domingo, 17 de diciembre de 2023

Asalto nocturno

Eraclio Zepeda

 

A Rodrigo Moya

 

No era del todo una sensación de temor la que subía hurgándole costillas y entrepiernas. Casi podría ser una risa de nervios desatados, o un regocijo sin fronteras, extenso, puesto a la vista como un territorio descubierto.

Pero aquel incontenible pestañeo en el ojo izquierdo, casi un relámpago cegado, clausura instantánea bailándole pestañas, ponía en su cara, después de todo, la máscara del miedo.

Juan Francisco de la Mora, abogado, responsable de negocios oficiales y asuntos testamentarios, permanecía oculto en el pequeño espacio que dejan libre los tinacos que guardan el agua para el baño de cadetes. Allí, en la azotea de su antigua escuela militar, el abogado temblaba como si lo estuviera golpeando el duchazo diario y frío que, a pesar de los intentos de tenientes y capitanes, no llegó a templar su cuerpo en cuatro años de internado.

Desde su escondite había oído gritos poderosos de cabos y sargentos, silbatazos de oficiales y notas destempladas con las que el corneta de guardia quería configurar un toque apresurado de alarma, no logrado por tener los labios torpes aún, apretados al sueño del que había sido arrancado con violencia.

Conjurados por esta algarabía los cadetes se habían movilizado, saltando de la cama, en caos, al trote, muy pocos en uniforme completo, los más en pijamas alternadas sólo con las botas y el capote, la mayoría trazando movimientos asombrados y a todos ardiéndoles los ojos como si se negaran a ver la noche de improviso.

El abogado vio cómo la tropa se formaba en el patio, a carreras y empujones, armada ya con aquellos fusiles que él sabía descargados.

El corneta hacía retumbar las notas, ahora afinadas, de llamada de tropa, usando la contraseña para la primer compañía que no bajaba al patio y perdía el tiempo inexplicablemente en su cuadra dormitorio, debajo del tinaco atalaya del abogado Juan Francisco de la Mora.

Juan Francisco de la Mora, matrícula cuatrocientos once, cadete de primera en la segunda escuadra del tercer pelotón de la primera compañía, con ocho años menos de los que ahora tenía ocultos en medio de los tinacos, sin título de abogado todavía, marchaba bajando las escaleras, encuadrado en su unidad, con el arma embrazada, sin comprender qué sucedía y sin tiempo para amarrarse las botas.

Pasaron ocho años y Juan Francisco recordó siempre aquella noche en que el cuerpo de cadetes fue despertado a las dos de la mañana con toques de alarma y gritos anunciando zafarrancho, y cómo después, ya formados en el patio, el oficial de guardia les había comunicado en forma precisa: “Cadetes, la escuela ha sido ultrajada por exalumnos borrachos, que buscan mofarse de la dignidad militar, de la disciplina, de la patria y del honor. Es un grupito que ha salido huyendo a esconderse cobardemente para escapar a la ira que nos está quebrando el ánimo. ¡Que no quede uno solo sin recibir el justo pago a su atrevimiento!”

Enardecidos, los oficiales habían trazado rápidamente un plan de acción y llevado a paso veloz las unidades de infantería a puntos estratégicos, ya desde antaño escogidos y sabidos para una bizarra defensa del plantel transformado de pronto en ciudadela, fortaleza, poderoso bastión de la honra y el prestigio.

En un movimiento envolvente, preciso, los cadetes de infantería rodearon todo el territorio del colegio, mientras los de caballería hacían patrullas galopando en un círculo externo, por el valle y las barrancas, con el sable listo agitándolo encima de sus cabezas y las trompetas lanzando los aires de ataque.

Las luces de la escuela en todas sus dependencias estaban encendidas y los reflectores barrían la enorme extensión de la barda y la alambrada. Por los pasillos, el patio y los salones de clase resonaban las botas de los destacamentos que recorrían y revisaban, a la caza de exalumnos.

Y de pronto, muy cerca del puesto que le tocara cubrir al cadete de primera Juan Francisco de la Mora, surgió un enorme grito: –¡Aquí está uno!

Y un grupo de cadetes corriendo hacia el lugar del hallazgo con las armas listas, dispuestas a golpear, con las culatas dirigidas al sitio del escondite, y luego la sucesión de injurias, y el restallar de bofetadas, y los sonidos secos de las costillas y las piernas, y Juan Francisco horrorizado viendo cómo un sargento sacaba arrastrando del seto el cuerpo ensangrentado de un hombre que lloraba y gritaba y decía que lo soltaran, que todo había sido una broma, que ellos al igual que los cadetes de ahora también habían soportado los arrestos y los malos tratos y los castigos de esos mismos oficiales que los cadetes de ahora soportaban, y que por eso habían venido esta noche, después de una fiesta, para meterse a la escuela y voltear las camas de algunos tenientes y hacer un poco de relajo que estaban seguros iba a alegrar a los muchachos.

Todo esto dicho entre gritos y llantos mientras el cabo Ornelas seguía golpeando con la culata las piernas del detenido.

El cadete de primera Juan Francisco de la Mora permanecía con el arma levantada, sin atreverse a descargar el culatazo. Otros cadetes fueron acercándose en silencio en los momentos en que llegaba, con su paso rígido y seguro, con sus movimientos aquellos tan conocidos de todos, el capitán de la Fuente en camiseta y pantalones de montar, pero sin botas. El capitán cogió al detenido de la corbata y con la mano izquierda lo levantó de un tirón hacia la altura de su pecho para descargarle de inmediato una bofetada.

–Así lo quería agarrar, papacito, mírelo, mírelo, y ahora llora –gritaba el capitán haciéndose corear con los puñetazos y patadas que hacía restallar encima del exalumno, llevándolo a empujones al interior de la escuela.

Juan Francisco con la vista fija, contempló el largo camino desde el seto hasta la entrada del plantel, por donde el capitán de la Fuente llevaba al exalumno entre gritos obscenos y golpes. Se apoyó en su fusil y comentó con Santaella.

–Ya ni la hace Fuentecitas…

–El que viene se friega –cortó Santaella mientras se disponía a orinar encima del seto.

–¡A ver ese tercer pelotón! ¡A reunirse inmediatamente! –gritó el sargento, y Juan Francisco se apresuró al lugar donde se le citaba. Santaella venía detrás, abrochándose mientras corría.

–Formación de diamante –ordenó el sargento–. Vamos a peinar ese zacatal.

Hasta ellos llegaron voces anunciando que otro de los exalumnos había sido descubierto.

–Es la segunda compañía la que lo halló –comentó Santaella.

–Parece que es por el rumbo de la cocina –admitió el cabo Ornelas.

–¿Con que sí, papacito?… –llegó la voz del capitán de la Fuente corriendo rumbo a la cocina.

Al atravesar la carretera el pelotón de Juan Francisco vio avanzar un grupo de caballería.

–¿Eres tú, Raúl? –preguntó el sargento.

–Agarramos a uno –contestó el cabo de dragones Raúl García.

En medio de dos caballos venía un hombre, sin saco, con la camisa rota, ensangrentado, sujetas las manos por detrás de la cintura con su misma corbata.

El cabo García le golpeó las nalgas con su sable, inclinándose un poco por el lado de montar.

–Camine, camine…

–¡Pero si es Iriarte! –exclamó el sargento al verlo.

Al oír su nombre el prisionero quiso detenerse, pero García volvió a descargar su sable.

–La regaste feo, Iriarte –comentó el sargento mientras los cuatro jinetes avanzaban hacia la escuela.

–¡En marcha! –ordenó finalmente dirigiendo sus hombres hacia el rumbo escogido.

Toda la noche continuó la búsqueda. El pelotón de Juan Francisco después de peinar el bosquecito de abetos que se encuentra adelante del zacatal, se dirigió a la barranca.

Al amanecer, el pelotón estaba al fondo de la cañada revisando las cuevas y las viejas minas de arena. Juan Francisco, cansado, sentía los ojos como si de la mina abandonada viniera un polvo a ensuciárselos.

Sentado en una piedra pensaba en aquella persecución sin sentido en la que habían invertido toda la noche, cargando de un odio falso sus pensamientos, sus pasos y sus acciones. Después de todo no era más que una broma, una punta de borrachos, el resultado de quién sabe cuántos años de encierro en la escuela.

Escuchó una tos contenida, como si escapara de la boca de alguien que luchara tenazmente por impedirlo. Juan Francisco observó el interior de la mina y descubrió un hombre sentado, vestido con un smoking ahora destrozado, oculto detrás de unas cajas abandonadas. Juan Francisco se levantó de golpe con el arma lista. Observó al hombre un momento, bajó el fusil y lentamente se alejó rumbo al amanecer.

Pocos metros después oyó la voz de Santaella:

–¡Aquí hay uno mi sargento! –Se volvió con odio hacia su compañero y vio que el sargento corría ya hacia la cueva seguido por tres cadetes, mientras que le llegaba la palabra del cabo ordenándole acudir hacia el sitio del hallazgo.

Ya tenían sujeto al hombre del smoking. Al parecer nadie le había pegado. El sargento le amarró las manos exactamente como había visto hacer con el prisionero que llevaban los de caballería; como la corbata de moño no servía para esos menesteres le había ordenado se quitara el cinturón.

El pelotón inició el regreso a la escuela.

–Creo que sólo tú faltabas –le aclaró el sargento.

El detenido no contestó.

–A Iriarte lo agarraron los de caballería –insistió el sargento.

–¿Conoces a Iriarte? –preguntó con interés el exalumno.

–Sí –respondió el sargento–. Era cabo de la banda cuando yo ingresé a la escuela hace tres años.

–Ah… por eso no me conociste a mí, yo salí hace cinco años –dijo lentamente el exalumno.

–¿Pero seguiste viéndote con Iriarte?

–Claro. Y luego él también entró a la Facultad.

–¿Qué estudias? –preguntó el cabo.

–Ya terminé. Hago la tesis para Contador.

–¿Lo soltamos, mi sargento? –pidió Juan Francisco.

–A callar, de la Mora –contestó el sargento–. Si vuelve a hablar le hago una boleta de arresto.

Cuando llegaron a la escuela encontraron que ya estaba formado el cuadro, con todas las unidades. Un pelotón de guardia vigilaba detrás del astabandera a los tres exalumnos que conservaban sólo su ropa interior.

El capitán de la Fuente al ver subir el pelotón de Juan Francisco, lanzó un grito gutural y se acercó corriendo hacia el detenido. El capitán estaba ya correctamente uniformado, calzando botas altas con las que pateó al prisionero.

–Te conozco, palomita, te conozco –aullaba el capitán descargando aquellos golpes secos que le habían hecho famoso en todos los cuarteles donde había prestado servicios. Juan Francisco cerró los ojos.

–¡Ándele ese pelotón! ¡Aprisa a encuadrarse en su unidad! –ordenó el comandante de la primera Compañía.

Formado en cuadro, el cuerpo de cadetes atestiguó cómo el capitán de la Fuente cortaba el pelo a los cuatro exalumnos con un cuchillo de campaña. Grotescamente firmes, los exalumnos, ante la presencia de aquella máquina de golpes, recobraban dolorosamente una disciplina ya olvidada, mientras de la Fuente les tomaba la cabeza con una mano, jalándoles los mechones de pelo hacia arriba y, simultáneamente, con la otra accionaba el cuchillo, rapándolos. Los cadetes guardaban silencio.

Juan Francisco temblaba de rabia. –No se puede hacer esto con ellos. Son personas mayores. Ya son gente –pensaba, temblando.

Temblando, el abogado Juan Francisco de la Mora, oculto en medio de los tinacos, oyó ahora, ocho años después, que dos de sus compañeros habían sido descubiertos. Hasta él llegaron las voces del capitán de la Fuente.

–¡Así los quería agarrar, papacitos! –Y luego el ruido sordo de los golpes.

No se atrevió a sacar la cabeza de su escondite para saber quiénes eran los encontrados. Podría ser Agustín, o Acevedo, o Sotelo. Ahora, el miedo lo habitaba totalmente. Sabía que tarde o temprano lo descubrirían y le aterraba pensar en el capitán de la Fuente, en sus puños, en sus botas.

Era incomprensible su situación. Absurda. Grotesca. Él, un abogado joven y ya próspero, con cargos responsables, se había dejado llevar por el impulso de repetir el intento de aquellos exalumnos a los que él vio vejar y golpear. Y ahora, después de la fiesta en casa de los Avendaño, en una ruta de cantinas y recuerdos había venido a parar a este escondite en medio de tinacos.

El encuentro había sido sorpresivo. ¿Cómo imaginar que en esta reunión, exactamente igual a decenas de reuniones anteriores en casa de los Avendaño, iba a encontrarse con estos antiguos compañeros? “¡Ah muchachos! No lo creerán pero en muchas ocasiones he pensado en reunirme con ustedes. ¿Cuántos años hace que no nos encontrábamos?”

Este Sotelo estaba igual, sin cambiarle nada, sin una cana, sin una sola arruga, con los músculos tensos de siempre, sus movimientos felinos y su actitud de reto eterno. Jamás olvidará que fue campeón welter tres años consecutivos en la escuela. ¿Y tú, Acevedo? ¡El mejor promedio de la clase! Es una lástima que hubieras dejado de estudiar. Un título es un título. Sí, claro, se te ve próspero. ¿La Gerencia en la fábrica de tu papá? Viejo Agustín, pero mira nada más cómo te han puesto las mujeres: estás golpeado, corneta. ¿Eras corneta, verdad? ¿O tambor? No, ahora recuerdo perfectamente, seguro que eras corneta. Vida sabrosa se ve que llevas, pero cada cana es una cana compañero. Ah, no, eso sí es verdad, ¿quién te quita lo bailado?

Realmente era suerte y sólo suerte venirse a encontrar con aquel trío, con aquel fabuloso trío. ¡Los años en la escuela militar! Ahora podía recordarlos con nostalgia, con sonrisas, y los golpes y la dignidad tantas veces herida estaban apenas a la vista, cubiertos con una pátina agradable de años idos, de fuerza que se escapa de la mano.

Y de verdad era agradable aquel volverse nuevamente adolescente, niños en uniforme militar, para quien lo único válido y viril era la fuerza, y el aguante, el gran aguante. El resto de los invitados ya no contó para ellos. Era una noche espléndida de antiguos compañeros, que ninguno deseaba compartir con alguien no iniciado. Al fin y al cabo, ¿quién podía disfrutar de aquel lenguaje hecho a golpes dispares de recuerdos?

De la fiesta pasaron a un bar, y luego a otro, y a los mariachis de Garibaldi, y a una cantina, empezando a horrorizarse al advertir que fuera de los recuerdos no tenían nada en común y absolutamente ningún tema en qué ponerse de acuerdo. Fue entonces, después de un silencio largo en el que sólo había palmadas en los hombros y sonrisas de motivos ocultos, cuando a alguien se le ocurrió recordar la noche aquella de los exalumnos, y la animación se prendió de nueva cuenta y empezaron a proponer que fueran a la escuela a voltear la cama de algunos oficiales, y echar agua a los muchachos dormidos y tocar en la corneta las notas de silencio para que todos se volvieran a dormir después del gran escándalo.

Al principio todo había sido fácil. Sabían el camino exacto del velador, así que esperaron a que pasara y cuando dio la vuelta en la esquina saltaron la barda. Agazapados, corrieron atravesando el patio hasta detenerse en el nacimiento de la escalera que lleva a las cuadras-dormitorios. Un ataque de risa estuvo a punto de poner en peligro prematuramente la aventura. Acevedo, con el rostro incendiado y las venas del cuello tensas, tuvo que meterse en la boca su pañuelo mientras Sotelo le amenazaba con el puño.

Empezaban a subir la escalera cuando a Sotelo se le ocurrió imitar al capitán de la Fuente, caminando en círculos muy cortos, echando rápidamente hacia adelante sus piernas mientras movía los brazos con presteza como si tuviera que caminar apoyándose en las manos. Acevedo se dejó caer rebotando en los escalones y deteniéndose en la pared, a duras penas acallando carcajadas.

Reemprendieron el ascenso al segundo piso.

Y ahora, en la azotea, el abogado Juan Francisco de la Mora escuchaba de nuevo el grito.

–Aquí está uno.

–Está trepado arriba de los excusados.

–A ver, papacito, a ver, déjenmelo solo. Véngase papacito.

–Agárreme si puede, viejo jijo de la…

El abogado reconoció a Sotelo. Después fueron ruidos, carreras, insultos y al final los golpes.

–¿Conque sí, conque muy machito, qué ya no se acordaba quién es su padre, Sotelo?

Luego silencio.

La noche pasó repleta de sonidos diversos provenientes de la búsqueda que llegaba rebotando hasta el escondite de Juan Francisco. Ruido de carreras, voces de mando, toques de corneta, relinchos de caballo. Y sobre todo el miedo.

Como un mundo lejano y añorado ya, las luces de la ciudad allá abajo estaban, como siempre, a lo lejos.

Al amanecer casi no podía seguir con los ojos abiertos. Un sueño pesado lo cegaba. La pierna izquierda acalambrada.

Fue entonces que la puerta de hierro de la azotea se abrió. Allí estaban los pasos de una persona, dos, tres y el ruido de correajes y fusiles.

Supo que de un momento a otro sería descubierto. El parpadeo del ojo izquierdo cesó de pronto, permaneciendo sólo una opresión en el pecho. Levantó la cara y se encontró con un muchacho frente a él. Era un cadete delgado, recio, mirándole de frente, con el arma apuntándole. Sorpresivamente bajó el fusil y con la boca dibujó una señal de silencio para continuar después su camino.

Permanecía aún sin entender cabalmente cuando detrás de él escuchó una voz aguda:

–¿Pero está usted ciego, Moya? ¿Qué no ve que aquí hay uno?

Se volteó para encontrarse con el teniente Bustamante que tenía el brazo levantado y empuñando un fuete. Con lentitud desesperante siguió la caída del golpe desde lo alto de la mano hasta estrellársele en una mejilla. Después fue la sucesión de bofetadas. Cuando lo sacaron arrastrando de su escondite corría hacia él el capitán de la Fuente. Alcanzó a escuchar al joven Moya que dirigiéndose al capitán pedía:

–Ya déjelo, capitán, es un hombre acabado.

Fue lo último, antes de sentir la bota del capitán de la Fuente hundiéndose en su estómago.

 

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