Álvaro Cunqueiro
El
herrador, sudoroso, tiró martillo y clavos en el cajón, y metió la cabeza bajo el
chorro del pilón, y se dejó estar por unos instantes a su caricia. Se mal secó con
un delantal viejo, que le quedaron goteando barba y pelo, y de éste venían los hilillos
de agua que le caían por la frente.
–Ya se ve –le dijo a don León– que entiendes mucho de
caballos, y me gusta mucho el tuyo, cuya raza no conozco ni creo haber visto nunca
otro semejante, que lleve el lucero dorado, y la cola negra azulada, que es lo más
insólito que presenta. Mis abuelos estuvieron en Troya herrando los caballos de
los aqueos, y mi padre viajó hacia Poniente, enseñando a aquellos bárbaros atlánticos
el arte de la herradura, que ignoraban, y yo herré, de mozo, para el César de Roma,
y nunca, hasta que me trajiste tu caballo, supe que se ayudaba a un feliz viaje
clavando una herradura de plata en la mano de cabalgar del corcel. ¡Todos los días
se aprende algo! Y te felicito porque puedes permitirte este gasto, que una herradura
de plata se va en pocas leguas.
–Mi caballo –explicó don León– es, si puede decirse
esto de caballos, de raza divina. Sabrás que en cierta isla de Levante apareció
un día en la playa, como resto de un naufragio, un caballo labrado en madera, policromado,
que seguramente ejerciera de mascarón de proa en una nave. Y el tal caballo era
de cuerpo entero y debía encajar en la proa por los cascos traseros, levantándose
sobre las olas encabritado. Era de una talla perfecta y lo más al natural que puedas
imaginarte. Lo recogieron los isleños, y a hombros, y relevándose, lo llevaron al
atrio del alcalde, quien salió con su mujer de la mano a admirarlo, y quedó con
los ancianos en decidir qué se haría con aquel presente de las olas.
–¿Estará vivo? –preguntaba la alcaldesa, que era casi
una niña, muy ensortijada y con un ramo de flores en la cintura.
–Hubo que convencerla de que no –prosiguió don León–
acercando el torrero del faro una mecha encendida a las bragas del caballo, que
no se movió. Quedó en el atrio el caballo en espera de una decisión, sin guarda
de vista, que aquella es una isla pacífica en un mar solitario. Y no se sabe cómo
a las yeguas de aquellas gentes les llegó la noticia del bayo y su hermosura, y
como las dejaban sueltas al aire libre en las eras, porque era tiempo de verano,
sin ponerse de acuerdo, que se sepa, llegaron todas a un tiempo al atrio a admirar
el noble bruto, yeguas viejas y yeguas mozas. Lo que pasó cuando las yeguas comenzaron
a rozarse con el caballo y a lamerlo no se sabe bien, que el alcalde despertó cuando
su atrio era una feria de relinchos, y ya el caballo de madera, se ignora de cuál
espíritu vivificado, cubría la yegua del abad mitrado de Santa Catalina, que la
habían mandado del monasterio a la granja del monte a reponerse de un catarro, y
las otras yeguas, decepcionadas, mordían y coceaban a la elegida. Gritó el alcalde,
salió a la ventana en camisón la alcaldesa, y corrió el alguacil a encender un farol,
y cuando lo hubo encendido se vio el cuadro que dije. El caballo, al darse por descubierto,
como ya había terminado la cobertura, salió galopando hacia el mar. La yegua del
abad quedó preñada; y de la cría que hubo desciende mi caballo, que saca en su capa
los colores del decorado de su abuelo. El abad, que aunque gordo era letrado, explicaba
la elección de su yegua por el aroma de incienso que despedía, que le quedaba a
la montura suya de llevarla en las procesiones, y añadió en una homilía que algunas
reglas ascéticas tenían prohibido el incienso por afrodisíaco, argumentando que
sí Salomón violentó a la reina de Saba fue porque ésta le presentó una caja de plata
llena de incienso en cuadradillos.
–¿Y qué fue del caballo? –preguntó
el herrador.
–Se discutió mucho el caso, y aunque hay conformidad
en que volvió al mar, que andaba tempestuoso en aquellos días equinocciales, los
más piensan que pudo, dentro del caballo de madera, haberse escondido uno del mar,
de las cuadras siempre vagantes y espumosas de Poseidón, que fue dios con las gentes
antiguas idolátricas. Y de ser así, el que se escondió lo haría por influencia acaso
de la historia del caballo de Troya, escuchada la noticia por el caballo marino
a algún remero en cualquiera de los puertos helenos, donde las tabernas están en
la playa, bajo grandes parras, como sabes.
–¡Notable asunto! –exclamó Tadeo, cada vez más sorprendido
de las novedades que aportaba su amo, y convencido de que estaba sirviendo a un
propietario de grandes secretos.
–Y este caballo –prosiguió don León– tiene además la
novedad de que yo me embarco en Málaga para Atenas, por ejemplo, en una nave pisana,
y yo voy durmiendo en mi camarote y mi caballo va por su cuenta a nado, y llega
puntual para que yo lo cabalgue, salvo que pase cerca de una tierra donde haya una
yegua en celo, que entonces se da unas vacaciones, y yo tengo que esperarlo paseando
por los muelles. ¡Sale a su abuelo!
Dijo esto, y puso su mirada en la de Tadeo, el cual
halló el relato de don León, que nunca había hablado tanto, como una respuesta a
lo que el mendigo le había contado del encuentro de Orestes con la jorobadita en
un puerto del país vecino.
El herrador no sabía si tomar por verdadera aquella
historia del caballo, pero al fin éste estaba allí, con su lucero de oro y su cola
azul, herrada la mano de cabalgar en plata. Y viendo don León que el herrador quedaba
confuso e incluso inquieto, le dijo:
–¡No me burlo, herrador! Y como el caballo llegó hace
poco de una natación, y yo no he tenido tiempo de limpiarlo ni de mandarlo limpiar,
y hace un mes que no conoce el cepillo ni su cola el peine, mira en ésta las huellas
del Océano.
Y don León, seguido del herrador y de Tadeo, se acercó
al trasero del caballo, rebuscó en la larga cola, sacó unas algas y tres cangrejillos
que mostró a los dos atónitos en la palma de su mano.
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