José Revueltas
Agente del Ministerio Público:…y todavía no se contentó usted con la forma
de haber dado muerte a su víctima, sino que a puntapiés, es decir a patadas, condujo
la cabeza del occiso hasta el basurero próximo…
El Fut: Sí señor, cómo lo había de negar yo. Así fue, tal como usted dice.
Pero no lo hice por mal, señor. Verdá de Dios que no lo hice por mal. ¿Cómo quería
que yo agarrara esa cabeza con las manos, cuantimás habiéndolo yo matado, digo,
siendo yo el autor de la muerte de ese occiso? No lo hice por mal, señor…
Agente del Ministerio Público: ¿Así que lo hizo por bien…?
El Fut: Sí señor, como todo mundo puede ver si lo mira en mi corazón. Lo
hice por bien…
Es curioso, pero aquí estamos, en la misma cárcel, Hegel y yo. Hegel, con
toda su filosofía de la historia y su Espíritu Absoluto. Verdaderamente curioso.
Debo precisar: en la misma celda, desde que me lo trajeron, de la calle, a vivir
conmigo. Un auténtico regalo filosófico. Lo acepté con extrañeza y desconfianza:
aquí eso molesta. Forrado en piel, una piel de cochino bien curtida, reluciente,
olorosa. Pero basta de bromas: forrado en su propia piel, en su propio pellejo,
limpio, colorado, que despedía ese aroma de agua de colonia, pero de todos modos
un pellejo de cochino. Lo miré: un semienano, además giboso. Es decir, no un enano
natural: semienano de un metro y centímetros, tan solo a causa de que le habían
amputado las piernas de raíz, desde el tronco. Con todo y las piernas, completo,
debió tener su buena estatura regular, y es fuerte. Yo mismo ayudé a que las ruedas
del carrito salvaran el quicio de la celda, que levanta más de media cuarta del
suelo. Hasta que vino a mi celda todo el mundo lo había llamado Ejel, simple y bárbaramente.
Tuve que imponer sobre la población entera de la Crujía Circular –a gritos, pero
metódicos y con arreglo a cierta periodicidad, por la ventanilla de la puerta, pues
entonces no se nos dejaba salir al corredor– la pronunciación correcta del nombre,
Jeguel, Hegel. Le vino de la sucursal de un Banco en las calles de Hegel, de Jorge
Guillermo Federico Hegel. La radio-patrulla disparó varias ráfagas de ametralladora.
Ocho balas repartidas entre los dos muslos. Ahí quedó Hegel tirado a media calle,
con su piel de cochino perforada: real y racionalmente se hizo necesario amputar.
Pero me importa una chingada Hegel. Lo que trato de recordar es otra cosa, desde
que falta Medarda, desde que no viene. Otra cosa, que me da vueltas y no me deja.
El muy cabrón quiso matarme, para quedarse con la celda solo. El muy retecabrón.
Me lo dijo él mismo después. Se había puesto al habla con dos de sus valedores.
“Va un azul para cada uno: cincuenta baros a cada quién, ustedes dicen”, me contó.
Le daba risa. “Te salía barato, cien pesos… por mí”, le dije y me eché en la cama,
sin hablar. Medarda nomás dejó de venir. Primero un sábado, y luego otro y otro
y otro, hasta que ya no vino. Quisiera verla de nuevo, su presencia irritante, ese
no sentir piedad hacia ella, su talle macizo, impuro. Su rostro se aleja, se esfuma
hacia el fondo, es un óvalo vacío, sin color, como si alguien lo hubiese recortado
–cuidadosamente, siguiendo con precisión la línea externa, sus límites– para arrancarlo
de algún retrato en cuyo lugar quedara al desnudo la cartulina gris sobre la que
estaba montada la fotografía y, no obstante, todo lo demás, tal como habría sido
siempre, durante la vida entera, quieto e intacto desde que posó ante el fotógrafo:
a la espalda, un decorado nuboso, informe, con las dos líneas horizontales de diminutos
cirros flotantes, lo único que le hacía parecer cielo, y en el primer término una
consola con aquel florero vacío encima, inexplicables los dos. El entorno de Medarda:
fuera de sus límites –el rostro, el cuerpo, el vestido–, la nada; y aún estos, en
la sima del olvido, la nada también. Pero no es olvido, no. Tiene razón Hegel cuando
dice: “la memoria no es lo que se recuerda, sino lo que olvidamos”, más o menos,
porque lo dice de varios modos, muchas veces contrapuestos. Por ejemplo: “la memoria
es lo que uno hace y nadie ha visto, lo que no tiene recuerdo”. Añade luego: “no
somos sino pura memoria y nada más”. Tiene razón: nuestros actos, los actos profundos
dice él, son esa parte de la memoria que no acepta el recuerdo, sin que importe
el que haya habido testigos o no. Nadie es testigo de nadie ni de nada, cada quien
lleva encima su propio recuerdo no visto, no oído, sin testimonios. He aquí pues
el retrato de Medarda con el rostro vacío. Es peor que si le hubieran sacado los
ojos: ella es la que no me ve. Ella, ella, Medarda.
¿Dónde, dónde diablos fue que comenzó todo esto? ¿Dónde
comenzamos estas cosas? ¿En Panamá? No son las cosas mismas lo que recuerdo, sino
su halo, su periferia, lo que está más allá de aquello que las circunscribe y define.
Bien, el trópico. Sea. Era duro, ahogaba. Panamá: las calles rectas, amplias, limpias
del Canal Zone, las ventanas con su tela de alambre para los mosquitos. El negro
aquel se empeñaba en no bajar de la guagua, el camión de pasajeros entre Balboa
y Panamá, la ciudad. Echaba la cabeza hacia atrás, con el mentón apuntando a lo
alto, desafiante pero ya vencido de antemano, heroicamente seguro de la derrota,
con una cólera desarmada y vacía en medio de la distraída, inatenta indiferencia
de aquellos blancos panameños del camión. “¡Conozco mis derechos, no pueden obligarme
a bajar, soy un ciudadano de Panamá igual que cualquier otro!” Bueno, más bien “semiblancos,
lo que quiere decir seminegros”, empleados en las oficinas de la Zona, nativos,
en una palabra, que ya comenzaban a impacientarse pues el chofer se había negado
a continuar mientras el negro no bajara. “Baja, negro; te digo que aquí no puede
viajá… –la voz del chofer era calmosa, persuasiva, tolerante–. Po eso hay guagua
esclusiva pa lo negro. Esto no es lo tuyo, viejo…” Lo decía de espaldas al negro,
sin volverse, encarándolo a través del espejo retrovisor, lo que daba cierta irrealidad
a su actitud como si el negro no existiera. “Mira, negro, que si no te baja, uno
de esto caballero tendrá la gentileza de ir a llamá un guardia que te obligue. Mira
que te lo pide un negro tan negro como tú, tan bembón como tú”. El chofer rio por
lo gracioso de su repentina ocurrencia respecto a la negritud de ambos, esa conciencia
natural, ese consentimiento mutuo que debía unirlos en la aceptación de su común
ser inferior. En efecto, era tan negro, o más que el negro de la protesta. O quizá
me lo parecía, porque con los negros sucede así, cuando uno está entre ellos –en
sus poblaciones negras, en sus calles negras–, que los ve más negros, según el estado
de ánimo en que uno se encuentre a la pesadumbre en que uno se halle. Me pasó en
Belice, donde vi a los negros más negros de todos los negros que existen en el mundo.
Pero entonces fue que andaba yo verdaderamente reventado, “dado a la mierda es poco”,
como dice Hegel. Le eché al negro el brazo sobre el hombro, y le dije que yo bajaría
junto con él y que los dos nos iríamos a pie hasta Panamá o hasta donde él quisiera.
Negro bembón, simpático. No lo volví a ver, aunque quedamos de que me buscaría en
el barco. En Panamá hubo mucho de todo, pero ahí no fue. No puedo recordarlo. Quién
sabe qué me pasa.
Digamos… ¿Guayaquil? El Guayas, ese río, los horribles
manglares. Todavía estás en mar abierto y ya comienzas a entrar en esa espada azul.
A proa apenas se divisa la tenue línea del Ande ecuatoriano, apenitas, muy a lo
lejos, al este franco, mejor dicho, al nornoreste un poco caído, para ser exactos.
Te entra por todo el cuerpo, manglares y manglares y manglares, a babor y estribor,
sólo manglares y nada más manglares en cada ribera, por las dos bandas, una infinita
cabeza de Medusa. Te enredas, te enredas, todo te enreda, no puedes salir de Guayaquil,
has de morir en Guayaquil. Bueno, ahí me pasé tres meses borracho, ni más ni menos,
con mi amigo El Jaibo, pues nos quedamos en tierra, nos dejó el barco. Tres meses,
todo el tiempo que empleó el “Batalla de Calpulalpan” en dar la vuelta por el sur,
y luego, ya de subida por la costa atlántica, cruzar el Canal y volver al Pacífico
para encontrarse otra vez con el Guayas y navegarlo hasta fondearse en Guayaquil.
Aquello no era más que sudor. Tres meses empapados en sudor, envueltos en brumas,
aguaceros y manglares.
Tampoco fue en Salina Cruz. Entonces Salina Cruz estaba
abandonado, arena, hierros viejos, los muros del antepuerto comidos por la sal,
el dique seco hecho una porquería, armaduras, quillas, pedazos de cubierta que tintineaban
con el viento, “una tristeza para hombres de mar”, decía el jefe de máquinas.
Allí en Salina Cruz La Tortuguita contagió a todos los
marineros de gonorrea. Yo me salvé. Me había molestado la idea de aguardar turno
y éramos cosa de veinte o veinticinco a quienes La Tortuguita nos gustó desde el
primer momento y no quisimos ir con ninguna otra. Tampoco eran muchas. Cinco o seis
en aquel triste burdel y cantina y restaurante y tienda. Entraban niñas a comprar
algo, manteca –la vi– derretida, por supuesto, líquida a fuerza del calor. Los cuartos
quedaban a espaldas de la trastienda, pequeños recintos de madera con puertas que
abrían a las orillas de un patio cuadrado, de cemento, a mitad del cual salía un
tubo con una llave de agua. También entraban por agua, con sus botes. Pero ¿dónde,
dónde fue? Recuerdo que bebíamos aguardiente salvaje El Jaibo y yo. Era cuando ya
comenzaba a sentirse muy orgulloso de ser mi amigo. La manteca licuada, sucia, como
un caldo amarillento, pero desde luego no fue en Salina Cruz donde la conocí, donde
se me metió como una nigua entre las uñas. Cuando sucedió o comenzó a suceder esta
cosa yo estaba borracho hasta los huesos, “ebrio absoluto”, como lo califican a
uno en las actas de las delegaciones de policía, por eso no recuerdo. Sí, eso sí:
me fui a la cama con aquella mujer, me llevó. Dije cama. Esa cama, Dios santo. Terminó
por molestarme la idea, esa vez en Salina Cruz, de que todos iríamos con La Tortuguita,
uno por uno. Los miraba y me decía: todos estos nos acostaremos con la muchacha,
tú, aquel, el otro, yo. Al sexto o al séptimo ella vino a sentarse a la mesa. Se
sentó con todo el cuerpo, una acción del cuerpo entero, sobre la silla. “¡Carambas!
–exclamó entre agresiva y disculpándose al mismo tiempo–. ¡Déjenme descansar un
rato!”, como a modo de haber visto algún reproche en nuestras miradas. Para darle
una demostración amistosa de nuestra conformidad con ese descanso, pedimos otra
tanda de cervezas heladas, para ella un anís. A todos nos pareció correcto que tomara
un respiro y lo veíamos muy bien y natural. Cada uno estábamos inscritos en la lista,
por orden alfabético de nombres, que el jefe de máquinas Quintín Barba había apuntado
sobre una de esas hojas de papel donde se anotan los tantos del dominó y que extrajo
de la bolsa del pecho de su camisola, donde llevaba otras también en blanco, con
las columnas impresas de los dos bandos de jugadores, “Ellos”, “Nosotros”. Puso
su nombre al último para disponer de más tiempo –todo el que se le antojara– con
La Tortuguita. “En estas cosas no me gusta que me estén apurando”, decía. Lo cierto
es que nadie apuraba a nadie. Cada quien aguardaba su turno con paciencia mientras
bebíamos cerveza helada de unas pequeñas botellas –“cuartitos”, la cuarta parte
de un litro, para consumirla pronto y no dejar que se calentara en el envase–, y
luego, al pasar adentro con La Tortuguita, la ocupaba el tiempo justo, a lo legal,
sin carreras. Quintín Barba, como jefe de máquinas, podía anotarse en cualquier
orden, lo respetábamos como jefe de máquinas. Las demás muchachas –y ahora recuerdo
con precisión que eran cinco– se habían ido a cubrir del sol bajo la enramada que
la señora patrona llamaba el merendero, a unos cuantos pasos del cobertizo donde
bebíamos y donde también estaba la sinfonola. No habíamos advertido su actitud,
cabizbajas y como pensativas. Una de ellas extendía con el dedo un charquito de
bebida que nadie había limpiado y dibujaba monos sobre la superficie de la mesa,
muy abismada en sí, pero llorosa. Las otras prestaban gran atención a sus monos
y de cuando en cuando añadían alguna cosa al dibujo también con el dedo. Por fin,
la misma de los monos levantó la vista hacia nosotros y al ver que algunos estábamos
mirándolas, esto pareció darle confianza, se puso en pie y vino. Que si no queríamos
invitarles –“ofertarles” dijo– unas cervezas, anís no, pues no deseaban cobrar comisión
por su consumo, nomás cervezas, o que siquiera les diéramos algunos veintes para
tocar la sinfonola “con lo que a ustedes les guste”. Curioso que a ninguno se nos
hubiera ocurrido meterle un veinte a la sinfonola. Nos dimos cuenta que estaban
sentidas; las había herido la preferencia de todos –sin exceptuar uno– por La Tortuguita.
Es que las putas del pueblo son distintas a las de la ciudad, son muy sencillas,
casi no son putas. Como Medarda; casi no era. Casi no es. Era, es: con ella se pierden
los tiempos del verbo.
Lo cierto es que Quintín, el jefe de máquinas, sabía
su cuento. Se puso al último de la lista, claro, por las razones honradamente dadas,
pero además porque como jefe de máquinas estaba enterado de que zarparíamos hasta
el día siguiente, después del toque de diana, y quería quedarse “de dormitorio”
con La Tortuguita, lo que así fue. A los tres, cuatro días, a bordo, se armó una
gran bronca por lo del contagio. Con la lista de los tantos del dominó en su poder
(“Ellos”, “Nosotros”), Quintín Barba se proponía descubrir al culpable, en el supuesto
de que La Tortuguita no hubiera estado enferma desde antes de comenzar con el primero
de los tripulantes. En el caso, habría algunos no contagiados y entonces era de
atribuirse al primer enfermo, sin la menor duda, el contagio de los demás. “Ellos”,
“Nosotros”, separar la buena de la mala mies, como en los Evangelios. Sobre el culpable
pesaba la amenaza de permanecer encerrado en el pañol de cadenas por todo el resto
del crucero. Pero no hubo ningún culpable fuera de La Tortuguita misma, la pobre,
que a lo mejor ni siquiera sabía que estaba enferma. Quintín Barba se sintió jodido
por completo. “Dado a la mierda es poco”, hubiera comentado Hegel.
“Mira –me dice–, todo acto profundo (y no es necesario
que tú mismo seas profundo para que hagas un acto profundo) es inmemorial. O sea,
es tan antiguo que no se guarda memoria de su comienzo, nadie sabe de dónde arranca,
en qué parte se inició o si no se inicia en parte alguna. El acto profundo no tiene
principio, no ha comenzado jamás, pero tan solo porque no existe la memoria de ese
acto, no hay ninguna data que lo testimonie ni podrá haberla nunca. Es anterior
a la data, un acto no registrado, pero hecho, la suma de una larga serie de actos
fallidos hasta llegar a él, en la soledad más absolutamente vacía de testigos. Entonces,
por cuanto estás aquí (digo, aquí en la cárcel o donde estés, no importa), por cuanto
estás y eres en algún sitio, algo tienes que ver con ese acto. Más bien, no algo
sino todo; tienes que ver todo con ese acto que desconoces. Es un acto tuyo. Está
inscrito en tu memoria antigua, en lo más extraño de tu memoria, en tu memoria extraña,
no dicha, no escrita, no pensada, apenas sentida, y que es la que te mueve hacia
tal acto. Tan extraña, que es una memoria sin lenguaje, carente en absoluto de signos
propios y ha de abrirse camino en virtud de los recursos más inesperados. Así, esta
memoria repite, sin que nos demos cuenta, todas las frustraciones anteriores a su
data, hasta que no acierta de nuevo con el acto profundo original que, ya por eso
solamente, es tuyo. Pero solamente por esto, pues es tuyo sin que te pertenezca.
Lo contrario es la verdad: tú eres quien le pertenece, con lo que, por ende, dejas
de pertenecerte a ti mismo. El acto profundo está en ti, agazapado y acechante en
el fondo de tu memoria: de esa memoria de lo no ocurrido. Tiendes a cometerlo en
cualquier momento; el que lo cometas o no, tampoco es asunto tuyo ni de que reúnas
las condiciones para ello. Se ha vuelto cosa del puro azar, al alcance involuntario
de cualquiera. Bien, he dicho cometerlo y esto es inexacto hasta cierto punto. Es
un acto que acepta todas las formas: cometerlo, prepararlo, consumarlo, realizarlo,
está simplemente fuera de toda calificación moral. El calificarlo queda para quienes
lo anotan y lo datan, o sean los periodistas y los historiadores, que lo han de
ajustar entonces necesariamente, a una determinada norma crítica vigente, con lo
que no hacen sino borrar sus huellas y fastidiarlo, erigiéndolo así en un mito más
o menos válido y aceptable durante cierto periodo: Landrú, Gengis-Kan, Galileo,
Napoleón, el marqués de Sade o Jesucristo o Lenin, da lo mismo. O El Fut, que resulta
un magnífico ejemplo de excelente pateador de cabezas, además un ejemplo que tenemos
en casa, aquí luego en la Crujía D”.
A pesar de cuanto pueda decirse –y no sé quién diga
algo al respecto fuera de mí, en esta cárcel– me gusta escuchar a Hegel, bien que
no llegue a comprenderlo del todo. Transcribo sus palabras con enormes dudas, pues
ahí mismo sucede, nomás escritas, que pierden la vivacidad, la transparencia y el
acento con que Hegel las pronuncia, lo que me obliga a presentar subrayadas aquellas
que, aparentemente, son más significativas. Se expresa con toda intención –y yo
diría, mala intención–, por medio del uso y abuso de los contrasentidos –ya lo he
dicho–, y de aquí resulta la gran oscuridad de sus ideas. Cuando se lo hago notar,
sonríe desde su rincón. (Ahora esto ha cambiado: Hegel ya no tiene un rincón. Fue
cosa nada más de adquirir la silla de ruedas, que sustituyó al primitivo carrito
–una silla mecánica, con manubrio, velocidades, frenos y una palanca que la impulsa–
para que no permanezca en ningún sitio y se mueva como un demonio sin reposo, ya
dentro de la celda misma o en el corredor, en todas direcciones, y amenace con atropellar,
sin consideración alguna, a quienquiera que sea, por lo que siempre se le cede el
paso –sin que pueda uno comprenderlo– con enigmática docilidad y, aunque esto parezca
todavía más extraño, con una especie de gratitud, de complacencia agradecida). Hegel
sonríe, pues, cuando opongo alguna objeción a la oscuridad de sus ideas y lo contradictorio
de sus términos. Replica que no hay una sola idea verdadera que no sea oscura, ni
una sola palabra, tampoco, que pueda tener un sentido único, todo depende del tiempo
y la colocación: de lo que se comprometan a decir y a suscitar las palabras y las
ideas. Para él, el lenguaje es un rodeo, un extravío pernicioso.
Desde la época de “su rincón”, hasta que obtuvo su magnífica
silla de ruedas, esto le llevó a Hegel sus buenos seis meses, qué digo, ocho, de
paciente espera. Paciente, desesperada, rabiosa, furibunda, impotente espera. No
era cosa de desaprovechar yo la extraordinaria oportunidad de un buen ejercicio
físico que me brindaba la presencia del carrito aquí en la celda. Con un fuerte
empujón del pie, la planta apoyada en la plataforma, lograba yo disparar el carrito
de una pared a otra y recibirlo de rechazo del mismo modo, gracias al impulso que
tomaba con el choque en virtud del hule macizo que lo ceñía. Hegel se sujetaba convulsamente,
las manos crispadas, a los bordes de la plataforma, el pequeño trozo de cuerpo en
tensión y los dos muñones que le quedaban de las piernas, de pronto muy vivos, erectos,
replegados hacia la caja pélvica, como a la defensiva. Era interesante, lo de los
muñones, cómo traicionaban su inmenso terror, mientras con la activísima mirada
de sus ojillos grises seguía todos los brutales desplazamientos del carrito y lanzaba
una especie de mugido breve y rasposo al golpear cada vez con la pared. Nunca llegó
a caerse del carrito, durante esos juegos. Lo sabía hacer.
No descubro nada excepcional al darme cuenta que puedo
encontrar lo que busco si tan solo logro reconstruir con exactitud los hechos, uno
a uno y uno tras otro, desde el principio, pero sucede que es el principio mismo
lo que se me escapa, y en esto habría que darle la razón a Hegel: aquí hay algo
que no ha comenzado, el extremo del hilo se me va. Las cosas podrían comenzar hoy,
por ejemplo, en este mismo instante. En rigor pueden comenzar hoy, si decido que
aquí es el punto donde comienzan: esta celda, esta cárcel, este tiempo, este sobrecogimiento
maldito. Escucharé las voces que gritan mi nombre como un eco que se aproxima; vendrán
a sacudir la puerta –la golpean, la escupen, se cagan en ella, estremecen sus hierros
antes de abrirla–; saldré al corredor, cruzaré el patio y heme allí, de pronto,
en la sala de defensores y al fondo, silenciosa, impenetrable, Medarda. Pero no,
no la sala de defensores: es la nave con paredes de hielo, herida por una luz blanca
que no proviene de ninguna parte, la bóveda donde guardan los muertos. Medarda está
a la mitad de este anfiteatro, abandonada en el piso, sin nadie. Me aproximo, pues
la blancura de la luz no me deja ver sino contornos grotescos, como si padeciera
cataratas. La imagen se precisa hasta causarme vértigo: desnuda, el vientre y los
senos monstruosamente hinchados por los gases, igual que globos a punto de estallar.
La descomposición está muy avanzada, pero del cuerpo no se desprende ningún mal
olor y esto es lo que me aterra. Rompe en mis oídos la diabólica carcajada de Hegel
que mira con regocijo el modo con que termino de vomitar, pues no tuve tiempo de
echar la porquería fuera del camastro y estoy cubierto de la cabeza a los pies.
Espera a que lance yo las últimas boqueadas y así pueda oírlo en plenitud. “Eres
un mal asesino –ríe y me apunta con el índice, bullente, divertido, feliz–, sigues
soñando con la puta muerta”. Hegel lo sabe muy bien. Son ya varias las veces que
me ocurre. Y con esta pesadilla siempre acabo vaciándome del estómago.
No hay comentarios:
Publicar un comentario