Eraclio Zepeda
A Rodrigo Moya
No era del todo una sensación de temor la que subía hurgándole costillas
y entrepiernas. Casi podría ser una risa de nervios desatados, o un regocijo sin
fronteras, extenso, puesto a la vista como un territorio descubierto.
Pero aquel incontenible pestañeo en el ojo izquierdo,
casi un relámpago cegado, clausura instantánea bailándole pestañas, ponía en su
cara, después de todo, la máscara del miedo.
Juan Francisco de la Mora, abogado, responsable de negocios
oficiales y asuntos testamentarios, permanecía oculto en el pequeño espacio que
dejan libre los tinacos que guardan el agua para el baño de cadetes. Allí, en la
azotea de su antigua escuela militar, el abogado temblaba como si lo estuviera golpeando
el duchazo diario y frío que, a pesar de los intentos de tenientes y capitanes,
no llegó a templar su cuerpo en cuatro años de internado.
Desde su escondite había oído gritos poderosos de cabos
y sargentos, silbatazos de oficiales y notas destempladas con las que el corneta
de guardia quería configurar un toque apresurado de alarma, no logrado por tener
los labios torpes aún, apretados al sueño del que había sido arrancado con violencia.
Conjurados por esta algarabía los cadetes se habían
movilizado, saltando de la cama, en caos, al trote, muy pocos en uniforme completo,
los más en pijamas alternadas sólo con las botas y el capote, la mayoría trazando
movimientos asombrados y a todos ardiéndoles los ojos como si se negaran a ver la
noche de improviso.
El abogado vio cómo la tropa se formaba en el patio,
a carreras y empujones, armada ya con aquellos fusiles que él sabía descargados.
El corneta hacía retumbar las notas, ahora afinadas,
de llamada de tropa, usando la contraseña para la primer compañía que no bajaba
al patio y perdía el tiempo inexplicablemente en su cuadra dormitorio, debajo del
tinaco atalaya del abogado Juan Francisco de la Mora.
Juan Francisco de la Mora, matrícula cuatrocientos once,
cadete de primera en la segunda escuadra del tercer pelotón de la primera compañía,
con ocho años menos de los que ahora tenía ocultos en medio de los tinacos, sin
título de abogado todavía, marchaba bajando las escaleras, encuadrado en su unidad,
con el arma embrazada, sin comprender qué sucedía y sin tiempo para amarrarse las
botas.
Pasaron ocho años y Juan Francisco recordó siempre aquella
noche en que el cuerpo de cadetes fue despertado a las dos de la mañana con toques
de alarma y gritos anunciando zafarrancho, y cómo después, ya formados en el patio,
el oficial de guardia les había comunicado en forma precisa: “Cadetes, la escuela
ha sido ultrajada por exalumnos borrachos, que buscan mofarse de la dignidad militar,
de la disciplina, de la patria y del honor. Es un grupito que ha salido huyendo
a esconderse cobardemente para escapar a la ira que nos está quebrando el ánimo.
¡Que no quede uno solo sin recibir el justo pago a su atrevimiento!”
Enardecidos, los oficiales habían trazado rápidamente
un plan de acción y llevado a paso veloz las unidades de infantería a puntos estratégicos,
ya desde antaño escogidos y sabidos para una bizarra defensa del plantel transformado
de pronto en ciudadela, fortaleza, poderoso bastión de la honra y el prestigio.
En un movimiento envolvente, preciso, los cadetes de
infantería rodearon todo el territorio del colegio, mientras los de caballería hacían
patrullas galopando en un círculo externo, por el valle y las barrancas, con el
sable listo agitándolo encima de sus cabezas y las trompetas lanzando los aires
de ataque.
Las luces de la escuela en todas sus dependencias estaban
encendidas y los reflectores barrían la enorme extensión de la barda y la alambrada.
Por los pasillos, el patio y los salones de clase resonaban las botas de los destacamentos
que recorrían y revisaban, a la caza de exalumnos.
Y de pronto, muy cerca del puesto que le tocara cubrir
al cadete de primera Juan Francisco de la Mora, surgió un enorme grito: –¡Aquí está
uno!
Y un grupo de cadetes corriendo hacia el lugar del hallazgo
con las armas listas, dispuestas a golpear, con las culatas dirigidas al sitio del
escondite, y luego la sucesión de injurias, y el restallar de bofetadas, y los sonidos
secos de las costillas y las piernas, y Juan Francisco horrorizado viendo cómo un
sargento sacaba arrastrando del seto el cuerpo ensangrentado de un hombre que lloraba
y gritaba y decía que lo soltaran, que todo había sido una broma, que ellos al igual
que los cadetes de ahora también habían soportado los arrestos y los malos tratos
y los castigos de esos mismos oficiales que los cadetes de ahora soportaban, y que
por eso habían venido esta noche, después de una fiesta, para meterse a la escuela
y voltear las camas de algunos tenientes y hacer un poco de relajo que estaban seguros
iba a alegrar a los muchachos.
Todo esto dicho entre gritos y llantos mientras el cabo
Ornelas seguía golpeando con la culata las piernas del detenido.
El cadete de primera Juan Francisco de la Mora permanecía
con el arma levantada, sin atreverse a descargar el culatazo. Otros cadetes fueron
acercándose en silencio en los momentos en que llegaba, con su paso rígido y seguro,
con sus movimientos aquellos tan conocidos de todos, el capitán de la Fuente en
camiseta y pantalones de montar, pero sin botas. El capitán cogió al detenido de
la corbata y con la mano izquierda lo levantó de un tirón hacia la altura de su
pecho para descargarle de inmediato una bofetada.
–Así lo quería agarrar, papacito, mírelo, mírelo, y
ahora llora –gritaba el capitán haciéndose corear con los puñetazos y patadas que
hacía restallar encima del exalumno, llevándolo a empujones al interior de la escuela.
Juan Francisco con la vista fija, contempló el largo
camino desde el seto hasta la entrada del plantel, por donde el capitán de la Fuente
llevaba al exalumno entre gritos obscenos y golpes. Se apoyó en su fusil y comentó
con Santaella.
–Ya ni la hace Fuentecitas…
–El que viene se friega –cortó Santaella mientras se
disponía a orinar encima del seto.
–¡A ver ese tercer pelotón! ¡A reunirse inmediatamente!
–gritó el sargento, y Juan Francisco se apresuró al lugar donde se le citaba. Santaella
venía detrás, abrochándose mientras corría.
–Formación de diamante –ordenó el sargento–. Vamos a
peinar ese zacatal.
Hasta ellos llegaron voces anunciando que otro de los
exalumnos había sido descubierto.
–Es la segunda compañía la que lo halló –comentó Santaella.
–Parece que es por el rumbo de la cocina –admitió el
cabo Ornelas.
–¿Con que sí, papacito?… –llegó la voz del capitán de
la Fuente corriendo rumbo a la cocina.
Al atravesar la carretera el pelotón de Juan Francisco
vio avanzar un grupo de caballería.
–¿Eres tú, Raúl? –preguntó el sargento.
–Agarramos a uno –contestó el cabo de dragones Raúl
García.
En medio de dos caballos venía un hombre, sin saco,
con la camisa rota, ensangrentado, sujetas las manos por detrás de la cintura con
su misma corbata.
El cabo García le golpeó las nalgas con su sable, inclinándose
un poco por el lado de montar.
–Camine, camine…
–¡Pero si es Iriarte! –exclamó el sargento al verlo.
Al oír su nombre el prisionero quiso detenerse, pero
García volvió a descargar su sable.
–La regaste feo, Iriarte –comentó el sargento mientras
los cuatro jinetes avanzaban hacia la escuela.
–¡En marcha! –ordenó finalmente dirigiendo sus hombres
hacia el rumbo escogido.
Toda la noche continuó la búsqueda. El pelotón de Juan
Francisco después de peinar el bosquecito de abetos que se encuentra adelante del
zacatal, se dirigió a la barranca.
Al amanecer, el pelotón estaba al fondo de la cañada
revisando las cuevas y las viejas minas de arena. Juan Francisco, cansado, sentía
los ojos como si de la mina abandonada viniera un polvo a ensuciárselos.
Sentado en una piedra pensaba en aquella persecución
sin sentido en la que habían invertido toda la noche, cargando de un odio falso
sus pensamientos, sus pasos y sus acciones. Después de todo no era más que una broma,
una punta de borrachos, el resultado de quién sabe cuántos años de encierro en la
escuela.
Escuchó una tos contenida, como si escapara de la boca
de alguien que luchara tenazmente por impedirlo. Juan Francisco observó el interior
de la mina y descubrió un hombre sentado, vestido con un smoking ahora destrozado,
oculto detrás de unas cajas abandonadas. Juan Francisco se levantó de golpe con
el arma lista. Observó al hombre un momento, bajó el fusil y lentamente se alejó
rumbo al amanecer.
Pocos metros después oyó la voz de Santaella:
–¡Aquí hay uno mi sargento! –Se volvió con odio hacia
su compañero y vio que el sargento corría ya hacia la cueva seguido por tres cadetes,
mientras que le llegaba la palabra del cabo ordenándole acudir hacia el sitio del
hallazgo.
Ya tenían sujeto al hombre del smoking. Al parecer nadie
le había pegado. El sargento le amarró las manos exactamente como había visto hacer
con el prisionero que llevaban los de caballería; como la corbata de moño no servía
para esos menesteres le había ordenado se quitara el cinturón.
El pelotón inició el regreso a la escuela.
–Creo que sólo tú faltabas –le aclaró el sargento.
El detenido no contestó.
–A Iriarte lo agarraron los de caballería –insistió
el sargento.
–¿Conoces a Iriarte? –preguntó con interés el exalumno.
–Sí –respondió el sargento–. Era cabo de la banda cuando
yo ingresé a la escuela hace tres años.
–Ah… por eso no me conociste a mí, yo salí hace cinco
años –dijo lentamente el exalumno.
–¿Pero seguiste viéndote con Iriarte?
–Claro. Y luego él también entró a la Facultad.
–¿Qué estudias? –preguntó el cabo.
–Ya terminé. Hago la tesis para Contador.
–¿Lo soltamos, mi sargento? –pidió Juan Francisco.
–A callar, de la Mora –contestó el sargento–. Si vuelve
a hablar le hago una boleta de arresto.
Cuando llegaron a la escuela encontraron que ya estaba
formado el cuadro, con todas las unidades. Un pelotón de guardia vigilaba detrás
del astabandera a los tres exalumnos que conservaban sólo su ropa interior.
El capitán de la Fuente al ver subir el pelotón de Juan
Francisco, lanzó un grito gutural y se acercó corriendo hacia el detenido. El capitán
estaba ya correctamente uniformado, calzando botas altas con las que pateó al prisionero.
–Te conozco, palomita, te conozco –aullaba el capitán
descargando aquellos golpes secos que le habían hecho famoso en todos los cuarteles
donde había prestado servicios. Juan Francisco cerró los ojos.
–¡Ándele ese pelotón! ¡Aprisa a encuadrarse en su unidad!
–ordenó el comandante de la primera Compañía.
Formado en cuadro, el cuerpo de cadetes atestiguó cómo
el capitán de la Fuente cortaba el pelo a los cuatro exalumnos con un cuchillo de
campaña. Grotescamente firmes, los exalumnos, ante la presencia de aquella máquina
de golpes, recobraban dolorosamente una disciplina ya olvidada, mientras de la Fuente
les tomaba la cabeza con una mano, jalándoles los mechones de pelo hacia arriba
y, simultáneamente, con la otra accionaba el cuchillo, rapándolos. Los cadetes guardaban
silencio.
Juan Francisco temblaba de rabia. –No se puede hacer
esto con ellos. Son personas mayores. Ya son gente –pensaba, temblando.
Temblando, el abogado Juan Francisco de la Mora, oculto
en medio de los tinacos, oyó ahora, ocho años después, que dos de sus compañeros
habían sido descubiertos. Hasta él llegaron las voces del capitán de la Fuente.
–¡Así los quería agarrar, papacitos! –Y luego el ruido
sordo de los golpes.
No se atrevió a sacar la cabeza de su escondite para
saber quiénes eran los encontrados. Podría ser Agustín, o Acevedo, o Sotelo. Ahora,
el miedo lo habitaba totalmente. Sabía que tarde o temprano lo descubrirían y le
aterraba pensar en el capitán de la Fuente, en sus puños, en sus botas.
Era incomprensible su situación. Absurda. Grotesca.
Él, un abogado joven y ya próspero, con cargos responsables, se había dejado llevar
por el impulso de repetir el intento de aquellos exalumnos a los que él vio vejar
y golpear. Y ahora, después de la fiesta en casa de los Avendaño, en una ruta de
cantinas y recuerdos había venido a parar a este escondite en medio de tinacos.
El encuentro había sido sorpresivo. ¿Cómo imaginar que
en esta reunión, exactamente igual a decenas de reuniones anteriores en casa de
los Avendaño, iba a encontrarse con estos antiguos compañeros? “¡Ah muchachos! No
lo creerán pero en muchas ocasiones he pensado en reunirme con ustedes. ¿Cuántos
años hace que no nos encontrábamos?”
Este Sotelo estaba igual, sin cambiarle nada, sin una
cana, sin una sola arruga, con los músculos tensos de siempre, sus movimientos felinos
y su actitud de reto eterno. Jamás olvidará que fue campeón welter tres años consecutivos
en la escuela. ¿Y tú, Acevedo? ¡El mejor promedio de la clase! Es una lástima que
hubieras dejado de estudiar. Un título es un título. Sí, claro, se te ve próspero.
¿La Gerencia en la fábrica de tu papá? Viejo Agustín, pero mira nada más cómo te
han puesto las mujeres: estás golpeado, corneta. ¿Eras corneta, verdad? ¿O tambor?
No, ahora recuerdo perfectamente, seguro que eras corneta. Vida sabrosa se ve que
llevas, pero cada cana es una cana compañero. Ah, no, eso sí es verdad, ¿quién te
quita lo bailado?
Realmente era suerte y sólo suerte venirse a encontrar
con aquel trío, con aquel fabuloso trío. ¡Los años en la escuela militar! Ahora
podía recordarlos con nostalgia, con sonrisas, y los golpes y la dignidad tantas
veces herida estaban apenas a la vista, cubiertos con una pátina agradable de años
idos, de fuerza que se escapa de la mano.
Y de verdad era agradable aquel volverse nuevamente
adolescente, niños en uniforme militar, para quien lo único válido y viril era la
fuerza, y el aguante, el gran aguante. El resto de los invitados ya no contó para
ellos. Era una noche espléndida de antiguos compañeros, que ninguno deseaba compartir
con alguien no iniciado. Al fin y al cabo, ¿quién podía disfrutar de aquel lenguaje
hecho a golpes dispares de recuerdos?
De la fiesta pasaron a un bar, y luego a otro, y a los
mariachis de Garibaldi, y a una cantina, empezando a horrorizarse al advertir que
fuera de los recuerdos no tenían nada en común y absolutamente ningún tema en qué
ponerse de acuerdo. Fue entonces, después de un silencio largo en el que sólo había
palmadas en los hombros y sonrisas de motivos ocultos, cuando a alguien se le ocurrió
recordar la noche aquella de los exalumnos, y la animación se prendió de nueva cuenta
y empezaron a proponer que fueran a la escuela a voltear la cama de algunos oficiales,
y echar agua a los muchachos dormidos y tocar en la corneta las notas de silencio
para que todos se volvieran a dormir después del gran escándalo.
Al principio todo había sido fácil. Sabían el camino
exacto del velador, así que esperaron a que pasara y cuando dio la vuelta en la
esquina saltaron la barda. Agazapados, corrieron atravesando el patio hasta detenerse
en el nacimiento de la escalera que lleva a las cuadras-dormitorios. Un ataque de
risa estuvo a punto de poner en peligro prematuramente la aventura. Acevedo, con
el rostro incendiado y las venas del cuello tensas, tuvo que meterse en la boca
su pañuelo mientras Sotelo le amenazaba con el puño.
Empezaban a subir la escalera cuando a Sotelo se le
ocurrió imitar al capitán de la Fuente, caminando en círculos muy cortos, echando
rápidamente hacia adelante sus piernas mientras movía los brazos con presteza como
si tuviera que caminar apoyándose en las manos. Acevedo se dejó caer rebotando en
los escalones y deteniéndose en la pared, a duras penas acallando carcajadas.
Reemprendieron el ascenso al segundo piso.
Y ahora, en la azotea, el abogado Juan Francisco de
la Mora escuchaba de nuevo el grito.
–Aquí está uno.
–Está trepado arriba de los excusados.
–A ver, papacito, a ver, déjenmelo solo. Véngase papacito.
–Agárreme si puede, viejo jijo de la…
El abogado reconoció a Sotelo. Después fueron ruidos,
carreras, insultos y al final los golpes.
–¿Conque sí, conque muy machito, qué ya no se acordaba
quién es su padre, Sotelo?
Luego silencio.
La noche pasó repleta de sonidos diversos provenientes
de la búsqueda que llegaba rebotando hasta el escondite de Juan Francisco. Ruido
de carreras, voces de mando, toques de corneta, relinchos de caballo. Y sobre todo
el miedo.
Como un mundo lejano y añorado ya, las luces de la ciudad
allá abajo estaban, como siempre, a lo lejos.
Al amanecer casi no podía seguir con los ojos abiertos.
Un sueño pesado lo cegaba. La pierna izquierda acalambrada.
Fue entonces que la puerta de hierro de la azotea se
abrió. Allí estaban los pasos de una persona, dos, tres y el ruido de correajes
y fusiles.
Supo que de un momento a otro sería descubierto. El
parpadeo del ojo izquierdo cesó de pronto, permaneciendo sólo una opresión en el
pecho. Levantó la cara y se encontró con un muchacho frente a él. Era un cadete
delgado, recio, mirándole de frente, con el arma apuntándole. Sorpresivamente bajó
el fusil y con la boca dibujó una señal de silencio para continuar después su camino.
Permanecía aún sin entender cabalmente cuando detrás
de él escuchó una voz aguda:
–¿Pero está usted ciego, Moya? ¿Qué no ve que aquí hay
uno?
Se volteó para encontrarse con el teniente Bustamante
que tenía el brazo levantado y empuñando un fuete. Con lentitud desesperante siguió
la caída del golpe desde lo alto de la mano hasta estrellársele en una mejilla.
Después fue la sucesión de bofetadas. Cuando lo sacaron arrastrando de su escondite
corría hacia él el capitán de la Fuente. Alcanzó a escuchar al joven Moya que dirigiéndose
al capitán pedía:
–Ya déjelo, capitán, es un hombre acabado.
Fue lo último, antes de sentir la bota del capitán de
la Fuente hundiéndose en su estómago.
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