Kjell Askildsen
Había aceptado porque ya
en dos ocasiones le había puesto una excusa. Fuimos amigos íntimos hace muchos años
y nunca nos peleamos, simplemente el tiempo y la distancia alejaron los motivos
para mantener el contacto. Ahora acababa de aceptar, con desgana, debido a un irracional
sentimiento de culpabilidad. Él estaba sentado justo al lado de la puerta. Se levantó.
Era fácilmente reconocible, pero estaba distinto. Nos dijimos unas vagas frases
y nos sentamos. Llegó la mesera, era espectacularmente guapa. Pedimos cada uno un
aperitivo. Él tenía una estrecha raya a modo de bigote. Seguimos intercambiando
palabras casi por completo anodinas. La mesera nos trajo las copas. Brindamos. Luego
me ofreció un cigarrillo. Yo lo había dejado. Me preguntó si me molestaba que él
fumara. En absoluto, dije. Dijo que él también debería dejarlo. ¿Por qué?, pregunté.
Buena
pregunta, dijo él, por qué. Encendió el cigarrillo. Me preguntó por qué lo había
dejado yo. Problemas de corazón, y como si mi respuesta le diera impulso, me preguntó
si seguía casado con Nora. Sí, contesté, me ha aguantado. Él dijo que seguramente
no le había resultado demasiado difícil, con lo que yo estaba de acuerdo, así que
no contesté. En la pausa que siguió, él cogió el menú. Yo hice lo mismo. Llegó la
mesera y pedimos la comida. Pensé que como él quería verme tendría algo que decirme,
así que dije: ¿Y bien? Bueno, contestó él. Y tras una breve pausa: Salud. Me acabé
la copa. Dije que tenía que ir al lavabo. No había nadie, así que metí dos billetes
de diez en la máquina de condones; es una manía que tengo. Me tomé bastante tiempo,
y cuando volví, había ya una botella en la mesa y vino tinto en las copas. Dije
que no era capaz de recordar cuándo y por qué motivo nos habíamos visto por última
vez. Dijo que fue en mi casa hacía doce o trece años. Cuéntame algo más, dije. Fue
justo antes de que te mudaras, dijo. Nora y tú dieron una fiesta de despedida. ¿Ah
sí?, dije yo. ¿No lo recuerdas?, dijo él. Cuéntame algo más, dije.
Pronunciaste
un discurso y todo, dijo él. Oh, Dios mío, dije yo. Fue un bonito discurso, dijo
él, hablaste de la amistad. No contesté; no me sentía muy a gusto. Por suerte, llegó
la mesera con la comida. La mujer era de verdad inusualmente guapa, y cuando se
alejó lo mencioné con la esperanza de llevar la conversación en otra dirección.
¿Ah, sí?, dijo él, y empezó a comer. ¿Ya no miras a las mujeres guapas? Por Dios,
contestó, no creo que lo haya dejado, pero tampoco puedes mirarlas a todas. Entonces
lo has dejado, dije. Se metió comida en la boca y no contestó. Comimos en silencio
durante un rato. Quería preguntarle por su mujer, pero no me acordaba del nombre,
así que lo dejé: hay gente que tiende a interpretar mi mala memoria como falta de
interés, en lo que, por cierto, no les falta razón. En lugar de eso le pregunté,
por decir algo, si seguía viendo a alguno de los que formaban nuestro círculo de
amistades. A algunos sí, contestó. ¿A Henrik?, pregunté. No, contestó, y noté en
su respuesta una brusquedad que despertó mi curiosidad. ¿No?, dije.
No,
repitió, y siguió comiendo. Decidí no ser el primero en volver a hablar. Comía y
bebía vino. La mesera se acercó a rellenarnos las copas. Él ni siquiera levantó
la mirada, siguió comiendo, tenaz, me pareció, tal vez porque su manera de masticar
iba a veces acompañada por un chasquido de las mandíbulas. Entonces dijo por fin:
Henrik se interpuso en la relación entre Eva y yo. Pero eso a lo mejor ya lo sabes,
ya que has preguntado precisamente por él. ¿Henrik hizo eso?, pregunté. ¿No lo sabías?,
dijo él. No, contesté. Así que ya no tengo nada que ver con él, dijo, y siguió comiendo.
¿Pero tú y Eva siguen casados?, pregunté. Asintió con un gesto de la cabeza. Empezaba
a irritarme por tener que sacarle las palabras con sacacorchos; no era yo el que
había sugerido que nos viéramos. Dejé los cubiertos y miré a mi alrededor. No veía
a la mesera. Bebí un poco de vino. De vez en cuando le lanzaba una mirada, pero
él ni siquiera me miraba de reojo. Me serví más vino y luego dije: ¿Prefieres que
me vaya? Entonces levantó la vista, sin comprender, como si de repente se hubiera
despertado. ¿Cómo?, dijo.
Das
la impresión de tener de sobra contigo mismo, dije. Me miró fijamente; resultó bastante
incómodo. Entonces vete, dijo por fin, no pensaba que hiciera falta hablar todo
el tiempo. Cogió el paquete de tabaco y con un movimiento del pulgar y otro dedo
sacó un cigarrillo que golpeó tres veces contra el mantel antes de encenderlo; era
un ritual y en cierto modo encajaba con ese estrecho bigote que se había dejado.
Lo siento, dijo. Yo también, dije. Brindamos. La mesera se acercó y vació lo que
quedaba de la botella en nuestras copas. Yo la miré y pedí otra botella. Ella no
me devolvió la mirada. Cuando la mujer se alejó, él dijo que hacía mucho tiempo
que no nos veíamos, y que mientras estaba esperándome pensó que quizá fuera demasiado
tiempo y no nos reconoceríamos, y tal vez hubiera variado nuestro concepto de nosotros
mismos, porque era muy normal que hubiéramos cambiado, al menos con relación al
otro, ya que la influencia recíproca había cesado. Esas eran las palabras que yo
había utilizado en mi discurso esa última noche, dijo él, yo había dicho que la
amenaza para una amistad era que la influencia recíproca cesara.
¿Yo
dije eso?, pregunté. Sí, contestó él. ¿Y tú lo recuerdas?, pregunté. ¿Por qué no
iba a recordarlo?, dijo él.
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