miércoles, 27 de diciembre de 2023

En el departamento del tiempo

Guillermo Samperio

 

Para Ángel José Fernández

 

Ahora su esposa estará desesperada porque ya pasan de las once y él acostumbra llegar a casa a las ocho en punto o a las ocho y media cuando va por pistaches a la avenida hidalgo y hasta la esposa sabe que siendo las ocho y veinte arturo traerá pistaches y con los pistaches la sonrisa socarrona y salada de arturo antes de acomodarse frente al televisor. Hace dos horas con cincuenta minutos que la esposa pensó arturo traerá pistaches y después nos sentaremos a ver la patrulla salvaje y la hora domecq, aprovechando algún comercial le pondré sus pantuflas a mi arturito y le serviré el recalentado y quizá quiera acariciarme una mejilla, darme un beso en la frente. Pero el caso es que han transcurrido más de dos horas y ella se repite y se repite lo veré entrar con su bolsita blanca, nos sentaremos a ver la tele y luego si por descuido me besa el cuello lo invitaré a pasar a la recámara sin que veamos la hora domecq, y como siempre, le advertiré que la luz se quedará apagada y que no gritaré y que ninguna mordida amoratará su espalda, en suma, arturo, no te miraré desnudo ni dejaré que me mires los senos que nada más has visto por descuido cuando salgo del baño o cuando me pongo el camisón para dormir, los senos que siempre durante treinta años te has negado por lo menos a rozar, pero eso, con los años, ya no me importa o nunca me importó, arturito, con tal de sentir las sacudidas y tus convulsiones semirrabiosas, a pesar de que tus manos se encuentren alejadas, sumergidas entre las sábanas, entre tu cuerpo y el colchón amordazadas, censurándolas de esa necesaria caricia que de seguro ellas quieren brindarle a estos pezones desamparados y ya blandos y arrugados de tanto estar quietos y guardados, como los aretes que dudo que sean de jade que nunca me he puesto para la famosa fiesta que me prometiste desde recién casados. La fiesta en la que seríamos unos invitados tan distinguidos como cualquiera de esos gringos que entran y salen borrachos o mariguanos por la majestuosa puerta que tú tienes que abrir y detener para luego soportar el miserable aliento a perdices digeridas, pero a lo mejor nunca te ha importado a cambio de las miserables propinas abundantes, el trato despectivo, las miradas de desprecio y hasta quedarte mudo frente a la infame proposición de algún homosexual desesperado. Así, arturito, así tengo guardados los pezones, en el aretero del tiempo; pero ya no importa, arturo. Además, ahora que has tardado tanto no puedo definir qué siento por ti, si me das lástima o si te odio. No lo puedo definir.

Para la mujer tres horas de retraso equivale a un arroz quemado o a una sopa que hierve durante horas y horas hasta dejar costras de fideos adheridas al traste. Después del despertador a las seis y media, los huevos tibios a tiempo, el té de boldo en su punto, en fin, después de que la vida se cumple con su enquistada modorra, modorra que se cuenta entre cuartos de hora de eso y aquello, compras contra el reloj al mercado y el jitomate coloradito, sí, después de tres horas de retraso, se abre camino, en esa misma modorra, una rotura que se instala en el seno de la obsesidad de la mujer. Y tal parece que en algún momento de ese monólogo casero se dijo que para qué el té de boldo con sus gotas de limón, para qué tantos huevos tibios y calcetines remendados; ella realizaba su recuento a base de multiplicar pequeños actos: en cinco años de mil quinientos a mil setecientos huevos tibios, en diez años por lo menos cuatrocientos calzoncillos parchados, en quince años siete mil idas y regresadas al mercado; además, esos productos aún habría que multiplicarlos por seis o por tres o por dos, según el caso. Y ahora, ahora que se sabía sentada en el sofá de él, que había tenido más de tres horas para repasar su biografía, empezaba a desbordar un calor interno que se le escapaba por la rotura que ya había sido provocada por esas mismas tres horas de retraso del señor gonzález.

Empezó por anudar y desanudar el trapo de la cocina, después se comió las puntas del delantal, caminó en varias ocasiones de la cocina al baño y por último se dejó caer sobre el sofá del señor gonzález; reseñó una y otra vez la llegada de él; luego ya no pudo detener el deletreo de algunos pasajes oscuros que sobrepasaron el recuento de la modorra cotidiana; era la rotura la que le proporcionaba las fuerzas para soltar ese brusco parloteo interno; pero también era el no-sa-ber-qué-hacer ante la rotura, el que le daba luz verde a lo que después ella llamaría pasajes oscuros de su vida. Y es probable que nada más hubiera bastado hora y media para detestar el temblor de sus carnes y el mordisqueo obsesivo de cuanto trapo y tela estuvieran a su alcance, pero eran tres horas, las tres horas más cortas y dolorosas porque en tres horas había resumido, entre recuerdos y números, a base de instantáneas, treinta años de ella y arturo gonzález.

Por su parte, lo que el señor gonzález nunca supo es que después de tres horas de espera la mujer se había quedado quieta, respirando tranquilamente una vez que la rotura-orificio había quedado saturada, sin encender por primera vez el televisor y como observando por encima del trastero alguna otra pantalla invisible. Cuando el señor gonzález repasaba y repasaba aquel artículo del reader’s digest sólo pudo imaginar que la esposa estaría comiéndose las uñas unos instantes, inmovilizada, sin atinar a pensar en nada hasta quedarse dormida con la hora domecq; por eso se dijo que enriqueta no lo podría ayudar en lo más mínimo, además de que nadie podía brindarle ayuda, ni él mismo porque aunque no recordaba el momento en que levantó los brazos entre el cuarto y noveno piso, se sentía responsable y satisfecho, como descansado de una larga caminata por el centro de la ciudad. Cuando dijo satisfecho recordó nuevamente el pasaje preciso del artículo del reader’s digest: “entre otros de los homicidas en potencia, se cuentan elevadoristas, meseros, veladores, botones, etc.” Y quizá, si la frase lo hubiera incluido en el etcétera, el escalofrío de la primera ocasión no habría causado tanta mella en sus presentimientos, quizá la obsesión no habría crecido o por lo menos habría sido velada entre las infinitas posibilidades de homicidas que encerraba el etcétera; pero el doctor scott había escrito exactamente una coma antes del etcétera límite de la palabra “botones” y ahí, en esas siete letras, saltaba el nombre de él, arturo gonzález, y los nombres de todos sus compañeros; entonces, a pesar de que siempre se negó a adjudicarse lo que él denominaba una grave irresponsabilidad clínica, empezó por descubrir en felipe caltenco, novel mucamo, ojos taciturnos, manos nerviosas y seguramente boca reseca; a rogelio meléndez lo comparaba con el señor gris, eficiente administrador del hotel durante veinte años, y concluía que entre el aroma a lavanda del señor gris y el olor a pescado frito de rogelio meléndez mediaba el asesinato. Así, con esas meticulosas observaciones, que con el tiempo se volverían una especie de sex-appeal misterioso, el señor gonzález descubrió atributos desastrosos en cada uno de los empleados menores del hotel. Esperaba, en cualquier bocacalle o pasillo oscuro, la navaja que le atravesara el abdomen a causa del mínimo altercado ocurrido en días pasados. Por eso, además de los guantes blancos que usaba ordinariamente, se ponía otros guantes –que él llamaba de seguridad– para codearse con sus compañeros. Y por eso también todo mundo descubrió, aunque no supieran la razón, que no sólo trataba con una buena distancia a los clientes y al administrador, sino a todo el personal, incluyendo a cocineras y acomodadores de automóviles.

En lo político sus descubrimientos fueron tumultuosos y escalofriantes; y así fue diciéndose, entre dientes, en lo que llegaba a su departamento: eso es, tumultuosos y escalofriantes. En la última reunión del sindicato a la que asistió, mientras botones, mucamas, meseros, galopinas, y cocineras discutían la necesidad de emplazar a huelga, el señor gonzález pensó: ustedes son una bola de criminales, que esperan el momento oportuno para balacear al de junto. Y en cada uno de los rostros, la mayoría morenos, encontró rasgos similares a los de goyo cárdenas o gonzalo rojas, y hasta al secretario general del ejecutivo le notó un aire de margarito zendejas. De esa manera, sin darse cuenta de esa creciente escalada de presentimientos, y descargándose con su esposa, las sospechas se confirmaban al menor movimiento fuera de lo habitual, al menor tic común y corriente, al menor guiño de ojo. Ahora, sentado sobre un banquito que el sargento había hecho favor de acercarle, no le importaba el ir y venir de los fotógrafos ni lo que pudieran decir mañana los periodistas de todos los diarios ahí reunidos; no le importaba ese revuelo de judiciales, agentes del ministerio público y tecolotes, en los separos de la procuraduría de la república. Y no sabía y nunca supo que en ese momento, más o menos once y cuarto de la noche, se establecía una coincidencia en la tranquilidad, en la desguansez, en el se acabó, con enriqueta.

Sí, él no sabía y nunca supo que la mujer que estuvo sentada con las piernas abiertas al desparpajo, dejando que el aire que se colaba por la ventanilla del comedor se estrellara contra sus carnes fláccidas, mirando, debido a una rotura repentina, por encima del trastero como una pantalla; si alguien en ese momento se hubiera acercado a la mujer habría descubierto que la pantalla se encontraba dentro de ella, debajo de donde nacía el cabello derramado sobre el respaldo del sofá. El señor gonzález tampoco llegaría a saber ni a pasarle por casualidad por la cabeza aquella otra acta que enriqueta levantaba al mismo tiempo que la mecanógrafa redactaba la suya (con algunas faltas de ortografía que nadie corregiría, escribiendo preguntas y respuestas, acusaciones y delitos, dejando de lado las mentadas de madre que profería a los mexicanos mr. warners). No, nunca llegaría a conocer la versión paralela de su esposa que no detuvo el monólogo casero hasta que un empleado del hotel le fue a avisar de la detención de su marido; que se apresurara. Nunca supo que la mujer siguió mirando la pantalla hasta la nocturna despedida del canal imaginario, en el que otra enriqueta hablaba y decía que así se habían quedado sus pezones, guardados en el aretero del tiempo, como uvas puestas al sol hasta quedar resecas de nada, de ausencia, de estar a la intemperie, esperando unos cuantos dedos, no más de diez; pero para mí no siempre fue de esa manera, por eso tengo un secreto pequeñito, así de chiquitito, pero al fin secreto, arturo, mi arturo, porque no estás enterado de que una vez restregué estos mismos senos en la boca de mario, el hijo mayor del portero, sí, el hijo del portero, los restregué en la boca de uno de los miembros de lo que tú llamas secta de asesinos o taciturnos homicidas que esperan en el recodo de cualquier pasillo, precisamente en las manos de uno de ellos derramé los pedazos de carne que tú hiciste a un lado, como si fueran uno de tus life atrasados, y si quieres una verdadera enriqueta, aquí me tienes, porque algún día me tenía que pasar, porque ya no podía estar nada más sobándome contra mis propias manos, esperando inútilmente una desbandada de tus homicidas para violarme el cuerpo y luego, muchos luegos, resistir la embestida inexistente de tus truhanes y sátrapas y luego y luego a gozar hasta derretirme debajo de veinte tipejos de manos detestables que nunca llegarían, no, no podía esperar, arturito, yo misma lo provoqué con la ventaja de mis piernas, con la premeditación de mis senos, echándole encima mis carnes, sin dejarlo pestañear y luego mis dos senos, mis nalgas abundantes, y si quieres más detalles, le pagué, le di dinero para que no hubiera ambigüedad.

Ahí, parado en el quicio de la puerta, estaba mario, tan jovencito, sin imaginarme que esa mañana no habría bote de la basura ni periódicos viejos, sin saber que no se llevaría un peso sino veinte o treinta o cuarenta, lo que yo, arturo, lo que yo quisiera pagarle de nuestros ahorros; pero no creas que todo fue tan fácil, no, porque en ese momento, cuando él llamó a la puerta con su tímida mano, yo me revolcaba desnuda sobre la cama, como perra encerrada, sobándome hasta llorar de dolor, y si no ha sido por esa coincidencia que yo tanto anhelaba no habría culpable; nada más le dije ven mijito, pásale, no tengas miedo, y mientras le ponía los primeros veinte pesos en la bolsa, mi mano ya le acariciaba su cosita y después, para mí, todo fue escandaloso y cachondo, y ahí mismo, en el sofá en que estoy sentada, me desabroché la bata y mis senos se desplomaron sobre su boca y hubo un poco de sangre en los pezones y violaciones de muchas maneras –si tú le quieres llamar violaciones–, después el jovencito parecía una fiera, la inocencia de su cara había desaparecido, lo que quería decir que mi mario, arturo, que mi mario también estaba loco y dócil y luego su cosita, ya sin pena, me recorría todos los rincones y las montañas de piel y los vellos de todos los rincones; así fue, arturo, nos revolcamos en el suelo, grité sin que me importaran nuestros eternos vecinos y el miedo que le vino a mi mario; le mordisqueé las piernas, al fin que para eso le daba otros veinte pesos, y así se pasó toda la mañana y después pasaron los días y tú nunca me descubriste los mordiscos y los moretones en las nalgas; mi mario no regresó y luego vinieron los años y un día lo vi con su esposa y sus hijos, y supe por su mirada que aquella locura pasaba por su mente, mientras yo también recordaba mis pensamientos de entonces: que me sentía nuevamente mojada al imaginar que nuestra aventura era para él un orgullo entre sus amigos y me mojaba aún más pensando que de seguro mario exageraba y decía que él llevaba la batuta, que él había doblegado mi cuerpo y que casi me obligó a que mis senos le inundaran su boca de hombre de mundo y que su cosa y su cuerpo ordenaban y desordenaban en el departamento 18. Desde aquella mañana me sentí cómplice de tus asesinos, desde entonces cada vez que nos acostábamos recordaba todo lo sucedido con mario, sus manos, su boquita, mientras tú escondías las manos, moviéndote en silencio, con la cara volteada hacia el ropero o hacia la ventana; desde entonces, puedo asegurártelo, hice el amor con mario y no contigo, aunque ninguna de tus manos hicieran las caricias que ellas deseaban, aunque mis pezones se fueron volviendo uvas abandonadas al sol, aunque dijeras que mucho me querías.

Mientras el señor gonzález ignoraba la coincidencia con enriqueta y respondía monótonamente a las infinitas preguntas, se aseguraba a sí mismo que ya no volvería a hurgar en los reportajes de la nota roja; ahora ya no tenía necesidad. No porque los arrepentimientos le corroyeran el alma, él no sentía ningún arrepentimiento, es más, no tenía por qué arrepentirse de nada si ya había confesado paso a paso que él no supo en qué momento levantó los brazos, en qué momento soltó la maleta. Estaba convencido, no volvería a leer la nota roja; carecía de importancia corroborar el origen de los rateros y criminales. Sabía que todos los reportajes desembocarían en aquel artículo del doctor scott: los taxistas seguirán siendo al mismo tiempo que criminales objetos del crimen; los contadores públicos asesinarán, como es la costumbre, a sus esposas, o golpearán a sus madres; los meseros encerrarán a sus hijas durante muchos años en el cuarto oscuro y lleno de ratas; los elevadoristas, además de vender billetes de lotería, alguna noche, en el maloliente cuarto de un hotel, después de victimar a la infiel, se pegarán un balazo en el paladar. Cada uno de esos actos respetan mandatos previos, son conducidos por una mano negra que los induce hasta el resultado obvio y cotidiano del homicidio y el escándalo. Nada más es cuestión de mirarles la cara, se decía el señor gonzález, para comprobar que ellos no tienen la culpa, que no hay motivo para inquietarse ni para sentir arrepentimiento. Al contrario, después de esos años de angustia y miradas escrutadoras, viene la calma, el descanso. Como ahora, con esa contradictoria tranquilidad que mostraba el señor gonzález, sentado en el banquito, cansado y con sueño y un poco urgido de que ya terminara el tecleo de la mecanógrafa y los insultos de mr. warners. Ya nada tenía compostura.

Sumido en ese sopor, le vino, como una reseña nostálgica, la imagen de los corredores ocultos del hotel. Estaban, del otro lado, los pasillos alfombrados, las paredes con sus adornos modestos y recurrentes, las suites que a pesar de contener esa apelmazada violencia de todos los hoteles dejaban sentir un no sé qué recordando el hogar; estaban, también, en el bar y el restaurante, amueblados y atendidos de tal manera que los clientes puedan olvidar por ese grato momento la urgencia de visitar los lugares característicos de la ciudad; sí, estaban los espacios de afuera, la cara visible del servicio. Pero el señor gonzález ahora estaba sumido en el recuerdo de los mecanismos de los otros corredores, la cara oculta del hotel, aquellos corredores por los que deambulaban sus compañeros y él, y que nunca les eran dados a los clientes. Y que por estar ocultos estaban necesariamente desnudos, grises, francamente violentos; pero al fin y al cabo indispensables, como indispensables y eficaces resultaban casi todos los empleados. Y tanto ellos como el mismo señor gonzález habían captado que la cara oculta y la visible, la verdad y la hipocresía del hotel, se reproducían en sus trabajos y en sus personas. De esta revelación el señor gonzález fue presa mucho tiempo después de haber entrado a trabajar en el hotel; una noche, después de un día en que hubo una convención de quién sabe qué organismo de la iniciativa privada, el señor gonzález empezó a recorrer los pasillos aledaños, iniciando la ida a casa; estaba cansado, sin ganas de mover una puerta más. Llegó al vestidor y no quiso ni darse una lavada, simplemente se quedó sentado en una banquita, junto a los lockers, escuchando la algarabía de voces de los que salían del primer turno y el ruido del dinero que producía el recuento de las propinas; fijó la vista en luis y fue observando cada movimiento del mesero: primero se quitó la filipina, le siguió la corbatita negra, luego la camisa, y por último el golpe: la camiseta de luis mostraba un agujero cerca del ombligo y otro en el tirante derecho, sin contar cuatro o cinco remendadas aquí y allá. Después fue hernández con sus calcetines rotos, el izquierdo del talón y el derecho del dedo gordo. Vino ricardo que, al registrar sus pantalones, se encontró con sendos agujeros en los bolsillos. El señor gonzález sintió eso, un golpe que lo remontó al juego de caras del hotel, con sus pasillos verdaderos e hipócritas, con sus cuartos que rememoraban el calor del hogar, y los cuartos, como en el que se encontraba en ese momento, que semejaban las cloacas de la ciudad; entonces supo que ellos, luis y hernández y ricardo y él mismo, también tenían sus pasillos ocultos y sus cloacas, sus cuerpos alfombrados y sus cuerpos desnudos, grises y francamente violentos. Mientras apoyaba la cabeza sobre uno de los lockers, le subió el temor, un temor casi palpable por la fuerza con que se hacía presente, mezclado con un creciente olor a basura que venía de la cocina. Nadie de los presentes se enteró de lo que estaba viviendo gonzález, pero tampoco supieron que gonzález también tuvo ganas de llorar y lástima por él y por sus compañeros y ganas de abrazarse a las piernas desnudas de ricardo, ganas de que todos se abrazaran en una orgía de solidaridad, ahí, en las cloacas, para transmitirse las lágrimas y las distintas lástimas, y poder declarar, gritar, lo que cada uno sentía y opinaba sobre los otros. El temor pudo más, gonzález se quedó sentado todavía un buen rato, hasta que los del segundo turno fueron desapareciendo por los corredores. Después presenció su propia desnudez, sus movimientos fueron lentos, desganados, hasta que también él desapareció por el pasillo que lo conduciría hasta enriqueta.

Como en otras oficinas de la procuraduría, en la mesa número cuatro proseguía el alegato; la mecanógrafa levantaba un recuento distinto al de enriqueta. Era el recuento y la reconstrucción de aquellos hechos que se coagularon en diez minutos, en cinco minutos antes y cinco minutos después de que el señor gonzález levantara los brazos. Eso, se trataba únicamente de reconstruir esos diez minutos, que por los gritos y las maldiciones de mr. warners, y por las constantes interrupciones del señor gris, parecía que se estaba reconstruyendo un día de saqueos y masacre. Si bien, como a duras penas explicaba mr. warners, deseaba no haberla conocido ni invitarla al mismo hotel, o al menos deseaba no haberla acompañado hasta la puerta del hotel; si bien él, mr. warners, deseaba y no deseaba algunos de los llamados hechos, opinaba y gritaba que new york era una miel junto al subdesarrollado distrito federal, además de que ese enano barrigón, es decir el señor arturo gonzález, era un hijo de perra. Por su parte, la mecanógrafa, a pesar del cansancio, no podía impedir de vez en cuando una leve sonrisa ante los enredos que ya nadie detenía. Debido a ese creciente enredo, las declaraciones habían sido repetidas durante cinco horas entre la calma y la versión diez veces contada por el señor gonzález, los nunca lo creí de usted del administrador, y el anuncio de que ya estaba avisada la señora gonzález. Y para diez minutos de vida y muerte el alegato proseguía, sin contar los meses y los años con que seguramente remataría.

Esta vez, quizá la undécima o la duodécima, el señor gonzález empezaba de nuevo, con su voz cansada y segura: que como es su costumbre primero abrió la puerta del automóvil, vio salir a la mujer rubia mientras él detenía la puerta; que la mujer se puso de pie con dificultad, sin importarle mostrar toda la longitud de sus piernas, incluyendo unas pantaletas negras que después los ahora testigos pudieron observar. Prosigue el acusado: una vez que la mujer estuvo parada o tambaleante en la banqueta, él pensó que ella venía enferma o tomada, que después salió del automóvil el que ahora sabe que se llama mr. warners, y que como es típico en los americanos, mr. warners le dijo mucho cuidado, refiriéndose a las maletas que el taxista ya había puesto a las puertas del hotel. Lo confirma: la mujer rubia venía borracha, lo mismo que mr. warners; que una vez que mr. warners le puso la propina en la mano, le mandó un beso volado a la mujer rubia y luego pronunció algunas palabras en inglés que el acusado no entendió. Que después de todo lo anterior, ella y él, arturo gonzález, ascendieron las escalinatas, la rubia por delante y el señor gonzález detrás; pasaron por la administración y felipe les dijo área azul veintisiete. Que la rubia, además del escote tan pronunciado y de la indiscutible ausencia de portabustos, quién sabe qué cosa le decía al acusado, que sus frases eran una mescolanza de inglés y español, porque distinguió las palabras biutiful, jin, chingoan, beibi, aiam, cuidadou, etc. Que llegaron al elevador y que fuera de ellos nadie más entró; que lo recuerda muy bien: una vez que el elevador comenzó a subir como que la intensidad de la luz disminuyó, pero que a partir de ese bajón de luz siente que hay un hueco en su memoria, porque sólo recuerda que en el noveno piso se dio cuenta de que el cuello de la hoy difunta rubia estaba entre sus manos, y que uno de sus senos, parece que el derecho, había saltado del escote; que el cuerpo de la mujer yacía en semicírculo contra la esquina oriente del elevador. Lo confirma: sólo se percató del cuello de la rubia entre sus manos cuando la señora que ocupa el veintinueve pegó un grito, que él, señor arturo gonzález, confiesa, lo espantó. Que la señora del veintinueve esperaba el elevador acompañada de su esposo. Por último, el señor arturo gonzález afirma que el esposo de la señora del veintinueve dijo qué bárbaro, pero que no supo si esa exclamación se refería al cuerpo de la rubia o al hecho acaecido. Que por alguna razón que el acusado no se explica el elevador bajó solito y que, en el momento en que se corrían las puertas, la señora del veintinueve volvió a gritar; pero que una vez en el pb ya nada se movió hasta que llegaron los agentes y los policías y toda una serie de pajarracos.

Para entonces la ciudad empezaba a quedarse sola; una lluvia cerrada empapaba las calles del centro; la poca gente que quedaba, apresurando el paso, caminaba pegada a las paredes, buscando la protección de las cornisas y de las entradas de los edificios. Por la puerta de uno de esos viejos edificios salió una mujer de alrededor de cincuenta años y complexión robusta. Una pañoleta le cubría la cabeza, llevaba los labios pintados de rojo carmesí; quizá no se enteró de la lluvia o no le importó mojarse, porque era la única valiente que no corría ni intentaba deshacerse de la lluvia. Caminaba pesadamente, ladeándose un poco hacia la derecha, debido al peso de una caja de cartón que cargaba. Sería muy probable que después de algunas cuadras los mecates con que iba amarrada la caja empezaran a lastimarle la mano. Quizá tampoco eso le importaría.

 

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