Ana María Shua
Estaba
preparado para la violencia aterradora de la luz y el sonido, pero no para la
presión, la brutal presión de la atmósfera sumada a la gravedad terrestre,
ejerciéndose sobre ese cuerpo tan distinto del suyo, cuyas reacciones no había
aprendido todavía a controlar. Un cuerpo desconocido en un mundo desconocido.
Ahora, cuando después del dolor y de la angustia del pasaje, esperaba encontrar
alguna forma de alivio, todo el horror de la situación se le hacía presente.
Sólo las penosas sensaciones de la transmigración
podían compararse a lo que acababa de pasar, pero después de aquella
experiencia había tenido unos meses de descanso, casi podría decirse de
convalecencia, en una oscuridad cálida adonde los sonidos y la luz llegan muy
amortiguados y el líquido en el que flotaba atenuaba la gravedad del planeta.
Sintió frío, sintió un malestar profundo, se sintió transportado de un lado a
otro, sintió que su cuerpo necesitaba desesperadamente oxígeno, pero ¿cómo y
dónde obtenerlo? Un alarido se le escapó de la boca, y supo que algo se
expandía en su interior, un ingenioso mecanismo automático que le permitiría
utilizar el oxígeno del aire para sobrevivir.
–Varón –dijo la partera–. Un varoncito sano y
hermoso, señora.
–¿Cómo lo va a llamar? –dijo el obstetra.
–Octavio –contestó la mujer, agotada por el
esfuerzo y colmada de esa pura felicidad física que sólo puede proporcionar la
interrupción brusca del dolor.
Octavio descubrió, como una
circunstancia más del horror en el que se encontraba inmerso, que era incapaz
de organizar en percepción sus sensaciones: debía haber voces humanas, pero no
podía distinguirlas en la masa indiferenciada de sonidos que lo asfixiaba, otra
vez se sintió transportado, algo o alguien lo tocaba y movía partes de su
cuerpo, la luz lo dañaba. De pronto lo alzaron por el aire para depositarlo
sobre algo tibio y blando. Dejó de aullar: desde el interior de ese lugar
cálido provenía, amortiguado, el ritmo acompasado, tranquilizador, que había
oído durante su convaleciente espera. El terror disminuyó. Comenzó a sentirse
inexplicablemente seguro, en paz. Allí estaba por fin, formando parte de las
avanzadas, en este nuevo intento de invasión que, esta vez, no fracasaría.
Tenía el deber de sentirse orgulloso, pero el cansancio luchó contra el orgullo
hasta vencerlo: sobre el pecho de la hembra terrestre que creía ser su madre se
quedó, por primera vez en este mundo, profundamente dormido.
Despertó un tiempo después. Se sentía más lúcido y
comprendía que ninguna preparación previa podría haber sido suficiente para
responder coherentemente a las brutales exigencias de ese cuerpo que habitaba y
que sólo ahora, a partir del nacimiento, se imponían en toda su crudeza. Era lógico
que la transmigración no se hubiera intentado en especímenes adultos: el brusco
cambio de conducta, la repentina torpeza en el manejo de su cuerpo, hubieran
sido inmediatamente detectados por el enemigo.
Octavio había aprendido, antes de partir, el idioma
que se hablaba en esa zona de la Tierra. O, al menos, sus principales rasgos.
Porque recién ahora se daba cuenta de la diferencia entre la adquisición de una
lengua en abstracto y su integración con los hechos biológicos y culturales en
los que esa lengua se había constituido. La palabra “cabeza”, por ejemplo,
había comenzado a cobrar su verdadero sentido (o, al menos, uno de ellos),
cuando la fuerza gigantesca que lo empujara hacia adelante lo había obligado a
utilizar esa parte de su cuerpo, que latía aún dolorosamente, como ariete para
abrirse paso por un conducto demasiado estrecho.
Recordó que otros como él habían sido destinados a
las mismas coordenadas temporoespaciales. Se preguntó si algunos de sus poderes
habrían sobrevivido a la transmigración y si serían capaces de utilizarlos.
Consiguió enviar algunas débiles ondas telepáticas que obtuvieron respuesta
inmediata: eran nueve y estaban allí, muy cerca de él y, como él, llenos de
miedo, de dolor y de pena. Sería necesario esperar antes de empezar a
organizarse para proseguir con sus planes. Su cuerpo volvió a agitarse y a
temblar incontroladamente y Octavio lanzó un largo aullido al que sus
compañeros respondieron: así, en ese lugar desconocido y terrible, lloraron
juntos la nostalgia del planeta natal.
Dos enfermeras entraron en la nursery.
–Qué cosa –dijo la más joven–. Se larga a llorar
uno y parece que los otros se contagian, en seguida se arma el coro.
–Vamos, apurate que hay que bañarlos a todos y
llevarlos a las habitaciones –dijo la otra, que consideraba su trabajo monótono
y mal pago y estaba harta de oír siempre los mismos comentarios.
Fue la más joven de las enfermeras la que llevó a
Octavio, limpio y cambiado, hasta la habitación donde lo esperaba su madre.
–Toc toc, ¡buenos días, mamita! –dijo la enfermera,
que era naturalmente simpática y cariñosa y sabía hacer valer sus cualidades a
la hora de ganarse la propina.
Aunque sus sensaciones seguían constituyendo una
masa informe y caótica, Octavio ya era capaz de reconocer aquéllas que se
repetían y supo, entonces, que la mujer lo recibía en sus brazos. Pudo,
incluso, desglosar el sonido de su voz de los demás ruidos ambientales. De
acuerdo a sus instrucciones, Octavio debía lograr que se lo alimentara
artificialmente: era preferible reducir a su mínima expresión el contacto
físico con el enemigo.
–Miralo al muy vagoneta, no se quiere prender al
pecho.
–Acordate que con Ale al principio pasó lo mismo,
hay que tener paciencia. Avisá a la nursery que te lo dejen en la pieza. Si no,
te lo llenan de suero glucosado y cuando lo traen ya no tiene hambre –dijo la
abuela de Octavio.
En el sanatorio no aprobaban la práctica del
rooming-in, que consistía en permitir que los bebés permanecieran con sus
madres en lugar de ser remitidos a la nursery después de cada mamada. Hubo un
pequeño forcejeo con la jefa de nurses hasta que se comprobó que existía la
autorización expresa del pediatra. Octavio no estaba todavía en condiciones de
enterarse de estos detalles y sólo supo que lo mantenían ahora muy lejos de sus
compañeros, de los que le llegaba a veces, alguna remota vibración.
Cuando la dolorosa sensación que provenía del
interior de su cuerpo se hizo intolerable, Octavio comenzó a gritar otra vez.
Fue alzado por el aire hasta ese lugar cálido y mullido del que, a pesar de sus
instrucciones, odiaba separarse. Y cuando algo le acarició la mejilla, no pudo
evitar que su cabeza girara y sus labios se entreabrieran, desesperado, empezó
a buscar frenéticamente alivio para la sensación quemante que le desgarraba las
entrañas. Antes de darse cuenta de lo que hacía Octavio estaba succionando con
avidez el pezón de su “madre”. Odiándose a sí mismo, comprendió que toda su
voluntad no lograría desprenderlo de la fuente de alivio, el cuerpo mismo de un
ser humano. Las palabras “dulce” y “tibio” que, aprendidas en relación con los
órganos que en su mundo organizaban la experiencia, le habían parecido términos
simbólicos, se llenaban ahora de significado concreto. Tratando de persuadirse
de que esa pequeña concesión en nada afectaría su misión, Octavio volvió a
quedarse dormido.
Unos días después Octavio había logrado, mediante
una penosa ejercitación, permanecer despierto algunas horas. Ya podía levantar
la cabeza y enfocar durante algunos segundos la mirada, aunque los movimientos
de sus apéndices eran todavía totalmente incoordinados. Mamaba regularmente
cada tres horas. Reconocía las voces humanas y distinguía las palabras, aunque
estaba lejos de haber aprehendido suficientes elementos de la cultura en la que
estaba inmerso como para llegar a una comprensión cabal. Esperaba ansiosamente
el momento en que sería capaz de una comunicación racional con esa raza
inferior a la que debía informar de sus planes de dominio, hacerles sentir su
poder. Fue entonces cuando recibió el primer ataque.
Lo esperaba. Ya había intentado comunicarse
telepáticamente con él, sin obtener respuesta. Aparentemente el traidor había
perdido parte de sus poderes o se negaba a utilizarlos. Como una descarga
eléctrica, había sentido el contacto con esa masa roja de odio en movimiento.
Lo llamaban Ale y también Alejandro, chiquito, nene, tesoro. Había formado
parte de una de las tantas invasiones que fracasaron, hacía ya dos años,
perdiéndose todo contacto con los que intervinieron en ella. Ale era un traidor
a su mundo y a su causa: era lógico prever que trataría de librarse de él por
cualquier medio.
Mientras la mujer estaba en el baño, Ale se apoyó
en el moisés con toda la fuerza de su cuerpecito hasta volcarlo. Octavio fue
despedido por el aire y golpeó con fuerza contra el piso, aullando de dolor. La
mujer corrió hacia la habitación, gritando. Ale miraba espantado los magros
resultados de su acción, que podía tener, en cambio, terribles consecuencias
para su propia persona. Sin hacer caso de él, la mujer alzó a Octavio y lo
apretó suavemente contra su pecho, canturreando para calmarlo. Avergonzándose
de sí mismo, Octavio respiró el olor de la mujer y lloró y lloró hasta lograr
que le pusieran el pezón en la boca. Aunque no tenía hambre, mamó con ganas
mientras el dolor desaparecía poco a poco. Para no volverse loco, Octavio trató
de pensar en el momento en el que por fin llegaría a dominar la palabra, la
palabra liberadora, el lenguaje que, fingiendo comunicarlo, serviría en cambio
para establecer la necesaria distancia entre su cuerpo y ese otro en cuyo calor
se complacía.
Frustrado en su intento de agresión directa y
estrechamente vigilado por la mujer, el traidor tuvo que contentarse con
expresar su hostilidad en forma más disimulada, con besos que se transformaban
en mordiscos y caricias en las que se hacían sentir las uñas. Sus abrazos le
produjeron en dos oportunidades un principio de asfixia. La segunda vez volvió
a rescatarlo la intervención de la mujer: Alejandro se había acostado sobre él
y con su pecho le aplastaba la boca y la nariz, impidiendo el paso del aire.
De algún modo, Octavio logró sobrevivir. Había
aprendido mucho. Cuando entendió que se esperaba de él una respuesta a ciertos
gestos, empezó a devolver las sonrisas, estirando la boca en una mueca vacía
que los humanos festejaban como si estuviera colmada de sentido. La mujer lo
sacaba a pasear en el cochecito y él levantaba la cabeza todo lo posible,
apoyándose en los antebrazos, para observar el movimiento de las calles. Algo
en su mirada debía llamar la atención, porque la gente se detenía para mirarlo y
hacer comentarios.
–¡Qué divino! –decían casi todos, y la palabra “divino”,
que hacía referencia a una fuerza desconocida y suprema, le parecía a Octavio
peligrosamente reveladora: tal vez se estuviera descuidando en la ocultación de
sus poderes.
–¡Qué divino! –Insistía la gente.
–¡Cómo levanta la cabecita! –Y cuando Octavio
sonreía, añadían complacidos–: ¡Éste sí que no tiene problemas! –Octavio
conocía ya las costumbres de la casa y la repetición de ciertos hábitos le daba
una sensación de seguridad. Los ruidos violentos, en cambio, volvían a sumirlo
en un terror descontrolado, retrotrayéndolo al dolor de la transmigración.
Relegando sus intenciones ascéticas, Octavio no temía ya a entregarse a los
placeres animales que le proponía su nuevo cuerpo. Le gustaba que lo
introdujeran en agua tibia, que lo cambiaran, dejando al aire las zonas de su
piel escaldadas por la orina, le gustaba más que nada el contacto con la piel
de la mujer. Poco a poco se hacía dueño de sus movimientos. Pero a pesar de sus
esfuerzos por mantenerla viva, la feroz energía destructiva con la que había
llegado a este mundo iba atenuándose junto con los recuerdos del planeta de
origen.
Octavio se preguntaba si subsistían en toda su
fuerza los poderes con que debía iniciar la conquista y que todavía no había
llegado el momento de probar. Ale, era evidente, ya no los tenía: desde allí, y
a causa de su traición, debían haberlo despojado de ellos. En varias
oportunidades se encontró por la calle con otros invasores y se alegró de
comprobar que aún eran capaces de responder a sus ondas telepáticas. No
siempre, sin embargo, obtenía contestación, y una tarde de sol se encontró con
un bebé de mayor tamaño, de sexo femenino, que rechazó con fuerza su
aproximación mental.
En la casa había también un hombre, pero
afortunadamente Octavio no se sentía físicamente atraído hacia él, como le
sucedía con la mujer. El hombre permanecía menos tiempo en la casa y aunque lo
sostenía frecuentemente en sus brazos, Octavio percibía un halo de hostilidad
que emanaba de él y que por momentos se le hacía intolerable. Entonces lloraba
con fuerza hasta que la mujer iba a buscarlo, enojada.
–¡Cómo puede ser que a esta altura todavía no sepas
tener a un bebe en brazos!
Un día, cuándo Octavio ya había logrado darse
vuelta boca arriba a voluntad y asir algunos objetos con las manos torpemente,
él y el hombre quedaron solos en la casa por primera vez, el hombre quiso
cambiarlo, y Octavio consiguió emitir en el momento preciso un chorro de orina
que mojó la cara de su padre.
El hombre trabajaba en una especie de depósito
donde se almacenaban en grandes cantidades los papeles que los humanos
utilizaban como medio de intercambio. Octavio comprobó que estos papeles eran
también motivo de discusión entre el hombre y la mujer y, sin saber muy bien de
qué se trataba, tomó el partido de ella. Ya había decidido que, cuando se
completaran los Planes de invasión, la mujer, que tanto y tan estrechamente
había colaborado con el invasor, merecería gozar de algún tipo de privilegio.
No habría, en cambio, perdón para los traidores. A Octavio comenzaba a
molestarle que la mujer alzara en brazos o alimentara a Alejandro y hubiera
querido prevenirla contra él: un traidor es siempre peligroso, aún para el
enemigo que lo ha aceptado entre sus huestes.
El pediatra estaba muy satisfecho con los progresos
de Octavio, que había engordado y crecido razonablemente y ya podía permanecer
unos segundos sentado sin apoyo.
–¿Viste qué mirada tiene? A veces me parece que
entiende todo –decía la mujer, que tenía mucha confianza con el médico y lo
tuteaba.
–Estos bichos entienden más de lo que uno se
imagina –contestaba el doctor, riendo. Y Octavio devolvía una sonrisa que ya no
era sólo una mueca vacía.
Mamá destetó a Octavio a los siete meses y medio.
Aunque ya tenía dos dientes y podía mascullar unas pocas sílabas sin sentido
para los demás, Octavio seguía usando cada vez con más oportunidad y precisión
su recurso preferido: el llanto. El destete no fue fácil porque el bebé parecía
rechazar la comida sólida y no mostraba entusiasmo por el biberón. Octavio
sabía que debía sentirse satisfecho de que un objeto de metal cargado de comida
o una tetina de goma se interpusieran entre su cuerpo y el de la mujer, pero no
encontraba en su interior ninguna fuente de alegría. Ahora podía permanecer
mucho tiempo sentado y arrastrarse por el piso: pronto llegaría el gran momento
en que lograría pronunciar su primera palabra, y se contentaba con soñar en el
brusco viraje que se produciría entonces en sus relaciones con los humanos. Sin
embargo, sus planes se le aparecían confusos, lejanos, y a veces su vida
anterior le resultaba tan difícil de recordar como un sueño.
Aunque la presencia de la mujer no le era ahora
imprescindible, ya que su alimentación no dependía de ella, su ausencia se le
hacía cada vez más intolerable. Verla desaparecer detrás de una puerta sin
saber cuándo volvería, le provocaba un dolor casi físico que se expresaba en
gritos agudos. A veces ella jugaba a las escondidas, tapándose la cara con un
trapo y gritando, absurdamente: “¡No tá mamá, no tá!”. Se destapaba después y
volvía a gritar: “¡Acá tá mamá!”. Octavio disimulaba con risas la angustia que
le provocaba la desaparición de ese rostro que sabía, embargo, tan próximo.
Inesperadamente, al mismo tiempo que adquiría mayor
dominio sobre su cuerpo, Octavio comenzó a padecer una secuela psíquica del
Gran Viaje: los rostros humanos desconocidos lo asustaban. Trató de
racionalizar su terror diciéndose que cada persona nueva que veía podía ser un
enemigo al tanto de sus planes. Ese temor a los desconocidos produjo un cambio
en sus relaciones con su familia terrestre. Ya no sentía la vieja y
tranquilizadora mezcla de odio y desprecio por el Traidor, que a su vez parecía
percibir la diferencia y lo besaba o lo acariciaba a veces sin utilizar sus
muestras de cariño para un ataque. Octavio no quería confesarse hasta qué punto
lo comprendía ahora, qué próximo se sentía a él. Cuando la mujer, que había
empezado a trabajar fuera de la casa, salía por algunas horas dejándolos al
cuidado de otra persona, Ale y Octavio se sentían extrañamente solidarios en su
pena. Octavio había llegado al extremo de aceptar con placer que el hombre lo
tuviera en sus brazos, pronunciando extraños sonidos que no pertenecían a
ningún idioma terrestre, como si buscara algún lenguaje que pudiera
aproximarlos.
Y por fin, llegó la palabra. La primera palabra, la
utilizó con éxito para llamar a su lado a la mujer que estaba en la cocina,
Octavio había dicho “Mamá” y ya era para entonces completamente humano; una vez
más la milenaria, la infinita invasión, había fracasado.
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