
gente.
Me miró
unos
segundos,
sopesando
si
merecía
su
atención
–Hizo
un
buen
trabajo
con
su
polla
–dijo,
mostrando
una
sonrisa
que
me
pareció
del
todo
sucia.
Aridoff me
acompañó
hasta
la
entrada.
En
el
vestíbulo
esperaban
cerca
de
diez
personas
más.
No
reconocí
a
nadie,
para
mí
no
eran
más
que
una
masa
sin
rostro.
Formé
parte
de
ellos
sin
demasiados
problemas.
Nadie
me
habló
y
yo
no
hablé
con
nadie.
No
tardaron
mucho
en
hacernos
avanzar.
Los cuadros
que
había
visto
colocar
antes
ocupaban
más
de
lo
que
me
pareció
al
entrar,
llegando
algunos
a
rozar
el
techo
del
almacén.
No
reconocí
el
estilo,
cuajado
de
pincelada
anchas
y
gruesas,
trazadas
con
furia,
alternando
el
negro
y
el
rojo
sobre
fondos
construidos
a
base
de
deshechos,
latas,
ropa,
quincalla
e
incluso
trozos
de
maniquí.
Parecía
que
querían
construir
un
laberinto
con
aquellos
cuadros,
ante
los
que
me
hicieron
desfilar
durante
un
buen
rato,
andando
en
círculos,
quizás
con
el
objetivo
de
confundirnos.
Se
me
ocurrió
que
aquella
era
la
obra
de
Aridoff,
¿no
era
pintor?,
¿no
llevaba
años
sin
exponer?
A
esto
se
había
dedicado
los
últimos
años,
a
preparar
el
primer
paso
de
la
obra
de
Faré
como
antesala
de
una
catedral
perversa.
Tras aquella
sombría
peregrinación
nos
dejaron
frente
a
un
telón
de
terciopelo
negro
en
una
habitación
sin
apenas
iluminación.
Empezó
a
sonar
un
ruido
de
motores,
como
de
aviones
realizando
un
picado,
cada
vez
a
mayor
volumen.
A
medida
que
el
sonido
se
hacía
insoportable
añadieron
otros
efectos,
sirenas
de
bombardeo,
perros
ladrando;
creí
reconocer
hasta
el
llanto
desgarrado
de
un
bebé.
Fue
entonces
cuando
conectaron
las
luces,
grupos
de
focos
con
diversos
colores
girando
a
gran
velocidad.
Parecía
como
si
nos
quisieran
inducir
una
especie
de
viaje
de
LSD.
De repente,
el
silencio
más
absoluto.
Las
luces
pasaron
a
un
blanco
mate,
doloroso.
Levantaron
el
telón
con
cierta
parsimonia
teatral.
Lo primero
que
vimos
fue
la
mesa
de
operaciones.
Aunque,
por
las
palabras
de
Czevarth,
comprendí
que
era
aquello
a
lo
que
se
refería
como
“la
máquina”.
Era una
mesa
de
cirugía
un
poco
más
grande
de
lo
normal,
en
cada
extremo
había
un
cilindro
metálico
del
tamaño
de
una
persona
de
la
que
salía
un
brazo
neumático
articulado.
Era
parecido
a
los
robots
que
empezaban
a
instalar
en
las
fábricas
de
coches,
sólo
que
mucho
más
estilizado.
En
el
extremo
de
cada
brazo
había
un
instrumento
diferente,
una
jeringuilla,
una
tenaza,
unas
tijeras
y
una
sierra
dentada.
Comenzó
a
sonar
un
vals
que
no
conocía.
Los
brazos
mecánicos
se
movieron
a
su
ritmo
ejecutando
un
baile
que
me
pareció
siniestro.
Faré entró
en
la
sala
acompañado
de
Czevarth
y
la
música
se
detuvo.
Estaba
desnudo
y
mostraba
con
orgullo
las
prótesis
que
le
había
hecho.
Se
acomodó
en
la
mesa
de
operaciones
y
su
compañero
de
representación
marcó
unos
límites
en
la
mesa
utilizando
unas
piezas
metálicas.
Levantó
una
tapa
de
uno
de
los
laterales
y
extrajo
una
decena
de
pequeños
micrófonos.
Los
distribuyó
por
el
cuerpo
de
Faré
y
los
altavoces
restallaron
con
el
latido
de
su
corazón
y
el
sonido
de
su
garganta
al
tragar
saliva.
Nos
enterábamos
de
cada
movimiento
que
hiciera,
por
pequeño
que
fuese.
Czervath introdujo
una
tarjeta
perforada
de
ordenador
en
la
mesa
de
operaciones
a
través
de
una
ranura,
junto
al
robot
de
la
jeringuilla.
Los
brazos
volvieron
a
bailar,
esta
vez
sin
música.
–El azar
–sonó
la
voz
de
Aridoff
por
los
altavoces–
que
rige
nuestras
vidas,
todas
ellas,
decidirá
ahora
en
John
Faré
cuál
es
el
precio
por
liberarnos.
¿Qué
perderá
él
para
que
nosotros
lo
ganemos?
Así
como
el
destino
nos
marca
a
todos
por
dentro,
así
dejará
una
señal
en
él,
a
través
de
su
piel,
de
sus
manos,
de
su
cuerpo.
Recuerdo el
ritmo
del
corazón
de
Faré.
No
se
alteró
en
un
solo
latido
mientras
el
brazo
robótico
que
llevaba
una
jeringuilla
le
perforaba
el
brazo.
Tenía
que
ser
algún
tipo
de
anestesia
o
calmante,
pues
a
partir
de
entonces
se
relajó
la
cadencia
que
sonaba
por
los
altavoces.
Reconozco que
todo
aquello
era
hipnótico.
La
sala
tras
el
telón
estaba
limpia
como
un
quirófano
y
Czervath
había
cogido
un
pequeño
maletín
de
médico.
El
brazo
de
la
jeringa
si
retiró
mientras
el
de
la
tenaza
presionaba
el
brazo
derecho
de
Faré.
La
sierra
radial
se
activó
con
un
ruido
espantoso
y
distorsionado
por
los
altavoces.
Se
acercó
al
brazo
con
un
movimiento
lento
pero
preciso.
Todos
mirábamos
aquello
pese
a
que
sabíamos
lo
que
iba
a
pasar.
Nadie
hizo
nada
para
evitarlo.
El sonido
de
la
sierra
rompiendo
el
hueso
de
la
muñeca
de
John
Faré
rebotó
en
las
paredes
de
aquel
viejo
almacén.
La
sangre
salpicó
en
todas
direcciones
pese
a
la
presión
ejercida
en
la
muñeca
por
el
otro
brazo.
Czevarth
acudió
con
rapidez.
junto
al
muñón
ensangrentado
y
extrajo
aguja
e
hilo
quirúrgico
para
coser
la
herida.
Aquello
era
una
auténtica
carnicería.
La
sangre
empezó
a
chorrear
por
debajo
de
nuestros
pies
formando
un
charco.
John Faré
seguía
con
la
misma
sonrisa
plácida
con
la
que
me
había
obsequiado
en
el
camerino.
Los
brazos
proseguían
con
aquella
especie
de
danza
aleatoria
sobre
su
cuerpo.
Mientras
Czevarth
todavía
cosía
el
muñón
de
la
mano
la
operación
del
azar
continuaba;
las
tijeras
cortaban
el
muslo
de
la
pierna
izquierda
con
soltura.
Parecía
una
herida
superficial,
pero
la
sangre
seguía
cayendo
con
abundancia.
La
sierra
volvió
a
sonar.
Sentí una
arcada.
Tenía
ganas
de
vomitar.
No
podía
creer
lo
que
estaba
viendo,
ni
siquiera
podía
creer
que
alguien
siguiera
allí.
Me
di
la
vuelta
y
eché
a
correr
por
los
pasillos
cubiertos
de
cuadros,
atravesando
aquel
laberinto,
dejando
atrás
los
latidos
del
corazón,
la
sierra,
la
sangre,
a
mí
mismo.
Fuera la
nieve
era
demasiado
blanca.
Vomité
junto
al
motero
barbudo
de
la
entrada.
Lo
tiré
todo,
vaciándome.
Acabé
sentado,
apoyado
en
el
muro
pintado
de
rojo
tratando
de
respirar
aire
puro.
No
podía
quitarme
de
encima
aquel
hedor
a
desagüe
podrido.
Tal
vez
porque
siempre
había
sido
yo
y
no
Aridoff
el
que
olía
así.
Recuerdo que
no
podía
parar
de
llorar
cuando
empezó
a
salir
de
la
galería
de
arte
el
resto
de
la
gente.
Corrían.
Algunos
de
ellos
parecían
aterrados.
Yo
no
había
podido
aguantar
tanto
como
ellos,
fascinados
por
el
horror
de
tal
forma
que
parecían
no
creerlo
posible,
como
si
hubieran
asistido
a
una
representación
demasiado
realista
del
Gran
Guiñol.
Tras
ellos
apareció
Aridoff.
–Creí que
se
había
marchado
–dijo.
Tenía
en
los
labios
un
cigarrillo
ensangrentado–.
Algo
ha
salido
mal.
No supe
qué
decirle.
Le
miré,
creo
que
con
odio.
Parecía
tranquilo.
Se
dejó
caer
a
mi
lado
y
dio
una
calada
profunda.
Ya
no
olía
mal.
–Czervath se
ha
ido
–comentó–.
No
sé
si
volverá.
Nunca
lo
ha
llegado
a
comprender
del
todo.
El
sólo
entendía
a
la
máquina.
¿Y
usted?
¿Cómo
se
siente?
Tenía miedo,
asco,
me
temblaban
las
piernas
y
estaba
mareado.
El
sabor
de
la
bilis
me
atravesaba
la
garganta.
Me
odiaba
a
mí
mismo
porque
en
el
fondo,
muy
dentro
de
las
entrañas,
me
sentía
aliviado.
Estaba
avergonzado
por
esa
sensación.
Hoy
día
lo
sigo
estando.
No le
contesté,
lo
dejé
allí,
fumando
junto
al
almacén
rojo.
Llegué
hasta
mi
coche
y
conduje
lejos
de
allí.
Seguía
llorando
cuando
llegué
a
casa.
Nunca más
volví
a
ver
a
Gilbert
Aridof,
Czervath
o
Faré,
ni
tuve
noticias
suyas
por
ningún
medio.
De
vez
en
cuando
me
llegan
comentarios
sobre
alguien
que
se
mutila
en
escena
para
realizar
una
performance,
o
que
se
extrae
un
litro
de
sangre
y
luego
lo
esparce
entre
el
público.
Asisto
a
todas
las
que
puedo
y
me
fijo
en
los
artistas.
Ninguno de
ellos
es
John
Faré,
no
es
lo
mismo.
Soy
capaz
de
ver
su
vacío,
pero
no
pueden
aliviar
el
mío.
Aridoff
tenía
razón
en
una
cosa:
todos
tenemos
algo
que
redimir,
algo
que
nos
mancha
el
alma.
No sé
si
Faré
murió
por
todos
nosotros,
pero
desde
entonces
en
mi
estudio
sólo
huele
a
alcantarilla
cuando
llueve.
Y
le
doy
las
gracias
por
ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario