Eduardo Galeano
Tarde a tarde lo veían. Lejos de los demás, el gurí se sentaba a la sombra
de la enramada, con la espalda contra el tronco de un árbol y la cabeza gacha. Los
dedos de su mano derecha le bailaban bajo el mentón, baila que te baila como si
él estuviera rascándose el pecho con alevosa alegría, y al mismo tiempo su mano
izquierda, suspendida en el aire, se abría y se cerraba en pulsaciones rápidas.
Los demás le habían aceptado, sin preguntas, la costumbre.
El perro se sentaba, sobre las patas de atrás, a su
lado. Ahí se quedaban hasta que caía la noche. El perro paraba las orejas y el gurí,
con el ceño fruncido por detrás de la cortina del pelo sin color, les daba libertad
a sus dedos para que se movieran en el aire. Los dedos estaban libres y vivos, vibrándole
a la altura del pecho, y de las puntas de los dedos nacía el rumor del viento entre
las ramas de los eucaliptos y el repiqueteo de la lluvia sobre los techos, nacían
las voces de las lavanderas en el río y el aleteo estrepitoso de los pájaros que
se abalanzaban, al mediodía, con los picos abiertos por la sed. A veces a los dedos
les brotaba, de puro entusiasmo, un galope de caballos: los caballos venían galopando
por la tierra, el trueno de los cascos sobre las colinas, y los dedos se enloquecían
para celebrarlo. El aire olía a hinojos y a cedrones.
Un día le regalaron, los demás, una guitarra. El gurí
acarició la madera de la caja lustrosa y linda de tocar, y las seis cuerdas a lo
largo del diapasón. La probó, la guitarra sonaba bien. Y él pensó: qué suerte. Pensó:
ahora, tengo dos.
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