Vladimir Nabokov
No hace mucho tiempo apareció en los periódicos una
breve mención de que el otrora famoso pianista y compositor Bachmann había muerto
olvidado del mundo en la aldea suiza de Marival, en el asilo de Santa Angélica.
La noticia me trajo a la mente la historia de la mujer que lo amó. Me la contó el
empresario Sack. Hela aquí. Madame Perov conoció a Bachmann unos diez años antes
de su muerte. En aquellos días, el pálpito dorado de aquella música profunda y delirante
que él componía empezaba ya a conservarse en soporte de cera, pero todavía podía
escucharse en directo en las salas de concierto más famosas del mundo. Bueno, una
noche, una de esas noches de otoño de un azul límpido en las que se teme más a la
vejez que a la muerte, madame Perov recibió una nota de una amiga. Decía: “Quiero
presentarte a Bachmann. Vendrá a mi casa esta noche después del concierto. No dejes
de venir”.
Me imagino nítidamente sus movimientos,
cómo se puso un traje negro escotado, y unas gotas de perfume en el cuello y la
espalda, tomó su abanico y su bastón con puntera de turquesas, y se contempló con
una última mirada en las profundidades de un gran espejo de tres cuerpos, para luego
hundirse en una ensoñación que se prolongaría a lo largo del camino que mediaba
hasta llegar a casa de su amiga. Sabía que no era guapa y que además estaba excesivamente
delgada y que tenía una piel tan pálida que casi parecía enfermiza; y sin embargo,
esta mujer madura, ajada, con el rostro de una madona que no acaba de serlo, resultaba
atractiva precisamente en razón de aquellas cosas de las que se avergonzaba: la
palidez de su cutis, y una cojera apenas perceptible, que la obligaba a llevar un
bastón. Su marido, un hombre de negocios astuto y enérgico, estaba de viaje. Sack
no lo conocía personalmente.
Cuando madame Perov entró en el salón,
recoleto y violeta, en el que su amiga, una dama corpulenta y ruidosa con una diadema
de amatista, revoloteaba con ahínco entre un invitado y otro, su atención se vio
inmediatamente prendida de un hombre alto, de rostro afeitado y ligeramente empolvado
que se apoyaba con negligencia en la cola del piano y que entretenía con sus historias
a tres damas que se apretaban junto a él. Las colas de su levita estaban rematadas
con una seda especialmente gruesa y mientras hablaba, no paraba de retirarse de
la cara su mata de brillante pelo negro mientras inflaba las aletas de su nariz
blanca y con un puente bastante elegante. Había en toda su figura algo brillante,
benevolente y también desagradable.
–¡La acústica era horrible! –decía,
encogiendo los hombros–. Todo el mundo parecía estar resfriado. Ya saben lo que
pasa: en cuanto una persona tose, hay otro y otro que le siguen, y el concierto
de toses está servido –sonrió, echando la melena hacia atrás–. ¡Como perros que
ladraran por la noche en cualquier pueblo!
Madame Perov se acercó, apoyándose
ligeramente en su bastón, y dijo lo primero que le vino a la cabeza.
–¿Estará cansado después de su concierto,
señor Bachmann?
Se inclinó, muy halagado.
–Se trata de un pequeño error, madame.
Me llamo Sack. Yo soy tan sólo el empresario de nuestro Maestro.
Las tres damas se echaron a reír.
Madame Perov perdió la compostura, pero también rio. Sólo conocía de oídas el increíble
virtuosismo de Bachmann, y nunca había visto una foto suya. En aquel momento, la
anfitriona se acercó, la saludó y con un mínimo movimiento en su mirada, como si
estuviera comunicando un secreto, le indicó el fondo de la sala, mientras murmuraba:
“Está allí… mira”.
Y sólo entonces vio a Bachmann. Se
mantenía un poco apartado del resto de los invitados. Estaba de pie, con las piernas
cortas, que llevaba embutidas en unos pantalones negros holgados, separadas y bien
ancladas en el suelo, y leía un periódico. Se había acercado la página toda arrugada
a la mínima distancia de los ojos y movía los labios al leer como hacen los que
son casi analfabetos. Era bajo y se estaba quedando calvo, salvo por un humilde
mechón de pelo que cruzaba su calva de lado a lado. Llevaba un cuello almidonado
que parecía que le quedaba grande. Sin apartar los ojos del periódico se tocó la
bragueta distraídamente con un dedo y sus labios empezaron a moverse con mayor concentración
todavía. Tenía un mentón muy divertido, pequeño, redondo y azul que lo hacía parecerse
a un erizo de mar.
–No se sorprenda –dijo Sack–, es
un bárbaro en el sentido literal de la palabra… tan pronto como llega a una fiesta
coge algo y se pone a leer.
De repente, Bachmann notó que todos
lo miraban. Giró lentamente la cabeza y enarcando sus tupidas cejas, sonrió con
una sonrisa maravillosa, tímida, que rompió su rostro en mil arrugas suaves.
La anfitriona se acercó corriendo
hasta él.
–Maestro –dijo–, permítame que le
presente a otra admiradora suya.
Él extendió una mano flácida y húmeda.
–Encantado, de verdad, encantado.
Y de nuevo se quedó inmerso en su
periódico.
Madame Perov se retiró. Unas manchas
rosadas aparecieron en sus mejillas. El alegre vaivén de su abanico, con destellos
de azabache, agitaba los rizos rubios de sus sienes. Más tarde Sack me dijo que
en aquella primera noche ella le había parecido una mujer extraordinariamente temperamental,
como él decía, una mujer extraordinariamente tensa, a pesar de sus labios naturales
y sin pintar y de su peinado severo.
–Esos dos estaban hechos el uno para
el otro –me confió con un suspiro–. En cuanto a Bachmann, es un caso desesperado,
un hombre carente por completo de inteligencia. Y además, bebía, sabe usted. La
noche en que se conocieron, tuve que llevármelo por la fuerza. De pronto, pidió
coñac, lo cual no era lo que habíamos convenido, de ningún modo. En realidad, le
habíamos suplicado: “No bebas en los próximos cinco días, sólo en estos cinco días”,
tenía cinco conciertos programados, sabe usted. “Es un contrato, Bachmann, no lo
olvides.” ¡Imagínese, un amigo poeta llegó a escribir un artículo en una revista
de humor en el que hacía un juego de palabras en torno a “andar a cuatro patas”
e “irse por patas”! Literalmente, estábamos en las últimas. Y además, sabe usted,
era un tipo excéntrico, caprichoso y muy sucio. Un individuo absolutamente anormal.
Pero cómo tocaba…
Y, sin decir palabra, Sack se sacudió
la melena y puso los ojos en blanco.
Mientras Sack y yo mirábamos los
recortes de periódico pegados en un álbum pesado como un ataúd, me convencí de que
fue precisamente entonces, en los días aquellos en que se produjo el primer encuentro
de Bachmann con madame Perov, cuando comenzó la fama real, internacional –¡pero
también transitoria!– de esa persona tan peculiar. Cuándo y cómo se hicieron amantes,
no lo sabe nadie. Pero después de aquella velada en la casa de su amiga, ella empezó
a asistir a todos los conciertos de Bachmann, en cualquier ciudad en que tuvieran
lugar. Siempre se sentaba en la primera fila, muy erguida, bien peinada, con un
traje negro y escotado. Alguien la denominó la Madona Coja.
Bachmann entraba en el escenario
a paso rápido, como si estuviera escapándose de un enemigo o simplemente de unas
manos molestas. Ignorando a la audiencia, corría hasta el piano, se inclinaba sobre
el taburete redondo y empezaba a dar vueltas con dulzura al disco redondo de madera
del asiento, buscando una especie de nivel matemáticamente preciso. Y mientras se
empleaba en ello, arrullaba al asiento dulcemente pero con apremio, hablándole en
tres lenguas distintas. Y, durante un buen rato, seguía entretenido en esta maniobra.
Los ingleses lo encontraban conmovedor, los franceses, divertido, y los alemanes
enojoso. Cuando por fin hallaba el nivel adecuado, Bachmann hacía como una pequeña
caricia al asiento y se sentaba, buscando los pedales con las suelas de sus viejos
zapatos de charol. Entonces sacaba un gran pañuelo sucio y, mientras se limpiaba
meticulosamente las manos con él, examinaba la primera fila de butacas con una mirada
maliciosa aunque tímida. Finalmente imponía sus manos con suavidad sobre las teclas.
De repente, sin embargo, un músculo debajo del ojo hacía un movimiento imperceptible;
y chasqueando la lengua, se bajaba del asiento y comenzaba de nuevo a ajustar dulcemente
el disco que chirriaba a cada vuelta.
Sack piensa que cuando volvió a casa
después de oír a Bachmann por primera vez, madame Perov se sentó junto a la ventana
y se quedó allí quieta hasta la madrugada, sin dejar de suspirar y sonreír. Insiste
en que nunca antes había tocado Bachmann con tanta belleza, con tal frenesí, y que,
a partir de entonces, con cada concierto, su sonido se volvía más bello todavía,
todavía más apasionado. Con una maestría incomparable, Bachmann convocaba y resolvía
las distintas voces del contrapunto, conseguía que cuerdas disonantes provocaran
una impresión de armonías maravillosas y, en su Triple Fuga, perseguía el
tema, jugando con él apasionadamente, con gracia, como si fuera un gato en pos de
un ratón: fingía que lo había dejado escapar para, de repente, con un destello furtivo
de regocijo, inclinarse sobre las teclas, hasta alcanzarlo con un salto de triunfo.
Luego, cuando acababa su contrato con aquella ciudad, desaparecía durante varios
días y se perdía en una borrachera continua.
Los habituales de las pequeñas tabernas
de reputación dudosa, que arden venenosas entre la niebla de los suburbios lúgubres,
veían a un pequeño hombre corpulento con el pelo en desorden sobre la calva y ojos
húmedos como heridas, que siempre elegía un rincón apartado, pero que se prestaba
a invitar a una copa a quienquiera que fuera a importunarle. Un viejo afilador de
pianos, ya en plena decadencia, que había bebido con él en varias ocasiones, decidió
que tenía que ser su colega, ya que Bachmann, cuando estaba borracho, tamborileaba
sobre la mesa con sus dedos, y con un hilo de voz muy aguda cantaba en tono de “la”
sin desafinar lo más mínimo. A veces, una prostituta aplicada de afilados pómulos
se lo llevaba a su casa. A veces arrancaba el violín al violinista de la taberna,
lo destrozaba a pisotones y como castigo recibía una paliza. Se mezclaba con jugadores,
marineros, atletas a los que alguna hernia les había dejado en dique seco, así como
con el gremio entero de ladronzuelos corteses y tranquilos.
Sack y madame Perov lo buscaban durante
noches enteras. Es verdad que Sack sólo lo hacía cuando era absolutamente necesario
ponerlo en forma para algún concierto. A veces lo encontraban, y, a veces, sucio,
sin cuello, con ojeras, aparecía en casa de madame Perov motu proprio; la
dama, dulce y silenciosa, lo metía en la cama, y dejaba pasar dos o tres días antes
de telefonear a Sack para decirle que había encontrado a Bachmann.
Combinaba una especie de timidez
misteriosa con la insolencia de un muchacho maleducado. Apenas hablaba a madame
Perov. Cuando ella se lo reprochaba y trataba de asir sus dedos, él se apartaba
y la golpeaba en las manos con gritos estridentes, como si el mínimo contacto le
causara un dolor impaciente, y se metía bajo la manta a sollozar durante un buen
rato. Sack se presentaba entonces y decía que había llegado el momento de partir
en dirección a Roma o a Londres y se llevaba a Bachmann.
Su extraña relación duró tres años.
Cuando finalmente un Bachmann más o menos reanimado se presentaba ante su público,
madame Perov se encontraba invariablemente sentada en su butaca de la primera fila.
En los viajes largos ocupaban habitaciones contiguas. Madame Perov vio a su marido
varias veces durante este periodo. Por descontado, él, como todo el mundo, sabía
de su pasión enfebrecida y fiel, pero no interfería para nada y llevaba su propia
vida.
–Bachmann convirtió su existencia
en un tormento –repetía Sack–. Es incomprensible cómo pudo amarlo. ¡El misterio
del corazón femenino! En una ocasión, cuando estaban juntos en casa de alguien,
vi con mis propios ojos cómo el Maestro le enseñaba los dientes, como un mono, y
¿sabe por qué? Porque ella quería arreglarle la corbata. Pero en aquellos días,
el genio habitaba en sus dedos cuando tocaba. De aquel periodo son su Sinfonía
en Re menor y algunas de sus fugas más complejas. Nadie le vio componerlas.
La más interesante es la denominada Fuga dorada. ¿La ha oído usted? Su desarrollo
temático es absolutamente original. Pero le estaba contando sus caprichos y su creciente
locura. Bien, así es como ocurrió. Pasaron tres años y entonces una noche, en Múnich,
donde tenía que dar un concierto…
Y a medida que Sack llegaba al final de su historia,
iba apretando sus ojos con más tristeza y con más fuerza.
Parece que la noche en que llegó
a Múnich, Bachmann se escapó del hotel donde solía alojarse con madame Perov. Quedaban
tres días para el concierto y Sack, como es natural, estaba prácticamente histérico.
No había manera de encontrar a Bachmann. Eran finales de otoño y llovía mucho. Madame
Perov cogió un catarro y tuvo que guardar cama. Sack, con dos detectives, siguió
rastreando los bares.
El día del concierto la policía telefoneó
para decir que Bachmann había sido localizado. Lo habían encontrado en la calle
por la noche y había dormido en la estación. Sin decir palabra, Sack lo llevó desde
la comisaría al teatro, lo entregó como si fuera un objeto a sus ayudantes y se
fue al hotel por el frac de Bachmann. A través de la puerta, le contó a madame Perov
lo que había pasado. Luego volvió al teatro.
Bachmann, con su sombrero negro hundido
hasta las cejas, estaba sentado en su camerino, tamborileando con tristeza sobre
la mesa con un solo dedo. La gente hablaba preocupada a su alrededor. Una hora más
tarde, el público empezó a ocupar sus asientos en el auditorio. El escenario blanco
y muy iluminado, adornado a cada lado con los cañones del órgano, el reluciente
piano negro, con la cola levantada, y la humilde seta que constituía el asiento…
todo ello esperaba en su perezosa solemnidad a un hombre de manos suaves y húmedas,
que en un momento podía despertar un huracán de sonidos en el piano, en el escenario
y en la enorme sala de conciertos, donde, como gusanos pálidos, los hombros de las
mujeres y las calvas de los hombres se movían y brillaban.
Y, finalmente, Bachmann entró trotando
al escenario. Sin prestar la mínima atención al trueno de bienvenida que se inició
como un coro compacto para disolverse después en aplausos dispersos, cada vez más
débiles, empezó a hacer girar el disco del asiento, arrullándolo ávidamente y, tras
acariciarlo, se sentó al piano. Mientras se limpiaba las manos, miró hacia la primera
fila con su sonrisa tímida. Abruptamente su sonrisa se desvaneció y Bachmann hizo
una mueca. El pañuelo cayó al suelo. Su mirada atenta resbaló una vez más por la
hilera de rostros y tropezó, por así decir, con la butaca vacía del centro. Bachmann
cerró el piano de un golpe, se levantó, caminó hasta el mismo borde del escenario,
y poniendo los ojos en blanco y levantando los brazos como una bailarina de ballet,
ejecutó dos o tres pasos ridículos. El público se quedó de piedra. De los asientos
posteriores surgió un conato de risa. Bachmann se detuvo, dijo algo que nadie oyó
y, a continuación, con un gesto arrogante y teatral, les enseñó el pito a todos
los presentes.
–Ocurrió tan de repente –continuó
Sack– que no me dio tiempo a llegar para hacer algo. Me tropecé con él cuando, tras
el figo que no la fuga, abandonaba ya el escenario. Le pregunté: “Bachmann, ¿a dónde
vas?”. Y él pronunció una obscenidad y desapareció en el camerino.
Y entonces el propio Sack salió a
escena, en medio de un torrente de ira y de júbilo. Alzó la mano, consiguió imponer
un cierto silencio, y les prometió solemnemente que el concierto tendría lugar.
Al entrar en el camerino se encontró a Bachmann sentado como si no hubiera pasado
nada, moviendo los labios mientras leía el programa.
Sack miró a los allí presentes, y
enarcando las cejas significativamente, corrió al teléfono y llamó a madame Perov.
Durante un tiempo no obtuvo respuesta; finalmente oyó un clic y luego su débil voz.
–Venga al momento –farfulló Sack,
golpeando el listín telefónico con la mano–. Bachmann se niega a tocar sin usted.
¡Es un escándalo terrible! El público está empezando a… ¿Qué? ¿Qué es eso?… Sí,
sí, ya le digo que se niega. ¿Hola? ¡Maldita sea! ¡Se ha cortado…!
Madame Perov estaba peor. El médico,
que la había visitado dos veces aquel día, había mirado con consternación el mercurio
que tanto había subido en la roja escalera de su tubo de cristal. Al colgar el teléfono
–lo tenía al pie de la cama–, probablemente sonrió feliz. Trémula e insegura todavía
al andar, empezó a vestirse. Un dolor insoportable hendía su pecho, pero la felicidad
la llamaba a través de la niebla y el murmullo de la fiebre. Me imagino que, por
alguna razón, al ponerse las medias, la seda se le quedaba enroscada en los dedos
de sus pies helados. Se arregló el cabello lo mejor que pudo, se arropó con un abrigo
de piel marrón y salió con su bastón en la mano. Dijo al portero que llamara un
taxi. La acera negra brillaba. La manecilla de la puerta del coche estaba mojada
y fría como el hielo. Durante todo su viaje, aquella vaga sonrisa de felicidad debió
permanecer en sus labios, y el sonido del motor y el susurro de las ruedas se mezclaron
con el cálido ruido de su mente. Cuando llegó al teatro, vio masas de gente que
abrían sus paraguas, airadas al ser vomitadas a la calle. Faltó poco para que la
derribaran, pero consiguió abrirse paso entre la multitud. En el camerino, Sack
se paseaba de un lado a otro sin parar, llevándose la mano tanto a la mejilla izquierda
como a la derecha.
–¡Yo tenía un ataque de auténtica
rabia! –continuó–. Mientras luchaba con el teléfono, el Maestro se escapó. Dijo
que iba al servicio, y se nos escapó. Cuando llegó madame Perov salté enfadado contra
ella, ¿por qué no estaba como siempre en el teatro? Entiéndame, ni me paré a pensar
en el hecho de que estuviera enferma. Y ella me preguntó: “¿Pero entonces, ahora
está en el hotel? Si es así, nos cruzamos en el camino”. Yo estaba fuera de mí y
grité: “Al diablo con los hoteles… estará en algún bar. ¡Algún bar! ¡Algún bar!”.
Y ya lo dejé estar y me fui corriendo. Tenía que prestar auxilio al hombre de la
taquilla.
Y madame Perov, temblando y sin dejar
de sonreír, se fue a buscar a Bachmann. Sabía más o menos dónde buscarlo, y fue
allí, a aquel oscuro y espantoso barrio donde la llevó un chofer atónito. Cuando
llegó a la calle donde, según Sack, Bachmann había sido encontrado la noche anterior,
despidió el coche, y apoyándose en su bastón, empezó a caminar por el piso irregular
de la acera, bajo los rayos escorados de una lluvia negra. Entró en todos los bares,
uno por uno. Las ráfagas de música estridente la ensordecían y los hombres la miraban
con insolencia. Entraba en cada taberna y lo buscaba entre el humo y los colores
chillones y vertiginosos y volvía a salir a los latigazos de la noche. Muy pronto
empezó a pensar que no hacía más que entrar una y otra vez en el mismo bar y una
desesperada debilidad comenzó a descender sobre sus hombros. Caminaba, cojeando
y emitiendo unos gemidos apenas audibles, aferrando la empuñadura turquesa de su
bastón con su mano helada. Un policía que llevaba cierto tiempo observándola, se
acercó hasta ella lentamente, con aire profesional le preguntó dónde vivía y, a
continuación, con firmeza pero con amabilidad la llevó hasta un coche de caballos
que hacía servicio de noche. En las tinieblas malolientes y crujientes del coche,
se quedó dormida y cuando despertó, se encontró con que la puerta estaba abierta
y el cochero, con su capa de hule brillante, le daba golpecitos en el hombro con
la punta de su fusta. Al encontrarse en el cálido pasillo del hotel, se vio invadida
por un sentimiento de completa indiferencia por todo y por todos. Abrió de un golpe
la puerta de su habitación y entró. Bachmann estaba en su cama, descalzo y en camisón,
con una manta de cuadros en rebujo sobre los hombros. Tamborileaba con dos dedos
en el mármol de la mesilla, mientras que con la otra mano garabateaba unos signos
en un papel de música, con un lapicero de mina indeleble. Estaba tan absorto en
lo que hacía que no se dio cuenta de que se había abierto la puerta. Ella dejó escapar
un “ay” suave, como un gemido. Bachmann se asustó. La manta comenzó a deslizarse
de sus hombros.
Creo que ésta fue la única noche
feliz en la vida de madame Perov. Creo que esos dos, el músico medio loco y la mujer
moribunda, encontraron aquella noche palabras que los más grandes poetas nunca han
llegado a soñar. Cuando Sack, indignado, llegó al hotel a la mañana siguiente, Bachmann
estaba allí sentado con una sonrisa extática y silenciosa, contemplando a madame
Perov, que estaba tendida a lo ancho de la cama, inconsciente bajo la manta de cuadros.
No había manera de saber lo que Bachmann pensaba mientras contemplaba el rostro
ardiente de su amante y escuchaba su respiración espasmódica; probablemente, interpretaba
a su manera la agitación de su cuerpo, la agitación y la fiebre, una enfermedad
terminal ni siquiera le pasaba por la imaginación. Sack llamó al doctor. Al principio
Bachmann los miró con desconfianza, con una sonrisa tímida; pero luego cogió al
doctor por el cuello, se echó atrás para coger carrerilla, se dio un golpe en la
frente y empezó a dar vueltas y más vueltas, rechinando los dientes. Ella murió
aquel mismo día, sin recobrar la conciencia. La expresión de felicidad nunca abandonó
su rostro. En la mesilla Sack encontró una hoja de papel toda arrugada, pero nadie
fue capaz de descifrar los puntos violeta de música desperdigados por el papel.
–Me lo llevé inmediatamente de allí–continuó
Sack–. Temía lo que pudiera suceder cuando llegara el marido, ya me entiende. El
pobre Bachmann estaba flácido como una muñeca de trapo y no paraba de meterse los
dedos en los oídos. No dejaba de gritar como si alguien le estuviera haciendo cosquillas.
“¡Paren de hacer ese ruido! ¡Ya basta, ya basta de música!” No puedo concebir qué
es lo que le produjo semejante shock: entre nosotros, nunca amó a aquella desgraciada
mujer. En cualquier caso, ella terminó con él. Después del funeral Bachmann desapareció
sin dejar huella. Todavía se encuentra su nombre, de vez en cuando, en los anuncios
de las casas de piano, pero, en términos generales, está completamente olvidado.
Seis años más tarde el destino nos volvió a reunir. Sólo por un instante. Yo esperaba
un tren en una pequeña estación suiza. Era una tarde espléndida, recuerdo. Yo no
estaba solo. Sí, una mujer… pero ése es otro libreto. Y entonces, no se lo creerá,
veo un grupo de gente que se arremolina en torno a un hombre bajito que lleva un
abrigo negro todo raído y un sombrero también negro. Metía una moneda en una pianola
y no dejaba de llorar desconsoladamente. Metía otra moneda, escuchaba la melodía
enlatada y lloraba. Y entonces, el rollo de la pianola, o lo que fuera, se rompió.
Se puso a golpear la máquina, y a llorar aún más efusivamente, luego, desistió de
su empresa y se fue. Lo reconocí inmediatamente, pero, como comprenderá, yo no estaba
solo. Estaba con una dama, y había gente por allí, que miraba boquiabierta. Hubiera
resultado extraño acercarme a él y decirle: “Wiegeht’s dir, Bachmann?”
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