Juan Rulfo
Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con
un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora
que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo.
Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días
difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa,
sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas
y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos
–dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera
espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte–, entonces no lloró.
Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando
de noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos
que parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía
estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella.
Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima.
Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo
para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque
yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el
trapo de nuestros pecados.
Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia
y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que
no aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los
dos, pensando acabar con él para siempre. Eso hicimos.
La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A
él se le ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo
llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas
repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron
en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de
copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo
cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen
de Talpa; para que Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa
estaba lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del
frío de las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio
para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar
las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí,
frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más.
Eso pensaba él.
Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo
tenía que acompañar a Tanilo porque era mi hermano. Natalia tendría que ir también,
de todos modos, porque era su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo
a la ida y tal vez a la vuelta sobre sus hombros, mientras él arrastrara su esperanza.
Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia.
Conocía algo de ella. Sabía, por ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes
como piedras al sol del mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo
eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba:
sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia
para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo.
Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó.
Y yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna
paz ya nunca. No podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos
modos porque ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá, tan
lejos; pues casi es seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí, o quizás
tantito después aquí que allá, porque todo lo que se mortificó por el camino, y
la sangre que perdió de más, y el coraje y todo, todas esas cosas juntas fueron
las que lo mataron más pronto. Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones,
cuando él ya no quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que
lo regresáramos. A estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera caminando,
diciéndole que ya no podíamos volver atrás.
“Está ya más cerca Talpa que Zenzontla.” Eso le decíamos.
Pero entonces Talpa estaba todavía lejos; más allá de muchos días.
Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás
decir que eso era lo que queríamos desde antes de salir de Zenzontla y en cada una
de las noches que pasamos en el camino de Talpa. Es algo que no podemos entender
ahora; pero entonces era lo que queríamos me acuerdo muy bien.
Me acuerdo de esas noches. Primero nos alumbrábamos
con ocotes. Después dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos
Natalia y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos
a la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche.
Y la soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos el
cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si descansara;
se olvidaba de muchas cosas y luego se quedaba adormecida y con el cuerpo sumido
en un gran alivio.
Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos
estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba
en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban
y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella;
iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente,
pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra
vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la
lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa,
cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara.
Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir.
Ya no podrá decir nada del trabajo tan grande que le costaba vivir, teniendo aquel
cuerpo como emponzoñado, lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada
rajadura de sus piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían
despacito, muy despacito, para luego dejar salir a borbotones un aire como de cosa
echada a perder que a todos nos tenía asustados.
Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo.
Ahora Natalia llora por él, tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran
remordimiento que lleva encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo
estos últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara de Tanilo,
humedecida siempre por el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores.
La sintió acercándose hasta su boca, escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole,
con una voz apenitas, que lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado por
fin; que ya no le molestaba ningún dolor. Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame
a estar contigo”, dizque eso le dijo.
Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado
bien hondo en aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo.
Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo
le brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero
de pronto se destiñeron, se le borró la mirada como si la hubiera revolcado en la
tierra. Y pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de
ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo
que morirse.
Tardamos veinte días en encontrar el camino real de
Talpa. Hasta entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos
con gente que salía de todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel
camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras, empujados
por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la
tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz
que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían
subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y debajo de nosotros.
Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el
polvo no da ninguna sombra.
Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol
y de aquella luz blanca del camino.
Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos
salido de Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía
muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar
el sol el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato.
Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la
vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero
de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo
que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los
ojos seguían la polvareda; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que
no se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que
nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río, el
polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida
en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido
al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra
vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol de aquel calor del
sol repartido entre todos.
Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará
la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo
como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que
tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa detrás
de tantos como nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos
bien a bien cuando estemos muertos.
En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo,
cuando íbamos por el camino real de Talpa, entre la procesión; queriendo llegar
los primeros hasta la Virgen, antes que se le acabaran los milagros.
Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato
en que ya no quería seguir. La carne de sus pies se había reventado y por la reventazón
aquella empezó a salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso bueno. Pero,
así y todo, ya no quería seguir:
“Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré
a Zenzontla.” Eso nos dijo.
Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de
nosotros que no nos dejaba sentir ninguna lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar
con él a Talpa, porque a esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida.
Por eso mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan,
le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única
que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada más. Había otras muchas
Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía Natalia.
Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que
hacían surco entre el sudor de su cara y después se maldecía por haber sido malo.
Natalia le limpiaba los chorretes de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo lo
levantábamos del suelo para que caminara otro rato más, antes que llegara la noche.
Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa.
Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos
cansados. Natalia y yo sentíamos que se nos iba doblando el cuerpo entre más y más.
Era como si algo nos detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo
se nos caía más seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los hombros.
Tal vez de eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y lleno de flojera
para caminar. Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos hacía andar más aprisa.
Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas
por todas partes brillaban las fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la
peregrinación rezaba el rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo
de Talpa. Y se oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo, hasta
hacer de él un solo mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso de la medianoche
podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros. Luego se cerraban los ojos
y se esperaba sin dormir a que amaneciera.
Entramos a Talpa cantando el Alabado. Habíamos salido
a mediados de febrero y llegamos a Talpa en los últimos días de marzo, cuando ya
mucha gente venía de regreso. Todo se debió a que Tanilo se puso a hacer penitencia.
En cuanto se vio rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario,
él también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con
las mangas de su camisa para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después
quiso llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde,
en los últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los
huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa aquella
cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de cataplasmas y de
hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un olor agrio como de animal
muerto.
Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las danzas.
Apenas si nos dimos cuenta y ya estaba allí, con la larga sonaja en la mano, dando
duros golpes en el suelo con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo enfurecido,
como si estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde hacía tiempo; o
como si estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco más.
Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos
los años a Tolimán, en el novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que
sus huesos se aflojaban, pero sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir
su antigua fuerza.
Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida
lo vimos alzar los brazos y azotar su cuerpo contra el suelo, todavía con la sonaja
repicando entre sus manos salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando
defenderlo de los pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies
que rodaban sobre las piedras y brincaban aplastando la tierra sin saber que algo
se había caído en medio de ellos.
A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con
él en la iglesia. Natalia lo arrodilló junto a ella, enfrentito de aquella figurita
dorada que era la Virgen de Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera
una lágrima grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había
puesto entre sus manos. Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas
prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de
lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para
oír que rezaba.
Pero no le valió. Se murió de todos modos.
“…Desde nuestros corazones sale para Ella una súplica
igual, envuelta en el dolor. Muchas lamentaciones revueltas con esperanza. No se
ensordece su ternura ni ante los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros.
Ella sabe borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para
recibir su misericordia y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre, que no quiere
saber nada de nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros pecados; la que
quisiera llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la vida, está aquí junto
a nosotros, aliviándonos el cansancio y las enfermedades del alma y de nuestro cuerpo
ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque
está hecha de sacrificios…”
Eso decía el señor cura desde allá arriba del púlpito.
Y después que dejó de hablar, la gente se soltó rezando toda al mismo tiempo, con
un ruido igual al de muchas avispas espantadas por el humo.
Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura.
Se había quedado quieto, con la cabeza recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia
lo movió para que se levantara ya estaba muerto.
Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y
la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza.
Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos
su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza.
Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera,
eso es lo que no se me olvida.
Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin
él. Y la madre de Natalia no me ha preguntado nada; ni qué hice con mi hermano Tanilo,
ni nada. Natalia se ha puesto a llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa
manera todo lo que pasó.
Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado
a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos
caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy
cerca del remordimiento y del recuerdo de Tanilo.
Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro.
Esa cosa de no decirnos nada desde que salimos de Talpa tal vez quiera decir eso.
Tal vez los dos tenemos muy cerca el cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado;
lleno por dentro y por fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban como
si fuera un gran ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca que no pudo
cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía querer respirar
todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien ya nada le dolía, pero que
estaba como adolorido, con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy abiertos
como mirando su propia muerte. Y por aquí y por allá todas sus llagas goteando un
agua amarilla, llena de aquel olor que se derramaba por todos lados y se sentía
en la boca, como si se estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía
en la sangre de uno a cada bocanada de aire.
Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido:
de aquel Tanilo que nosotros enterramos en el camposanto de Talpa; al que Natalia
y yo echamos tierra y piedras encima para que no lo fueran a desenterrar los animales
del cerro.
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