Alonso Zamora Vicente
Es
muy probable que, entre esta gente que se agolpa en la estación a la llegada de
los trenes, encuentre al hombre que busco. Es también probable que, al matarle,
le haga un favor. Muchas veces he observado desde la barandilla, en el pasadizo
de salida, la cara de los viajeros. Gentes malhumoradas, fatigadas, con el mirar
vacilante. Destrozados por alguna desgracia familiar, un duelo, un descalabro económico,
quizás un adulterio. Otros, con esos ojos agrandados, despoblados y mansos del que
acaba de ser desahuciado por un médico. Sí, seguramente que en ese montón de vidas
que llega en el tren de las nueve, o entre los que van al cine de actualidades a
llenar la espera, encuentre al hombre que he de matar. Porque he de matar a un hombre.
No pasará de hoy. Todos están fuera y podré disponer de mi casa a mi antojo. Será
una experiencia valiosísima. Un hombre sin apellidos, sin dirección, quizás alguno
que haya pensado suicidarse. Un hombre que llevará en las rayas de la mano el deslumbrante
aviso de que hoy, sábado, se encontrará conmigo.
No me ha sido difícil encontrarle. Hay mucha gente que
piensa en la muerte, que la llama, que se sueña tendido y descansando. Me apoyé,
como siempre, en las rejas que separan el corredor de la Aduana. Aunque hubiera
habido diez mil personas más lo habría encontrado enseguida. Una creciente luz,
un irrefrenable desmayo le envolvían cada vez que doblaba las corvas al andar. Ahí
está. Lanzó sus maletas en el banco de los vistas como quien se desprende de… Bueno,
no sé. Demasiado levantar los hombros, angustiosa la línea de los labios con exceso
para un acto tan impersonal como abrir las maletas delante de un carabinero. Creo
que fue entonces cuando me vio por vez primera. No voy a cometer la tontería de
decir que me sonrió. Él ya no podía sonreír. Pero quizá sus ojos… Se debía de estar
preguntando, como tantos en la Aduana: ¿dónde poner ahora la mirada? Todos los contrabandistas
se lo preguntan; yo también me lo he preguntado alguna vez. Pero él no lo hacía
por eso. Es que yo no tenía dónde ponerla. Por eso me vio.
Quizá por eso tampoco dijo nada cuando le quitaron con
grandes aspavientos un collar de perlas, un proyector de cine, algunos cartones
de tabaco americano y un fajo de marcos alemanes. Ya no podía hablar más que conmigo;
su vida me pertenecía, y yo no podía entrar en la Aduana. Cuando, cumplido el requisito,
me acerqué a él, se guardaba, arrugándolo, el recibo de los objetos retenidos y
lo metía en el bolsillo de aquel abrigo grande, de piel de camello, que llamaba
la atención de los empleados del ferrocarril, de los guardias de orden público,
de los policías. Hasta los soldados del Destacamento de Ferrocarriles se volvían
a mirar. Tendré que hacer desaparecer ese abrigo. Al pensarlo, sentí frío.
Nos hemos sentado un ratito en la cafetería del vestíbulo.
Me confesó que no había tomado nada en todo el día. Apenas hemos hablado. Era como
si todo estuviese ya dicho, ya en lo nuevo y caminando. Detrás de los cristales
se estaba bien. Afuera se veía el alboroto de la estación, carretillas con equipajes,
grupo de excursionistas que emprenden el regreso con la mochila más llena que a
la venida y, colgando de las manos, cacharritos de recuerdo. Gentes con su pasaporte
en la mano, haciendo cola en la ventanilla de la policía, y en las divisas, y en
la Sanidad. Unos novios se besan desesperadamente; él es militar; mi compañero de
mesa los mira, no sonríe, dice: ¡Bah! Suben y bajan gentes por la escalera de los
urinarios. Un ciego, pregonando lotería, golpea insistente la pared con su bastón.
La mujer del tenderete de postales y periódicos entrega la cuenta a un hombre bajo
y jorobado que viene a hacer el turno de noche. Ya se han encendido las luces de
seis trenes distintos sobre el tablero alto donde se anuncian. Seis veces el mismo
apelotonamiento de gente y de cansancio en la salida, y los gritos de ¡Taxi!, ¡Taxi!,
y ¿Busca hotel? ¿Pensión económica? Es entonces cuando he invitado a mi huésped
a venir a casa. Estaremos solos, podrá descansar. No sé qué me contestó, porque,
mientras hablaba, el altavoz del cine de actualidades gritó violentamente, anunciando
un nuevo programa con las inundaciones de Baviera y no pude oírle. Noté, en cambio,
al mirarle pretendiendo adivinar su respuesta, que tenía los ojos claros y profundos,
contrastando con su barba negra y crecida. Temí que se muriera antes de que yo pudiese…
No sé qué me contestó, pero se vino conmigo.
Mi casa no está lejos de la estación.
Pero hemos tardado mucho en llegar. Hace años que hago ese recorrido varias veces
al día. Ha sido la primera vez que he comprobado los relojes al pasar: cinco. Y
no cuento el de la estación. El de las Trinitarias, en la torre, con su bombilla
aún medio pintada de azul por la defensa pasiva. En la farola central, Glorieta
de la Batalla de las Navas de Tolosa, sobre el cuchitril del guardia. Más adelante,
la relojería Winter, en la esquina, con letras en lugar de números sobre la esfera.
El de la Plaza, tan feo, y el de la casa Omega. Quizás hayamos tardado los quince
minutos de siempre, pero hoy han sido más largos. Él iba cada vez más despacio,
yo cada vez tenía más prisa. En los cruces últimos casi lo llevaba a rastras. Los
dos sabíamos muy bien lo que iba a pasar. Me crecía la cólera desde el codo abajo,
y a él le nacía una lejana noche desolada en los hombros. Atravesando la Plaza,
las diez y cuarto (él decía veintidós quince, lo que me hizo pensar en que su lengua
era de otro aire), se oía poderoso el zumbido del río. De un café salió un grupo
de estudiantes y una ráfaga de humo, y el canto de una animadora: “y quiero buscar
la muerte…” Me sobrecogió y la maldije en lo hondo de mí. Él continuaba andando,
agachándose, y ya no se atrevía a preguntar por sus maletas, que habíamos dejado
en consigna.
Subíamos la escalera y jadeaba. La sombra de la barandilla
le encarcelaba la respiración, un ir y volver, y escaparse, y suspirar. Yo sentí
desmoronarse mi irritación cuando, al volver la cabeza, vi una desenvuelta pena
brotándole en los labios. Me pareció que contaba los escalones. Sentí la tentación
de animarle, de ayudarle con mi brazo, decir unas palabras de consuelo, un Ya llegamos,
o Es el piso que viene, un Pronto descansará. No lo hice. Me puse a pensar que un
criminal cualquiera procuraría no decir nada, no tropezarse con otro vecino en la
escalera, no… no… Cuando la llave daba la segunda vuelta, aún me pareció verle una
desbaratada sonrisa, quizá fuese la luz, o el aliento de la calefacción.
Otras veces, cuando mi familia se iba al campo, yo me
aprovechaba de la soledad de mi casa para reuniones con los amigos hasta muy avanzada
la noche, o para algún asunto amoroso. Hoy era distinto. Quería matar a un hombre.
Ya lo tenía allí, sentado en el recibimiento, preguntándome por el baño, una docilidad
desesperante. Ya me temía que todo fuese muy fácil cuando, de pronto, tuve miedo.
Los muebles sonaron, las cortinas se poblaron de sombras blanquecinas, un clamor
ondulaba falazmente en mis oídos. Apreté el paso hacia mi alcoba. Él estaba en el
baño, tardaba en salir. Encendí todas las luces. Y cómo hacerlo, y quién será, y
qué ocurrirá luego. Ya sale, se ha oído el agua, y el cerrojo, los pasos, ya dobla
el pasillo, ha estornudado, se ha debido de parar a ver algún cuadro y se limpia
las narices, vuelve a andar, aparece en la puerta, el abrigo al brazo y desabrochados
los pantalones. Se deja caer sobre la cama sin decir nada. Si al menos dijera algo.
Es inútil intentar estrangularlo. Se ha estirado cómodamente
sobre el colchón rígido de mi cama sin hacer, ha carraspeado dos veces, restregó
los hombros como arrebujándose, y se ha muerto. Yo no tuve necesidad de matarlo.
Como no tenía a mano otra cosa, le tapé con el colchón de la otra cama, donde duerme
mi hermano. Aquella pena que le brotó por la escalera atravesaba ahora la habitación,
llenándola de un frío avasallante. Iba a pensar por vez primera en él, despacito,
sentándome incluso… Sonó el teléfono, Chonita me invitaba a una repentizada cena
fría; después podría llevarme al campo con los míos, en su auto. Salí corriendo,
sin acordarme más de que era sábado y estaba solo en casa, ni de que había ido a
la estación, ni de que un hombre, bueno, se murió, yo no lo maté –pero quise matarlo–,
en mi cuarto.
No puedo explicarme esta sensación de angustia. Me duele
el brazo, los brazos, siento un enorme peso en el costado y mi respiración es acezosa
y envenenada. Me he despertado en medio de una pesadilla. Alguien, allá en mi casa
de la ciudad, revolvía mis papeles, se probaba mis ropas, firmaba con mi pluma,
decía obscenidades al retrato de Chonita y ha hecho cachizas el cuadro con mi título
de bachiller. Desvelo helado y con gritos cuando vi que iba a volver los colchones
de mi cama, porque entonces… Dios mío, qué hice. Tres meses ya, y no me he acordado
ni una sola vez de aquel hombre. Si lo maté. Si no lo maté. Llego hasta el llanto
intentando poner en claro si yo he hecho eso que me avergüenza y horroriza, o si,
por el contrario, es un sueño, alucinación que se acerca y se aleja, doloroso vaivén
enloquecido, taladrando la sien y la garganta. Debo ir, iré. Miro el reloj: está
parado. Me asomo a la ventana: no puedo leer la hora en las estrellas, que apenas
conozco, y el sueño, además, me rinde. Me vuelvo a la cama, y… Sí, no hay duda:
casi oigo su voz (“no he tenido ganas de probar bocado en todo el día”), su andar
jadeante (“¿usted cree que las maletas…?, ¿me devolverán el collar?”) No quiero
recordar más. Estará allí. Quizá haya olido al descomponerse y alguien lo habrá
notado. La señora de arriba tiene un perro, y dicen que los perros notan cuando
hay un muerto. A lo mejor ha escarbado en la puerta, y… También es posible que mi
madre haya mandado a limpiar algún día, y lo habrán descubierto, lo habrán tirado.
O la policía, porque era un extranjero o por lo menos entró con pasaporte. Decía
veintidós quince y no diez y cuarto, y… Tres meses ya. No sé si lo maté o no. Pero
si sé que lo llevé a casa para matarlo.
Durante el viaje, he intentado sacar varias veces conversaciones
sobre un cadáver que apareció en… un extranjero que… Nada. A nadie le causaba impresión.
O no se ha sabido nada, o es un caso frecuente. En los ratos de silencio, sofoco
mi intranquilidad diciéndome versos. “Con diez cañones por banda - viento en popa
a toda vela…”, o “Recuerde el alma dormida…”. También cuento los golpes de las ruedas
en los rieles, tatá-tracatrá, tatá-tracatrá, diez, once, doce…, ochenta, ochenta
y uno… o veo subir y bajar, rígidamente paralelos, los cables del telégrafo. He
vomitado por la ventanilla solamente de pensar en el olor que habrá en mi habitación
cuando entre.
He salido de prisa de la estación. A cada momento espero
que me llame alguien; lo más seguro, la policía. No me atreví a mirar a la cafetería.
En la cabina de los periódicos, el hombrecillo jorobado se ponía un guardapolvo
y bajaba los cristales.
Nadie me ha visto entrar. La portería estaba cerrada.
No acertaba a introducir la llave en la cerradura por el loco pulso de la carrera,
un pavoroso tumulto desordenado en mis muñecas. Encendí todo. Igual que entonces.
En mi cuarto no ha entrado nadie aún. Los dos colchones, uno encima del otro. He
tirado con decisión del de arriba. Y abajo, en el rígido, el de mi cama, se veía
el hueco de una figura toscamente humana, desdibujada, imprecisa en el torso y las
piernas, muy bien dibujada la huella de la cabeza y las orejas. Y rellenando ese
hueco un polvo brillante y nacarado. Parece mica. Una mica exfoliada, cegadora,
que despide sombras de rosa a la luz. Era todo lo que quedaba. Recogí ese poso cuidadosamente,
para hacerlo desaparecer. Acepillé el hoyo del colchón. Menos mal que no olía. Cuando
llegue mi familia en el próximo tren no notará nada. Todo ha ido mejor de lo que
yo esperaba. Tengo cuatro horas para revisar la casa y ordenar lo que sea necesario.
He decidido no cenar. Urge quitar de en medio todo rastro.
Me he sentado a pensar qué haré con este paquete de polvo humano. Echarlo a la basura
es comprometedor. Los traperos revuelven en los desperdicios con un palo, con un
alambre, Dios sepa con qué. Pierden horas y horas al sol tibio del suburbio, junto
a la salida de las carreteras, en seleccionar y agrupar lo que su carro traslada
día a día, una abrumadora tristeza polvorienta, maloliente. No echaré mi paquete
a la basura. Temo la erudición de los traperos. Tampoco lo quemaré. No sé ni siquiera
si arderá esto. Es probable que, en la calefacción lograra eliminarlo. Pero hay
que bajar al sótano, a las calderas, y engañar al calefactor con algún pretexto.
Es una tontería despertar sospechas innecesarias. También puedo salir, y, como quien
pasea distraídamente y sin rumbo, arrojarlo por encima de la valla de un solar,
junto a piedras, balones olvidados, latas oxidadas, palanganas abolladas y botes,
muchos botes, quizás algún animal muerto. O tirarlo por los desmontes del Manicomio
nuevo. Pero es arriesgado. No sé qué evolución puede seguir esto, y a lo mejor…
Podía ponerme ahora a estudiar en esos libros gruesos de Patología, Economía, Biología,
qué pasa con los restos humanos al cabo de algún tiempo. Pero no me dan muchas ganas,
la verdad. Una vez curioseé uno, y no entendí nada: demasiadas fórmulas. No tengo
tiempo de aprendérmelas esta noche. Y he de dejar esto terminado antes de las doce.
Tengo que dormir, descansar, estar mañana fresco, jovial, todos los músculos en
su sitio, nuevos. Como si no hubiese pasado nada y yo no hubiese ido a la estación
un sábado anocheciendo e invitado a un viajero a venir a mi casa. Crecido, sosegado:
es muy importante.
Lo mejor será salir hasta el Puente Nuevo, o el romano
si hay menos gente, y echar al agua el paquete. Adivino muchos riesgos, pero es
ahora lo único que se me ocurre. Ahora, sentado en la salita de recibir, frente
a una Dolorosa con pelo y alfileres de plata, sentado bajo la ampliación de boda
de mi hermana Lolita, tan cursi la pobre, apoyada sobre el hombro de su marido en
actitud soñadora. No se me ocurre otra cosa: al río, y pronto. He mirado la orla
de fin de carrera de mi padre, cincuenta y cinco abogados por Madrid, todos con
barba, y me pareció que los cincuenta y cinco me hablaban a gritos, azuzándome,
orgullosos casi de mi resolución: al río, al río.
Decididamente, no se está a gusto en casa en muchas
ocasiones. Hoy es una de ellas. He asegurado mi paquete, atándolo concienzudamente.
Luego lo he vuelto a envolver en un extraordinario atrasado de La voz de la Región.
Me ha quedado un bulto muy bien hecho. En la cara superior se ve a la Reina de Inglaterra
en la fiesta de pasar la línea ecuatorial y un espeluznante reportaje sobre un accidente
de aviación. En la otra, hay una crónica de sociedad. Me acuerdo ahora, bajando
ya por el entresuelo y al curiosear entre las bodas, que no hice un regalo… El paquete,
dichoso paquete, lo que pesa…
En la calle. Hay todavía mucha gente. Es el buen tiempo
que comienza, y todo el mundo se entrega a pasear, prorrogando inútilmente la tarde.
Todo está encendido, contento, una súbita franqueza desbordándose. Me hundo en las
aceras apurando dichosamente su sana vividura, escaparates llenos de luz, mi paquete
pesándome en el brazo, y las tiendas de ropas hechas, calcetines amontonándose,
chaquetas, gabardinas, Venta de fin de temporada, un gran Apto para menores en la
cartelera del cine Odeón, con una alegoría del Oeste americano, la estrella del
sheriff descolgándose borracha de una esquina, y la tienda de flores de Pedrell,
tan estrechuca, claveles esmirriados, mentirosamente sostenidos con alambre, y tiestos
de barro catalán. Se vende tierra y semillas. El prodigio de la vidriera radiante
de Casa Simón: botellas de licores, coñac, vinos, frascos de todos los tamaños y
formas, y la fotografía de Lumiére; me paro a ver el escaparate siempre, y procuro
ver en las fotos dónde está lo guapo y lo feo, a ése lo he visto yo no me acuerdo
dónde, ésa es la que estaba aquel día en la escalera subiéndose las medias, y ése
del ángulo se parece a… Aprieto el paquete bajo el brazo. Cómo sería. Podría ser
uno cualquiera de éstos. El mismo gesto sorprendido, maniatado, idéntica conformidad.
La joyería, refulgente huida de las luces, y la tienda de cueros y deportes, patines,
skíes, escopetas, redes, termos, juegos de cubiertos plegables, vasos de plástico,
cestas de viaje, botas de montaña y de ciclismo, pelotas de tenis: Seriedad. Economía,
Use usted máquinas de afeitar Remington, Para todas las corrientes. Zapaterías,
farmacias, droguerías, el paquete pesando; otra pastelería, sobre la puerta Suchard
encendiéndose y apagándose, un reloj en lo alto. Un café lleno de gente joven, las
ventanas abiertas, el humo de los cigarros manando a borbotones, risas y bromas
de la mesa junto a la ventana, con estudiantes y mujerucas pintarrajeadas. No puedo
entrar, aunque alguno me llama, por este paquete. Aún está lejos el río, y el paquete
pesa, y, de vez en cuando, he de pararme. Aquel que viene por allí, ya le veo llevarse
la mano al sombrero, presiento que me va a preguntar por mi padre, vacíos y machacones
¿Cuándo han venido? ¡Qué sorpresa! ¿Qué tal esos tres meses?, y no puedo contestar
que estos tres meses así, en casa, encerrado y sin acordarme. La librería, un ratito
ante las lunas, novelas de Pierre Loti, José María de Pereda, Padre Coloma, algo
de Shakespeare, Clásicos de la Colección Araluce. El asco de siempre. Enciclopedia
Winkler. La Ciencia y el Arte del Mundo por poco dinero y a plazos. Aprenda electricidad.
Patología quirúrgica, primer año, por el catedrático numerario de la asignatura.
Mi paquete. (Buenas noches, usted lo pase bien, Muchos respetos, Tanto gusto, Cariños
en casa.) Hay demasiada gente. Una taberna: alguien sale borracho, blasfemando,
y se pone a vomitar en la puerta. Los guardias de servicio siguen por la acera opuesta,
tan tranquilos, y doblan disimuladamente por la primera esquina. Silencio de una
calle en cuesta y sin comercios. La vendedora de periódicos grita en la verja del
monumento a Colón: ¡La Noche! ¡Resultado de las quinielas de fútbol! La campana
de un convento; una lejana pesadumbre blanqueada se adormece sobre las acacias florecidas.
Niños jugando al corro. La campana. Un auto de prisa y estridente. Mambrú se fue
a la guerra. Otro auto. La campana. ¡Qué dolor, qué dolor, qué pena! Un balcón se
enciende en una fachada oscura y llaman a gritos: ¡Conchita! ¡Paquito! A dormir,
ya habéis jugado bastante. Abandono húmedo de la calle ya negra que lleva al puente.
Carteles del turismo escondiéndose en lo oscuro. Frío. Mi paquete, voy a tirar al
agua mi paquete. En la rotonda última, junto a la embocadura de las Rondas, las
flechas de la carretera marcan vagamente distancias, noche adentro. A la frontera,
6 kilómetros. Autos: haced fila a la derecha.
He dejado un momento mi paquete en el suelo, para descansar.
A la luz de un tranvía me pareció enorme, palpitante. He querido tararear una cancioncilla
y no he podido. El río está ya cerca. Adelante.
Esta avenida que lleva al Puente Nuevo, tantas veces
que la he andado. Siempre una alegría solapada me bullía en las palmas de las manos
al llegar aquí. Las hileras de árboles, las luces de la estación de gasolina, las
franjas blancas en el asfalto para indicar las direcciones, los carteles pregonando
el peso que aguanta el puente… Todo tan familiar, tan mío. Y hoy leo todo deteniéndome
en cada letra; lo miro todo en abandonada despedida, una saliva triste mojándome
los dientes. Mi paquete. Pesa este paquete. Voy a tirar al agua un… Diré: hombre.
Y no cambia nada. Los macizos de rododendros están como el año pasado y las luces
del embarcadero parpadean entre los alaridos de la gramola. Todo lo mismo. Solamente
yo estoy más… No sé cómo. He matado a un hombre. Ahora ya no me cabe duda de que
lo maté. Me lo dicen los árboles con una inclinación que solamente yo entiendo;
me lo confirma el súbito callar de los novios, que se apretujan en los bancos cuando
paso por delante.
Rodeado de silencio, por vez primera desde que puse
el pie en la calle, al salir de casa con… Y ahora me doy cuenta de que tal vez me
he apresurado demasiado. He debido repasar algún libro para cerciorarme de que esto
que he recogido del colchón… Aunque no hubiese sido más que la Enciclopedia Nacional.
Artículo Descomposición. Sí, seguramente ahí vendría algo. También habría sido prudente
estudiar el artículo Alma, por si acaso. Ha sido una ligereza, pero no voy a desandar
lo andado. Ya comienza el fresco del río en el aire. Se me ha puesto carne de gallina
y me he parado en el bordillo de la acera: no he registrado todas las habitaciones
de mi casa. ¿Y si…? ¡Qué cosas!, un muerto no se mueve, y se quedó en mi cama. Donde
lo encontré. No, no, no debo dar marcha atrás. El río está ahí cerca. Y dentro de
unos momentos…
Dentro de unos momentos. Ahí está lo más grave de esta
ridícula tozudez mía. Dentro de unos momentos será peor que ahora. Mucho peor. Voy
a echar al río a un hombre, o lo que queda de él. Un hombre, con sus manos, sus
dolores, sus quebraderos de cabeza, sus prejuicios. Yo no sé nadar, mis amigos me
miran despectivamente cuando se enteran, y yo voy a tirar al agua a un hombre. Quién
sabe si él sabría nadar. Lo voy a sumergir envuelto en un periódico, con las noticias
del día, partidos, crímenes, barullos de la ONU, diez y seis muertos en la frontera
de Israel, y los precios de la carne para toda la semana, y la última película de
Gina Lollobrigida. Al agua. Se pudrirá pronto. No sé, no he podido informarme de
nadie, si ese polvo parecido a la mica flotará, se disolverá, precipitará, se sumergirá,
formará compuestos, alimentará algas, o… Vaya usted a saber. Lo único claro es que
yo no sé nadar, quizás él tampoco sabía. Pero sí tendría sus manos acostumbradas
al saludo, a moverlas diciendo adiós, a dar cuerda a los juguetes de niño, y a pelar
mandarinas. Se las comerán los peces. La luz del fielato. Los consumeros juegan
a las cartas en una mesa coja, y unos vasos de vino marcan gruesos redondeles sobre
la tabla. Uno canta las cuarenta, y el otro, echándose hacia atrás la gorra, desata
un juramento, unos gitanos miran, mocosos, embobados, el sucesivo caer sobre la
mesa de las sotas, los treses, los ases, algún caballo, los cuatro reyes con la
corona bien puesta. Un auto sale veloz, adelantándome. Buenas noches cortas, compromisarias.
Son para mí, siguen jugando. También él diría Buenas noches, y seguramente le habría
gustado contar los círculos del vinazo en el tablero y combinarlos, y evocar en
qué merendero, cuando estudiante, los vio una tarde, amarilla de recuerdos: quizá
con una chica bonita y complaciente. Me estoy ahogando. Ya se oye claramente el
zumbido de la esclusa y el terco golpear del agua contra los flancos de los barquitos
domingueros. Alguna tarde, en algún sitio, él habrá bajado hasta un río y habrá
oído este gluglú pertinaz, violines, humedad, unas torras creciéndose en la ribera,
faros sobre el puente, alguna mujer invitándole obscena, desde la barandilla. Seguramente
no se iría con ella, parecía tan pobre hombre. Tenía los ojos claros. Yo no sé nadar
y voy a echarlo al agua. A él, tan inocente ante mí; a él, que, a lo mejor, un domingo
de tedio, después de un ratito de duermevela en un sillón, se habrá bebido una copa
de coñac para ponerse bien, matar el gusanillo, y a otra cosa y ya veremos, y habrá
salido despacio a ver caras y escaparates, y torres, y anuncios, y el fondo prometido
de las calles largas, cuando la luz enfriada de las cinco revienta en las baldosas
y en los portales, y al oír el canto de una solterilla detrás de una ventana o en
un patio, y mirar a los niños, que salen de la sección infantil de los cines, orinando
en el borde de la acera, a ver quién llega más lejos, las niñas escandalizándose,
luego habrá llamado a una puerta, parece que la estoy viendo, es casi como la mía,
pero no veo quién la abre… No, no puede ser que yo haya matado a un hombre así,
que decía Buenas noches, y Siempre, y Nunca, y Luego, o simplemente ¡Qué le vamos
a hacer!, quizás era aficionado al teatro costumbrista, a 1o mejor fumaba negro
y bebía ron, o le gustaba la Historia de América. Porque lo maté yo, sí: se murió
de tanto como deseé matarlo… Pero el paquete se hunde en el agua, ha caído de prisa,
a vueltas con la fórmula de la aceleración y el principio de Cada cuerpo, sumergido
en un líquido, pierde de su peso… ondas circulares, cada vez más leves, arrastradas
por la corriente, y un fugaz desvivirse de innumerable regreso en la memoria, la
noche de la estación, los cinco relojes de camino de casa, el viaje, otros muchos
viajes, una adormilada claridad cuando el ratito aquel con la primera novia, y los
exámenes múltiples, y las narices rotas cuando me pegué con Pedro Juárez por la
fotografía de Jeannette MacDonald y la alegría abobada y blanca de la primera comunión,
y más cosas y gentes que nunca había recordado, ahora presentes, estéril y alocadamente
devueltas superponiéndose las ondas del río con las de una playa lejanísima, azul
toda, con el cubito dejando la arena en ordenadas geometrías, agua que va y no vuelve,
frío, humedad, negro todo ya, perdiéndose río adentro, profundo respiro un estrella
nuevamente tersa en la superficie ya tranquila, gradualmente endurecida compacta
soledad sobre el zumbo de la esclusa, y apretándose. He vuelto a casa de prisa.
Debe de hacer mucho tiempo que salí. No sé cómo se me van las horas. Tengo una confusa
sensación de que he de resolver algún asunto difícil, de que he olvidado algo. Quizá
deba viajar mañana temprano. Los hombres del fielato jugaban todavía y me pareció
ver un par de mujeres con ellos. Se aprovecharán de la noche allí, solos. No me
saluda nadie. Las pocas personas que me cruzo fingen no conocerme. Mejor para mí,
más fácil todo. Es horrible este andar por una ciudad donde todos nos conocemos,
o creemos conocernos. Estoy harto de tanto Siga bien, Hasta luego, Recuerdos, Luego
te mandaré eso. ¡Bah! El portal estaba abierto. La portera charlaba en la acera
con un grupo de mujeres. Se me ha quedado mirando y no ha dicho nada. Pobre señora.
He subido muy de prisa; inconscientemente he tocado el timbre. Me asomé, hábito
viejo, por el hueco de la escalera y vi a la portera mirando recelosa hacia arriba.
Algo me preguntaba, será que no me ha reconocido. Apenas entreabre la criada, por
lo visto ya han llegado, me cuelo de rondón. La criada, asustadiza, da un grito.
Yo voy derecho a mi alcoba, estoy cansado y quiero acostarme. Sin desnudarme, me
tiendo encima de la cama, aún sin preparar. Oigo ruidos, voces alarmadas por el
pasillo. No es posible, No sabes lo que dices. Casi reconozco las inflexiones de
esas voces, aunque cada vez que suena Quién será, me parecen más lejanas, más extrañas
y desesperadas. Llaman a la puerta. No quiero que me molesten. Como no contesto
abren con cautela y me miran por la estrecha rendija mi madre, mi hermana, las dos
criadas, mi primito Chucho que se han debido de traer del campo y es un majadero
ñoño, veo que están asustados, temblorosos. Yo empiezo a sentirme incómodo. Me levanto
para decirles que me dejen dormir, que ya he cenado y que mañana no iré a la Universidad,
y me encuentro con mi padre, alterado, haciendo grandes esfuerzos por hablar serenamente.
No me explico bien qué le pasa. Ha comenzado por decirme, y no me deja replicar
su tono seco, que he debido de confundirme. Aquel cuarto es el de su hijo (sí, ya
lo sé, pero entonces… ¡qué ocurrencia!) y se tratará de una confusión (cómo voy
a confundirme, ¿y el hueco del colchón?), y Tenga la bondad de salir, señor, o de
lo contrario me veré obligado a… He visto, de pronto, sus caras serias, hostiles.
No me querían ya. He pensado oscuramente si no habrían descubierto algo. Pero es
extraño este acorde mirar con desdén, con furia contenida. “Éste es el cuarto de
mi hijo, Usted debe de estar equivocado”, repetía mi padre, ya más sosegado. No
he contestado nada. He visto que cuando llamaban con los nudillos en la puerta no
era para darme de cenar, o para preguntarme, ¿de dónde vienes?, ¿qué tal viaje has
hecho?, ni para avisarme de que habían vuelto. Era para echarme, para decirme que
mi cuarto no era ya mío. Adiviné que sería inútil decirles que yo había dormido
unos meses en aquel colchón, que ya era casi mío, que… No valía la pena. Quién era
yo. A dónde ir ahora, dónde extender mi fatiga esta noche. Me puse mi abrigo, que
estaba en el respaldo de una silla y salí. Ya no me parecía mi padre cuando dije
Buenas noches, tan dura era su expresión. En cuanto a los demás… Ni llorar siquiera,
ellas, tan fáciles al llanto. Seis cabezas, muy lejos en el primer descansillo.
Me abrochaba los pantalones al bajar la escalera, despacito.
En la calle había refrescado. Me subí el cuello del abrigo y eché a andar a la deriva,
lejanamente desolado. Querría hablar en voz alta, pero me temo no reconocer mi voz.
Me callo. Menos mal que mañana podré recoger en la Aduana mis marcos y marcharme,
y quizás empezar a vivir. Son las veintitrés veinte y tengo hambre. No he tomado
nada en todo el día, y ahora… Dónde, dónde me acostaré yo. A quién explicar mi tristeza.
Guardaré bien estos resguardos de la Aduana y de consigna para mañana decidir qué
hago. Ahora voy a dar un paseo por la ciudad, aunque con estas barbas… Si no miraran
tanto a mi abrigo…
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