lunes, 8 de septiembre de 2025

Dientes, pólvora, febrero

Rafael Sánchez Ferlosio

 

Dos tiros habían rajado el silencio de la mancha, y a las voces del hombre saltaron los otros de sus escondites, y acudían aprisa, restregando y haciendo sonar la maleza, de la que apenas asomaban las cabezas y los hombros por encima de las jaras, mientras él los veía venir, con las piernas abiertas, inmóvil, con la escopeta en sus brazos, cruzada delante del pecho, y los miraba con toda su sonrisa, conforme iban llegando, uno a uno, y formaban el corro alrededor de la loba moribunda, que aún se debatía y manchaba de sangre los cantos rodados, en un pequeño claro del jaral, donde los cortos hilillos de hierba de febrero raleaban mojados todavía por el rocío de la mañana. El alcalde fue el último en llegar, cojeando y abriéndose camino con la culata de su arma, por entre la espesura de altos matorrales, a la mirada de todos los otros, que le abrían un hueco en el corro y guardaban silencio, como esperando a ver lo que decía; y primero miró unos instantes a la loba y después levantó la cabeza hacia la cara del que la había derribado y dijo:

–¡Sea enhorabuena, hombre, menos mal! –le golpeaba el brazo con la mano abierta–. Vamos, has rematado con suerte y has conseguido que sea de provecho el empeño de todos. Esto redunda en beneficio del pueblo, y todos te lo tendrán que agradecer. Te felicito.

–Pues ya lo creo –dijo otro–. Hemos tirado un buen golpe, esta mañana. Ya lo creo que tenemos que estar de enhorabuena.

–Bien, hombre, bien –siguió el alcalde. Ahí se experimentan los buenos cazadores. Te habrá dado gusto, ¿eh? –mecía la cabeza, sonriendo–. Pues yo en toda mi vida, todavía, no he tenido la suerte de plantárseme un bicho de estos por delante. Zorros, ya ves, de esos me tengo trincados lo menos cuatro o cinco, esos sí, que en casa andan las pieles de un par de ellos, el que las quiera ver. Pero de lobos, nada; sin estrenarme todavía. ¡Y el gusto que tiene que dar! ¡Vaya cosa que te entraría así por el pecho, ¿eh?, cuando la vieras a esta pegar el barquinazo!… ¡Mira cómo se ríe! ¡Esta noche no duermes en toda la noche, capaz, reconstruyendo el episodio y recreándote con él!

–No duerme, no: ¡ni come! –se reía uno pequeño–. Lo mismo que si anduviera enamorado. Igual.

–Bueno, merece un trago, digo yo. No será para menos.

–Venga el trago –decía el alcalde, sujetándose la pierna coja con ambas manos, bajando el cuerpo trabajosamente, hasta quedar sentado a los pies de una encina–. Vamos a ver ese trago…

Se le acercaba uno y le ofrecía una botella de anís, que contenía vino tinto:

–Ahí va, señor alcalde.

–No, no es así. Yo voy después. Primeramente al matador, que es el que ha coronado la faena. Le corresponde beber el primero.

–Sí, bien ganado se lo tiene.

–La suerte nada más –dijo el que había dado muerte a la loba, cogiendo la botella–; el albur, solamente, de romper el animalito por mi puerta y entrárseme a la cara. Yo no hice más que cumplir. Si llega a entrarle a otro, pues igual. Igual habría cumplido.

Ya divisaban a lo lejos a los hombres que traían la batida, algunos de los cuales venían a caballo, y más cerca acudía también un pastor, muy aprisa, avanzando a empellones por la espesura de las jaras y blandiendo la garrota a una y otra parte, entre un rumor de arbustos sacudidos y tronchados, y preguntando a voces si había caído el lobo o qué había ocurrido, mientras los otros se abrían en semicírculo, para dejarle paso hasta la misma loba, que aún se seguía debatiendo en agonía, bajo los ojos sonrientes del pastor:

–¡Ah, que ya te conozco! –le decía meciendo la cabeza y amagando con el palo–. ¡Vaya si te conozco, amiga mía! ¡No te hacía yo tan grande, ya ves, pero no te confundo con otra, no tengas cuidado; ni entre ciento que hubiera te me despintarías! ¿Qué?, ¿te llegó la hora?, ¿no es eso? ¡No, si ya te lo decía yo! ¡Mal camino traías para morir en cama! ¿Te creías que te ibas a morir de vieja?, di, ¿que la ibas a escampar toda la vida?…

La loba se agitaba de costado, y abría su boca sangrante, mostrando los colmillos, que mordían el aire en vacías dentelladas, fallidas entre la tierra y la fusca del suelo, como queriendo segar los hilillos de la hierba naciente. El matador había cargado de nuevo su escopeta y ya les decía a los otros que se quitaran de delante, pero el pastor lo detuvo por un brazo:

–Quieto –le dijo–. No malgaste un cartucho. Déjemela usted a mí, que de esta me encargo yo ahora mismo, lo van a ver ustedes. No tire dos pesetas.

–Dos veinticinco –corrigió uno de ellos–; que ahora ya valen a dos veinticinco los de pólvora sin humo.

El pastor no le oyó, porque ya estaba vuelto hacia la grey que apacentaba en la vaguada, por las riberas del regato, y emitía vigorosos y largos silbidos, cuyo eco corría por las laderas, y repetía gritando los nombres de sus perros, dos blancos mastines que al fin aparecieron por entre las ovejas y venían despacio, remolones, meneando la cola, perezosos de tener que acudir a las llamadas de su amo, el cual continuaba incitándolos con voces crecientes, hasta que al cabo ellos mismos, a unos doscientos pasos de distancia, llegaron a recibir en sus olfatos los vientos de la loba, y de repente crisparon sus mansos movimientos y sus pacíficas figuras, como súbitamente erizándose de guerra, y ya rompían en furioso correr, y atravesaban rugientes la maleza, apareciendo a blancos saltos por cima de las jaras, hasta hincar sus colmillos en el cuello de la loba malherida, sacudiéndolo y desgarrándolo entre sus fauces, con opacos rugidos, mientras la voz del pastor los azuzaba, encendida y triunfante, desde el centro del corro, y los hombres miraban en silencio. Luego, no conseguía ya el pastor despegar de la presa a sus mastines, después que los hubo dejado cebarse en sus carnes un par de minutos; y en cuanto hacía por apartarlos, metiéndoles el palo entre los dientes, se revolvían gruñendo contra él y retornaban, ensañados, a la garganta de la loba; la cual, cuando al fin la dejaron los perros, con todo el cuello desollado y macerado a dentelladas, aún conservaba, no obstante, un remoto y convulso movimiento de agonía. Y el pastor se acercó y le pisaba el hocico con la albarca y lo afianzó contra la tierra, y blandiendo en el aire la garrota, le rompió con un golpe certero la caja del cráneo, cuyos huesos crujieron al cascarse y hundírsele en el seso. Después el pastor se echó al suelo y se sentó junto a la loba muerta, y con la mano le anduvo rebuscando entre el pelo del vientre y tiró de un pezón y lo exprimía entre sus dedos, hasta sacarle un hilillo de leche, que saltó blanqueando entre las ingles de la loba y corría por su pelo de sombra y de maleza, a escurrir a la tierra, entre las verdes agujas de hierba de febrero. “Estaba criando”, dijo el pastor al levantarse, mirando hacia los otros.

En esto ya venían los batidores y fueron desfilando por delante de la loba, contentos del resultado que había tenido la jornada, y después la quisieron cargar en un caballo, pero el caballo sentía repeluco y empezó a pegar coces y respingos y no se dejaba echar la loba encima, y la tuvieron que amarrar con una cuerda por el cuello y llevarla dos hombres; el uno la traía por el rabo y el otro por el cabo de la cuerda, y así no se manchaban con la sangre. Era una loba muy grande y arrastraban las patas por el suelo, conforme la llevaban, y ya acudían al encuentro de ella dos hombres de una huerta y un yegüero y una media docena de niños, a la salida de la mancha, cuando todo el tropel de cazadores venía descendiendo la ladera. Los chicos le hicieron muchos aspavientos y le tocaban el cuerpo maltratado, y algunos la agarraban por las patas, como si fuese por decir que ellos también la iban llevando con los hombres. Uno pasó toda la mano por la carne del cuello de la loba y la sacó llena de sangre, y luego gastaba bromas a las niñas, porque les iba con aquella mano, a mancharles la cara en un descuido. El alcalde venía retrasado, cojeando, con dos concejales, uno de ellos el que había dado muerte a la loba, y el pastor les andaba insistiendo que bajaran al chozo y pararan allí a mediodía, que él tenía mucho gusto de matarles un par de cabritos y aviados enseguida y que comieran todos, como haciendo una miaja de fiesta, ya que habían despachado tan temprano, que no serían ni las once, y ya les quedaría toda la tarde por delante para coger la camioneta y volverse hacia el pueblo a buena hora, porque él sentía que era el primero que les tenía que estar agradecido, y que un par de cabritos no irían a parte ninguna, equiparados al valor de los daños que le habían quitado de encima al ganado, dándole muerte a aquella loba tan golosa y tan tuna y perversa, y que además ya no había remedio, porque había mandado recado por delante, y ya sentía llorar a los cabritos, “escuche… ¿no los oye? –le decía–, ¿no siente cómo lloran?”, que los estaban degollando ahora mismo, allá enfrente, en la majada.

La loba fue depositada junto al chozo y salieron a verla las mujeres, pero ellas no reían ni gozaban y solo se detenían a mirarla un momento, así de medio lado, en el gesto de volverse a marchar en seguida, como quien mira una cosa deleznable, sin otra curiosidad ni otro interés que el de tener la certeza de que había sido aniquilada, y únicamente se encendía en el brillo de sus ojos la torva complacencia de quien tiene delante a la víctima de una venganza satisfecha; en tanto que los niños se agachaban sobre ella y le pasaban la mano por el pelo y le cogían las patas, doblándole y desdoblándole los juegos inertes de las articulaciones y le tocaban los ojos y le levantaban con un palitroque el belfo ensangrentado, para verle los grandes colmillos que tenía; y finalmente los hombres la contemplaban sin agacharse hacia ella ni aproximarse demasiado, sonriendo, como quien mira una cosa ganada, la prueba y el signo de alguna proeza, un atributo de dominio, o, en una palabra: un trofeo. Había sacado el pastor dos garrafas de vino y todos se sentaron en un corro muy ancho, delante del chozo, mientras que las mujeres descuartizaban los cabritos y los echaban a la olla y los chavales señalaban al hombre que había dado muerte a la loba y que estaba sentado a la derecha del alcalde, y luego señalaban también su escopeta entre todas las otras que yacían alineadas a los pies de una encina, “con esa le tiró y la mató”, y luego un concejal, ya bebido, empezó en voz alta que en ningún otro pueblo sabían hacer lobadas más que ellos; ningún otro pueblo de los alrededores sabía combatir al lobo como hay que combatirlo; y que al lobo hay que combatirlo en su terreno, combatirlo con sus mismas astucias y artimañas; que el lobo había que combatirlo y no había que dejarle ni un día de descanso, porque si no el ganado jamás podría prosperar; que por los otros pueblos salían en busca del lobo como si fueran a robar una gallina, y así buena gana, así en su vida matarían un lobo; porque el silencio era lo primero que hacía falta para enganchar al lobo, y lo segundo no darle en el olfato, y lo tercero la constancia, como en todas las cosas de la vida, además, que sin constancia no se iba a ningún sitio ni nada se conseguía, más que enredar y hacer el tonto; y el lobo es un ganado muy astuto, decía, y camina diez leguas en una sola noche y es necesario exterminarlo, porque es un bicho que mata por matar, porque asesina cien ovejas y luego se come una sola, y eso solo lo hace por malicia, por hacer daño y se acabó; que igual que una persona avariciosa. Y así paró de hablar y le aplaudieron y todos se reían, no tanto de las palabras que había dicho como de risa que les daba el hecho mismo de que echasen discursos, en este mundo, las personas; pero ya se sentía obligado también el alcalde a pronunciar unos párrafos, y dijo simplemente que, en nombre de todos, le daba las gracias al pastor por la atención y el incomodo que había tenido para con ellos, y que con ello demostraba ser un hombre consciente y que estaba en lo suyo, porque había sabido apreciar la voluntad del Ayuntamiento y el beneficio que reporta una lobada, en el circuito de la ganadería; y que había muchas personas ignorantes egoístas, o desagradecidas, que no quieren caer en la cuenta y se figuran que eso de una lobada son fantasías del Ayuntamiento, que se organizan para divertirse sus componentes y chuparse un buen día de campo a expensas de todos los vecinos, y que decían que un lobo ni quita ni pone, porque los hay a cientos, y querrían trincarlos a docenas, y con ese pretexto se excusan de soltar una perra para el lobo; y que aquellas personas debían de tomar un ejemplo de este pastor, que cuando así lo hace será porque lo sabe, y que con aquello no hacía más que demostrar que tenía un poco de conocimiento de lo que era el ganado y lo que era el lobo; y el pastor sonreía escuchando al alcalde y asentía con gestos de cabeza, y luego dio las gracias, a su vez, diciendo que esa loba que hacía ya cuatro años que la tenía puesto el ojo y la venía reconociendo, lo mismo por la pinta que por el rastro que dejaba: que marcaba dos dedos un poco más abiertos, en la huella de la mano derecha; y que a menudo tenía su asunto por aquellas dehesas del alrededor y ya le había ocasionado bastantes daños y disgustos, que le tenía hasta acobardados a los perros, porque siempre los había breado, con carlancas o sin ellas, las tres o cuatro veces que se habían enzarzado; que por lo tanto aplaudía el que el Ayuntamiento hubiese tomado cartas en el asunto, y mayormente con este final tan fructuoso con que habían acertado a ventilarlo en el viaje de hoy; y que a él no le debían agradecimiento ninguno, ya que no hacía más que corresponder, y en mucho menos de lo que merecían; y que él, por su parte siempre apoyaría; un poco, desde luego, pero que siempre apoyaría, en la estrecha medida de sus posibilidades.

De modo que con aquellas y otras arengas les dieron tiempo a los cabritos a alcanzar el final de su guisado y pronto se vieron aparecer, desde detrás del chozo, los rostros afogonados de las cuatro mujeres, ofuscadas ahora entre los velos del vapor que les subían de las artesas humeantes que traían en sus manos, en tanto que el pastor ya se había levantado y disponía dónde habían de dejarlas, repartidas por el corro, de forma que de cada una de ellas comiesen seis o siete hombres; y en todo miraba el pastor que estuviesen sus invitados atendidos de la manera en que él creía que pudiese resultarle de mayor agrado, y que no careciesen de nada, y luego, al verlos comer se reía, diciendo que cuántos años pasarían hasta volverse a ver su chozo rodeado de tanta y tan estimable concurrencia, mientras siguiera guardando ganado por aquellos andurriales dejados de la mano de Dios. Había cuatro mujeres en el chozo; la una, vieja; la otra, joven; y de las dos de edad mediana, no sabían cuál era la de él; así que cuando luego, pasadas la comida y sobremesa, y ya empezando a decir que se marchaban, quisieron dar diez duros de propina por las molestias que se habían tomado, no sabían a cuál de las mujeres se los entregarían, ni se atrevían a preguntar; conque el alcalde, entonces, por salirse de dudas de una forma discreta, se dirigió hacia el pastor y empezó a preguntarle cuántos hijos tenía y cuáles eran de aquellos; y él le dijo que cuatro, y dos se los señaló con la garrota entre un grupo de varios que jugaban debajo de una encina, con el gesto de quien escoge en el rebaño los borregos que desea salvar de la derrama; y otro mayor, dijo, que ahora lo tenía con el ganado por el monte; y el cuarto, se metía en el chozo a por él y lo sacaba en sus brazos, a la puerta, todo envuelto en toquillas de lana, y se lo enseriaba al alcalde, sonriendo, “mire qué lechoncito”, entreabriéndole un poco los pliegues de la ropa, para que le pudiese ver la cara, allí dentro, ausente de expresión, los ojines cerrados, legañosos, apenas alentando, como todo él sumido, allí dentro, en un letargo de crisálida. “Hay que ver, cuatro meses”, decía riendo el pastor, y volvía a arroparlo; y el alcalde, a su vez comentaba: “Ya; ¡quién diría que esto es un hombre de aquí a veinte años, y le dará batidas a los lobos!” Y mientras el pastor metía nuevamente a su niño en el chozo, los demás ya se estaban levantando y recogían sus cosas, disponiéndose a ir hacia la carretera, para coger la camioneta y regresar al pueblo con el día. El yegüero de antes había desollado a la loba y la había sepultado; y la piel ya la tenía preparada, mediante una armadura de cañas en cruz, como una corneta, de forma que se mantuviera extendida y tirante, hasta secarse por entero; y ahora todos la veían desde el camino, colgada de la rama de una encina, no lejos del chozo, donde a ratos el aire la mecía y la hacía girar lentamente.

 

El panteón 87

Milia Gayoso Manzur

 

Bajó del colectivo en la puerta del cementerio. Junto a la florista dudó entre una docena de margaritas o un ramo de rosas pálidas a medio abrir, con tallos cortos y muchas espinas. Se decidió por estas últimas. Recorrió el largo pasillo y el ruido de sus tacos retumbó en el campo santo molestando la quietud de la siesta.

Hacia el fondo, un albañil terminaba presuroso un panteón, seguramente el habitante llegaría en unas horas, para compartir con esos miles el lugar donde quedan dormidos los últimos sueños.

El sol de las dos de la tarde le quemaba la piel y hacía brotar gotitas por los poros. Frente a un panteón enorme, una anciana de luto sentada en una silleta, acomodaba jarrones con viejas flores de plástico mientras algunas lágrimas enormes y silenciosas salpicaban el piso. Se perdió en un laberinto de tumbas, cruces y grupos de malezas, le costó encontrar el panteón. “La tercera hilera después de la calle principal, el panteón 87, está pintado de amarillo y siempre tiene flores frescas y parece un lugar alegre en medio de tanta tristeza”, le había dicho su madre.

Allí estaba. Recién pintado, con veredita y dos manchones de flores bien cuidadas en los costados. En el frente, a un lado de la puerta, una foto y una placa dorada que rezaba: “De tu esposa y tus hijos”, volvió a repetir mientras un nudo enorme en la garganta se desató produciendo un llanto ruidoso.

Sacó las flores del florero y aunque estaban frescas las reemplazó por las rosas pálidas. Miró a través del vidrio, estaba, el cajón tapado con un cobertor blanco bordado y lleno de encajes. Y adentro él, su padre, quizás ya apenas huesos, apenas un montón de ropa hechas añicos y huesos descarnados.

Cuando empezó a enfermar le habían escrito varias veces “papá quiere verte, papá quiere verte”, pero no acudió al llamado, estaba demasiado ocupada con su éxito de bailarina en una discoteca europea. “Papá quiere verte”, había dicho la última carta que recibió antes de aquella en la que le contaron que había muerto llamándola repetidas veces.

Y no vino, ni siquiera cuando murió. Ni para las misas, ni las novenas, ni en el primer aniversario. Sólo ahora, diez años después, y encontró a su madre ya cansada y vieja, a sus hermanos muy rencorosos y dolidos con ella. Por eso cuando pidió que alguien le acompañe al cementerio todos se negaron, ni siquiera le quisieron explicar la ubicación. Sólo su madre la recibió como siempre y la acogió con afecto.

No supo en qué momento se encontró hablándole, pidiéndole perdón por no haber venido cuando aún vivía, o aunque sea para traerle flores antes de que su cuerpo se marchitara del todo. Le conto de esos años lejos, creyéndose feliz sin necesitar de nadie, ganando mucho dinero, recibiendo el aplauso y la admiración de los hombres y de vez en cuando el amor un poco duradero de alguno. “¿Me vas a perdonar?”, le repetía una y otra vez, “tenés que perdonarme para que sea realmente feliz”.

“No tiene que llorar tanto, señorita”, le dijo un nene con un balde de agua en la mano, “le va a perdonar porque ese señor es bueno, por eso ha de ser que todas las semanas vienen todos sus hijos a verle”. El nene con el balde se alejó y queriendo ayudarla, la hizo sentir más culpable. “Vienen todos sus hijos a verle”, repitió.

Cuando iba a marcharse notó que las rosas se abrieron completamente.

 

(Tomado de www.cervantesvirtual.com)

 

domingo, 7 de septiembre de 2025

Otro árbol

Umberto Senegal

 

–Papá, quiero ser estatua cuando esté grande –dijo el niño a su padre, señalando en el parque el alto monumento del prócer.

–¿Para qué? –preguntó este, sin tomar en serio la inquietud del niño.

–Quiero que se me llenen de aves la cabeza y los brazos.

Sobre la estatua había varias palomas.

Una semana más tarde, el hombre condujo a su hijo hasta el bosque y lo acercó, en su silla de ruedas, al más frondoso de los árboles, una ceiba bicentenaria habitada por decenas de aves.

–¿No te gustaría, mejor, ser un árbol?

–¿Puedo, papá?

–¡Claro que puedes, hijo!

El hombre regresó a la ciudad con la silla de ruedas vacía.

 

¡Buenas tardes, respetables pasajeros!

Marysol Fragoso

 

Cuando abordaron el autobús en pleno centro de la ciudad eran más de las siete de la tarde. Edificios públicos y privados escupían hacia la plazuela, hacia el parque y hacia las calles a miles de empleados que, mañana a mañana, satisfacen el apetito de este distrito urbano. Otras personas se desesperaban al no encontrar sitio para aparcar el auto, pues el estacionamiento del máximo recinto donde, en menos de una hora estaría iniciando la temporada de conciertos de la Filarmónica, estaba a tope.

El camión tomó rumbo al sur, en sentido opuesto al flujo vehicular, en un utópico carril exclusivo que a toda hora sufre bloqueos a causa de automovilistas que van de listos queriendo avanzar más rápido que el resto o por quienes bajan “de rapidito” a hacer movimientos en los bancos, a comprar el periódico, cigarros, un refresco o toda clase de artículos con los vendedores ambulantes, que ya se volvieron permanentes; incluso algunos descienden del coche para echarse unos taquitos o una torta de tamal. Por la madrugada esta situación tiene réplica gracias a los parroquianos que andan de farra y salen de los bares de moda o de las pocas pero tradicionales cantinas que aún sobreviven a la modernidad –cómo esa donde un caudillo de principios de siglo echó de balazos a las paredes y que nunca repararon los dueños por considerarlo un atractivo para los turistas. Pero esas criaturas nocturnas que hacen lo propio están libres de culpa pues como se dijo una vez “Dios mío, perdónalos, no saben lo que hacen”.

Es bien sabido que circular sobre la avenida más antigua de la ciudad, es jugarse la vida. Como en toda gran urbe la violencia tiene sus cotos de poder. Los conductores de autos particulares o transporte de carga evitan ciertos barrios para salvarse del secuestro o de ser privados de sus automotores a punta de pistola por un par de adolescentes, incluso al medio día.

Extrañamente y a pesar de la hora, el camión traía sitio de sobra, incluso las pasajeras habían logrado, casi por milagro, dos asientos en la segunda línea, justo detrás del conductor. El viaje había transcurrido con fluidez, por eso cuando el transporte público llegó a la esquina de los trinques, la esquina fatal, los rostros de la gente estaban relajados, quizá también producto de la música que escuchaba el conductor.

Cuando la luz cambió a verde y el camión arrancó, escandalosa y rápidamente subieron dos chicos por delante y otros dos por la puerta de descenso. Ninguno pagó. Se colocaron en los extremos del autobús. El cuarteto llevaba la mano derecha envuelta con chaquetas obscuras.

Las dos mujeres y el resto de esa humanidad pensó: ya nos asaltaron. Entre el silencio impresionante uno de ellos se encaminó al centro del pasillo y gritó: “Buenas tardes respetables pasajeros”…

Se escuchó un suspiro de alivio, pues la mayoría pensó que se trataba de vendedores ambulantes, mejor dicho nómadas; otros se figuraron que era un grupo que venía en misión religiosa; una tercera idea, basada en pitas y hechuras, concluyó que era un grupo de rock y que iba a arrancarse con las del Tri o Molotov.

“Buenas tardes respetables pasajeros” –repitió el líder–, “mis compañeros y yo venimos solicitando su amable cooperación, pues hace un mes que acabamos de salir del Reclusorio Sur, pues habíamos sido condenados por atraco a mano armada…”

–“Ya nos chingaron” –susurró el del asiento de al lado de las serias señoras. Iniciaron los intercambios de miradas, sin moverse, claro está, no fuera a ser el diablo. Las reacciones de miedo siguieron revelándose entre caras pálidas o súbitamente coloradas, ojos vidriosos, sudores fríos o golpeteos en pasamanos y agarraderas.

“…Ahora estamos rehabilitados gracias a los oficios que nos enseñaron en la cárcel, pero como estos humildes servidores ya cuentan con antecedentes penales, no son contratados en ningún lugar, además de tener que aportar lana en nuestras casas, sufrimos la explotación de los tiras y los judas, que reciben dinero o nos refunden en el bote otra vez; ahora sin motivo, se aclara. Por eso, nos vemos en la necesidad de acudir a la respetable banda aquí presente y solicitamos su desinteresado donativo, a fin de que, en un futuro cercano, muy, muy cercano, no tengamos que despojarlos de sus objetos personales como bolsas, billeteras, alhajas, relojes, chaquetas y otras cosas de valor. Mis compañeros pasarán a sus lugares a recoger su aportación, a fin de no causarles molestias ni importunarlos”.

Todo el mundo dio dinero. Generosos puñados de monedas y hasta billetes de veinte pesos salieron a relucir. Al término de la colecta los chicos vieron los resultados y la voz cantante volvió retumbar.

“Muchas gracias a la respetable banda de pasajeros por ser tan desprendidos, cómo se ve que ya no quieren que robemos ni delincamos. Gracias chofer. Que pasen todos, buenas noches. Que Dios los bendiga y los lleve con bien”.

Cuando los jóvenes bajan del camión las mujeres se sintieron reconfortadas al escuchar a un hombre decir: ¡uff, menos mal que NO NOS ASALTARON!

Definitivamente, las damas tenían un día de suerte.

 

(Tomado de www.ficticia.com)

 

sábado, 6 de septiembre de 2025

Desquite

José Saramago

 

El muchacho venía del río. Descalzo, con los pantalones arremangados por encima de las rodillas, las piernas sucias de lodo. Vestía una camisa roja, abierta en el pecho, donde los primeros vellos de la pubertad empezaban a ennegrecer. Tenía el pelo oscuro, mojado por el sudor que le escurría por el cuello delgado. Se inclinaba un poco hacia delante, bajo el peso de los largos remos, de los que pendían hilos verdes de limos aún goteantes. El barco quedó balanceándose en el agua turbia y, allí cerca, como si lo espiasen, afloraron de repente los ojos globulosos de una rana. El muchacho la miró, y ella le miró. Después la rana hizo un movimiento brusco y desapareció. Un minuto más y la superficie del río quedó lisa y tranquila, y brillante como los ojos del muchacho. La respiración del limo desprendía lentas y muelles burbujas de gas que la corriente arrastraba. En el calor espeso de la tarde los chopos altos vibraban silenciosamente y, de golpe, flor rápida que naciese del aire, un ave azul pasó rasando el agua. El muchacho levantó la cabeza. Desde el otro lado del río una muchacha le miraba, inmóvil. El muchacho levantó la mano libre y todo su cuerpo dibujó el gesto de una palabra que no se oyó. El río fluía, lento.

El muchacho subió la ladera, sin mirar atrás. La hierba se acababa allí mismo. Hacia arriba, hacia allá, el sol calcinaba los terrones de los barbechos y los olivares cenicientos. Metálica, durísima, una cigarra roía el silencio. En la distancia la atmósfera temblaba.

La casa era baja, achaparrada, bruñida de cal, con una franja de ocre violento. Un lienzo de pared ciega, sin ventanas, una puerta en la que se abría un postigo. En el interior el suelo de barro refrescaba los pies. El muchacho apoyó los remos, se limpió el sudor con el antebrazo. Se quedó quieto, escuchando los golpes del corazón, el pausado brotar del sudor que se renovaba en la piel. Estuvo así unos minutos, sin conciencia de los rumores que venían de la parte de detrás de la casa y que se transformaron, de súbito, en gañidos lancinantes y gratuitos: la protesta de un cerdo atado. Cuando, por fin, empezó a moverse, el grito del animal, esta vez herido e insultado, le golpeó en los oídos. Y en seguida oyó otros gritos, agudos, rabiosos, una súplica desesperada, una llamada que no espera socorro.

Corrió hacia el patio, pero no pasó del umbral de la puerta. Dos hombres y una mujer sujetaban al cerdo. Otro hombre, con un cuchillo ensangrentado, le abría un tajo vertical en el escroto. En la paja brillaba ya un óvalo achatado, rojo. El cerdo temblaba entero, lanzaba gritos entre las quijadas que apretaba una cuerda. La herida se alargó, el testículo apareció, lechoso y rayado de sangre, los dedos del hombre se introdujeron en la abertura, tiraron, retorcieron, arrancaron. La mujer tenía el rostro pálido y crispado. Desataron al cerdo, le liberaron el hocico y uno de los hombres se agachó y cogió las dos piezas, gruesas y suaves. El animal dio una vuelta, perplejo, y se quedó con la cabeza baja, respirando con dificultad. Entonces el hombre se los tiró. El cerdo los mordió, masticó ansioso, tragó. La mujer dijo algunas palabras y los hombres se encogieron de hombros. Uno de ellos se rio. Fue en ese momento cuando vieron al muchacho en el umbral de la puerta. Se quedaron todos callados y, como si fuese la única cosa que pudiesen hacer en aquel momento, se pusieron a mirar al animal, que se había echado en la paja, suspirando, con el hocico sucio de su propia sangre.

El muchacho volvió al interior. Llenó un puchero y bebió, dejando que el agua le corriese por las comisuras de la boca, por el cuello, hasta el vello del pecho que se volvió más oscuro. Mientras bebía miraba fuera las dos manchas rojas sobre la paja. Después, con un movimiento de cansancio, volvió a salir de la casa, atravesó el olivar otra vez bajo el bochorno del sol. El polvo le quemaba los pies y él, sin darse cuenta, los encogía para huir del contacto escaldante. La misma cigarra rechinaba en tono más sordo. Después la ladera, la hierba con su olor a savia caliente, la frescura atontadora debajo de las ramas, el lodo que se insinúa entre los dedos de los pies e irrumpe por arriba.

El muchacho se quedó quieto, mirando el río. Sobre un afloramiento de limo, una rana, parda como la primera, con los ojos redondos bajo las arcadas salientes, parecía estar esperando. La piel blanca del buche palpitaba. La boca cerrada formaba un pliegue de escarnio. Pasó un tiempo y ni la rana ni el muchacho se movían. Entonces él, desviando con dificultad los ojos, como para huir de un maleficio, vio al otro lado del río, entre las ramas bajas de los salgueros, aparecer una vez más a la muchacha. Y nuevamente, silencioso e inesperado, pasó sobre el agua el relámpago azul.

El muchacho se quitó la camisa despacio. Despacio se acabó de desvestir, y sólo cuando ya no tenía ropa ninguna sobre el cuerpo, su desnudez, lentamente, se reveló. Así como si se estuviese curando una ceguera de sí misma. La muchacha miraba de lejos. Después, con los mismos gestos lentos, se liberó del vestido y de todo cuanto la cubría. Desnuda sobre el fondo verde de los árboles.

El muchacho miró una vez más el río. El silencio se asentaba sobre la líquida piel de aquel interminable cuerpo. Círculos que se alargaban y perdían en la superficie tranquila, mostraban el lugar donde por fin la rana se había sumergido. Entonces el muchacho se metió en el agua y nadó hacia la otra orilla, mientras el bulto blanco y desnudo de la muchacha se recogía hacia la penumbra de las ramas.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

Treta tridimensional

Isaac Asimov

 

–Vamos, vamos –dijo Shapur con bastante cortesía, considerando que se trataba de un demonio–. Está usted desperdiciando mi tiempo. Y el suyo propio también, podría añadir, puesto que sólo le queda media hora.

Y su rabo se enroscó.

–¿No es desmaterialización? –preguntó caviloso Isidore Wellby.

–Ya le he dicho que no.

Por centésima vez, Wellby miró el bronce que le rodeaba por todas partes sin solución de continuidad. El demonio se había permitido el impío placer (¿de qué otra clase iba a ser?) de señalar que el piso, el techo y las cuatro paredes carecían de rasgos diferenciales, y estaban formados todos ellos por planchas de bronce de sesenta centímetros soldadas sin unión.

Era la última estancia cerrada, y Wellby disponía sólo de otra media hora para salir de ella. El demonio le contemplaba con expresión de concentrada anticipación.

 

Isidore Wellby había firmado diez años antes, que se cumplían aquel día.

–Pagamos de antemano –insistió Shapur en tono persuasivo–. Diez años de todo cuanto desee, dentro de lo razonable. Al final, pasará a ser un demonio. Uno de los nuestros, con un nuevo nombre de demoniaca potencia y todos los privilegios que eso incluye. Apenas se dará cuenta de que está condenado. De todos modos, aunque no firme, tal vez acabe igual en el fuego, por el simple curso de los acontecimientos. Nunca se sabe… Fíjese en mí. No lo hago tan mal. Firmé, disfruté de mis diez años, y aquí estoy. No lo hago tan mal.

–En ese caso, si puedo terminar por condenarme, ¿por qué se muestra tan ansioso de que firme? –preguntó Wellby.

–No resulta fácil reclutar directivos para el infierno –respondió el demonio con un franco encogimiento de hombros, que intensificó el débil olor a bióxido sulfúrico que se advertía en el aire–. Todo el mundo especula para llegar al cielo. Una pobre especulación, pero así es. Yo creo que usted es demasiado sensible para eso. Pero entretanto nos encontramos con más almas condenadas de las que somos capaces de atender y una creciente penuria en el plano administrativo.

Wellby, que acababa de ser licenciado del ejército con muy poco entre las manos, a excepción de una cojera y la carta de despedida de una muchacha a la que en cierto modo amaba aún, se pinchó el dedo y suspiró.

Lógicamente, leyó primero el pequeño impreso. Tras la firma con su sangre, se depositaría en su cuenta cierta cantidad de poder demoniaco. No sabía en detalle cómo se manejaban aquellos poderes, ni siquiera la naturaleza de los mismos. Sin embargo, vería colmados sus deseos de tal modo que parecerían el producto de mecanismos perfectamente normales.

Desde luego, no se cumpliría ningún deseo que interfiriese con los designios superiores y con los propósitos de la historia humana. Wellby enarcó las cejas ante esta cláusula.

Shapur carraspeó.

–Una precaución que nos ha sido impuesta por… ¡ejem!… arriba. Sea razonable. La limitación no le supondrá obstáculo alguno.

–Parece también una cláusula trampa.

–Algo de eso, sí. Después de todo, hemos de comprobar sus aptitudes para el puesto. Como ve, se establece que, al finalizar sus diez años, habrá de ejecutar una tarea para nosotros, una labor que sus poderes demoniacos le harán perfectamente posible realizar. No le diremos aún la naturaleza de esa tarea, pero dispondrá de diez años para estudiar sus poderes. Considere toda la cuestión como un examen de ingreso.

–Y si no paso la prueba, ¿qué?

–En tal caso –respondió el demonio–, será usted una vulgar alma condenada –y como al fin y al cabo era demonio, sus ojos fulguraron humeantes ante la idea, y sus ganchudos dedos se retorcieron como si los sintiera ya profundamente clavados en las partes vitales de su interlocutor. No obstante, añadió con suavidad–: ¡Oh, vamos! La prueba será sencilla. Preferimos tenerlo como directivo que como un alma más en nuestras manos.

A Wellby, sumido en melancólicos pensamientos sobre su inasequible amada, le importaba muy poco por el momento lo que sucedería al cabo de diez años. Firmó.

 

Los diez años pasaron rápidamente. Como el demonio había predicho, Isidore Wellby se mostró razonable y las cosas marcharon bien. Aceptó un trabajo y, como aparecía siempre en el momento adecuado y en el lugar oportuno y siempre decía la palabra apropiada al hombre apropiado, alcanzó pronto un puesto de gran autoridad.

Las inversiones que hacía resultaban invariablemente beneficiosas. Y lo más gratificante era que su chica volvió a él con el arrepentimiento más sincero y la más satisfactoria adoración.

Su casamiento fue feliz y bendecido con cuatro criaturas, dos varones y dos hembras, todos ellos inteligentes y con un comportamiento razonable. Al final de los diez años, se hallaba en la cúspide de su autoridad, reputación y riqueza, en tanto que su mujer, al madurar, se había vuelto todavía más bella.

Y a los diez años (en el día justo, naturalmente) de establecer el pacto, se despertó para encontrarse, no en su dormitorio, sino en una horrible cámara de bronce de la más espantosa solidez, sin más compañía que la de un ávido demonio.

–Todo lo que tiene que hacer es salir de aquí y se convertirá en uno de los nuestros –le explicó Shapur–. Lo conseguirá con facilidad empleando con lógica sus poderes demoniacos, siempre que sepa cómo manejarlos. A estas alturas, debería saberlo.

–Mi mujer y mis pequeños se inquietarán mucho por mi desaparición –dijo Wellby, con un comienzo de arrepentimiento.

–Hallarán su cadáver –manifestó el demonio en tono de consuelo–. Habrá muerto al parecer de un ataque al corazón. Celebrarán unos funerales magníficos. El sacerdote anunciará su subida al cielo, y nosotros no le desilusionaremos, como tampoco a quienes lo estén escuchando. Vamos, Wellby, dispone usted de tiempo hasta el mediodía.

Wellby, que se había acorazado en su inconsciente durante los diez años para este momento, se sintió menos asaltado por el pánico de lo que podía haberlo estado. Miró inquisitivo a su alrededor.

–¿Está herméticamente cerrada esta habitación? ¿No hay aberturas secretas?

–Ninguna en paredes, piso o techo –dijo el demonio con deleite profesional ante su obra–. Ni tampoco en las intersecciones de cualquiera de las superficies. ¿Va a renunciar?

–No, no. Deme tan sólo tiempo.

Wellby meditó intensamente. No había señal alguna de cierre en la estancia. Sin embargo, se notaba como una corriente de aire. Tal vez penetrase por desmaterialización a través de las paredes. Acaso también el demonio había entrado así. Cabía en lo posible que él, Wellby, pudiera desmaterializarse para salir. Lo preguntó.

El demonio le respondió con una risita entre sus dientes afilados.

–La desmaterialización no forma parte de sus poderes. Ni tampoco la empleé yo para entrar.

–¿Está seguro?

–La cámara es de mi propia creación –manifestó petulante el demonio–. La construí especialmente para usted.

–¿Y penetró desde el exterior?

–Así fue.

–¿Y yo también podría hacerlo con los poderes demoniacos que poseo?

–En efecto. Mire, seamos precisos. No puede moverse a través de la materia, pero sí en cualquier dimensión, por un simple esfuerzo de su voluntad. Arriba y abajo, a derecha e izquierda, oblicuamente, etcétera, pero no atravesar la materia en modo alguno.

Wellby siguió cavilando, mientras Shapur le señalaba la inconmovible solidez de las paredes de bronce, del piso y del techo, y su inquebrantable acabado.

A Wellby le pareció obvio que Shapur, por mucho que creyera en la necesidad de reclutar directivos, estaba pura y simplemente conteniendo su demoniaco placer ante la posibilidad de ver en sus garras una vulgar alma condenada, para jugar con ella al gato y al ratón.

–Cuando menos –dijo Wellby, con afligido intento de aferrarse a la filosofía–, me quedará el consuelo de pensar en los diez felices años de que disfruté. Seguro que eso significará un alivio y un consuelo hasta para un alma condenada en el infierno.

–En absoluto –denegó el demonio–. ¿Qué clase de infierno sería si se permitieran consolaciones? Todo cuanto uno obtiene en la Tierra por pacto con el diablo, como en su caso (o el mío), es punto por punto lo mismo que se habría logrado sin tal pacto, de haber trabajado con laboriosidad y plena confianza en… arriba. Eso es lo que transforma tales convenios en algo tan auténticamente demoniaco.

Y el demonio rio con una especie de regocijado aullido.

Wellby exclamó lleno de indignación:

–¿Quiere decir que mi mujer hubiera vuelto a mí aunque no hubiera firmado el contrato?

–Cabe en lo posible –respondió Shapur–. Todo cuanto sucede es por voluntad de… arriba. Ni siquiera nosotros podemos cambiar eso.

El pesar de aquel momento debió e agudizar los sentidos de Wellby, pues fue entonces cuando se desvaneció, dejando la habitación vacía, excepto por la presencia de un sorprendido demonio. Y la sorpresa de éste se tomó furia cuando reparó en el contrato con Wellby que había estado sosteniendo en su mano hasta aquel momento para la acción final, en un sentido o en otro.

Diez años (día por día, claro) después de que Isidore Wellby hubiera firmado su pacto con Shapur, el demonio penetró en su despacho y le dijo con el mayor enojo:

–¡Mire aquí…!

Wellby alzó la vista de su trabajo, asombrado.

–¿Quién es usted?

–Sabe demasiado bien quién soy.

Y miró al hombre con ojos duros y penetrantes.

–En absoluto –respondió Wellby.

–Creo que dice la verdad, pero le refrescaré la memoria.

Y así lo hizo en el acto, detallando los acontecimientos de los últimos diez años.

–¡Ah, sí! –dijo Wellby–. Puedo explicarlo, desde luego, ¿pero está seguro de que no seremos interrumpidos?

–No, no lo seremos –respondió ceñudo el demonio.

–Bueno, pues me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y…

–No me interesa eso. Lo que quiero es saber…

–¡Por favor! Déjeme que lo cuente a mi modo.

El demonio contrajo las mandíbulas y exhaló tal cantidad de bióxido sulfúrico que Wellby tosió y adoptó una expresión de sufrimiento.

–Si quisiera apartarse un poco… –rogó–. Gracias… Así, pues, me hallaba en aquella cámara cerrada de bronce y recuerdo que usted me exponía la ausencia de toda solución de continuidad en las cuatro paredes, el piso y el techo. Y se me ocurrió preguntarme por qué especificaba eso. ¿Qué más había, aparte de las paredes, el piso y el techo? Definía usted un espacio tridimensional, completamente circunscrito. Y eso era, en efecto. Tridimensional. La habitación no estaba incluida en la cuarta dimensión. No existía de forma indefinida en el pasado. Dijo que la había creado para mí. Pensé entonces que, si uno se trasladaba al pasado, llegaría a un punto en el tiempo, en el que no existía la cámara y, por lo tanto, se hallaría fuera de la misma. Más aún, usted había dicho que podía moverme en cualquier dimensión, y el tiempo se considera sin la menor duda una dimensión. En todo caso, tan pronto como decidí moverme hacia el pasado, me retrotraje a tremenda velocidad, y de repente el bronce desapareció.

Shapur clamó acongojado.

–Ya me lo imagino. No podría haber escapado de otra manera. Es ese contrato suyo lo que me preocupa. No se ha convertido en una vulgar alma condenada. De acuerdo, eso forma parte del juego. Pero al menos debe ser uno de los nuestros, un ejecutivo. Para eso se le pagó. Si no lo entrego abajo, me veré en un enorme lío.

Wellby se encogió de hombros.

–Lo siento por usted, desde luego, pero no puedo ayudarlo. Debió haber creado la cámara de bronce inmediatamente después de que yo estampara mi firma en el documento. Como no fue así, al salir de ella me encontré justo en el momento en que establecíamos nuestro convenio. Allí estaba usted de nuevo y allí estaba yo. Usted empujando el contrato hacia mí, y una pluma con la que me había de pinchar el dedo. Sin duda, al retroceder en el tiempo, el futuro se borró de mi recuerdo, pero no del todo al parecer. Al tenderme usted el contrato, me sentí inquieto. No recordé el futuro, pero me sentí inquieto. Por lo tanto, no firmé. Le devolví el contrato en blanco.

Shapur rechinó los dientes.

–Debí darme cuenta. Si las reglas de la probabilidad afectaran a los demonios, debiera haberme desplazado con usted a este nuevo mundo supuesto. Tal como han sucedido las cosas, todo cuanto me queda por decir es que ha perdido los diez años felices que le abonamos. Es un consuelo. Y ya le atraparemos al final. Otro consuelo.

–¿Ah, sí? –replicó Wellby–. ¿De modo que hay consolaciones en el infierno? A través de los diez años que he vivido realmente, ignoré lo que acaso hubiera obtenido. Pero ahora que me trae usted a la memoria el recuerdo de “los diez años que pudieron haber sido”, recuerdo también que en la cámara de bronce me dijo que los convenios demoniacos no daban nada que no se obtuviera mediante la laboriosidad y la confianza en… arriba. He sido laborioso y he confiado.

Los ojos de Wellby se posaron sobre la fotografía de su bella esposa y los cuatro hermosos hijos. Luego, paseó la vista por el lujoso despacho, decorado con el mejor gusto.

–Puedo muy bien escapar por completo al infierno. También el decidir esto se halla fuera de su poder –añadió.

Y el demonio, lanzando un horrible chillido, se desvaneció para siempre.

 

(Tomado de Asimov, Isaac, Cuentos completos. Volumen I, Ediciones B, Madrid, 2002)

 

viernes, 5 de septiembre de 2025

Confusión

Jean-Paul Sartre

 

Me siento, pido un café con leche, el mozo me hace repetir tres veces el pedido y lo repite él también para evitar todo riesgo de error. Se va, transmite mi pedido a un segundo mozo, quien lo anota en un cuaderno y lo transmite a un tercero. Por fin vuelve un cuarto y dice: “Aquí está”, mientras deja en mi mesa un tintero. “Pero –digo yo– yo había pedido un café con leche”. “Y bien, eso es”, replica él y se va.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)

 

Asamblea divina

Felipe Parejas

 

Después de varios siglos de debate celestial, se terminó de redactar el último artículo de la constitución divina: el castigo para los suicidas sería, simplemente, la vida eterna.

 

(Tomado de www.enfrascopequeno.blogspot.com)

 

La calle de los cocodrilos

Bruno Schulz

 

Mi padre conservaba en el cajón inferior de su amplio escritorio un hermoso plano antiguo de nuestra ciudad. Era en realidad todo un volumen en folio, de pergaminos que, unidos por medio de cintas, formaban un inmenso mapa mural que representaba un panorama a vuelo de pájaro.

Fijado a la pared, a la que cubría casi por entero, dejaba ver todo el valle del Tysmienica, que serpenteaba como una cinta pálida y dorada el conjunto de los grandes lagos y pantanos y los últimos contrafuertes de las montañas, cuyas ondulaciones huían hacia el Sur, primero raras y distantes, luego reunidas en cadenas cada vez más numerosas, en un damero de colinas redondeadas que se hacían más pequeñas y más pálidas a medida que se acercaban al horizonte dorado y brumoso. Bajo esas periferias empañadas y lejanas se destacaba la ciudad, que avanzaba hacia el borde del mapa. Al principio bajo la forma de masas aún indiferenciadas, compacta mezcla de casas cruzadas por los arroyos profundos de las calles; más cerca se dividía en inmuebles individualizados, que habían sido dibujados con la misma precisión con que se verían a través de unos prismáticos.

En esta parte, el artista había logrado fijar la profusión tumultuosa de las calles y callejuelas, el diseño de las cornisas, arquitrabes, arquivoltas y pilastras que brillaban en el oro sombrío de un crepúsculo que hundía a los nichos y oquedades en una sombra color ocre. Esos espectros de sombra se extendían como rayos de miel, por las arterias de la ciudad. Bañaban con su masa tibia y opulenta aquí la mitad de una calle, allá un espacio entre dos casas, y orquestaban, en un claroscuro triste y romántico, la polimorfía arquitectónica del conjunto.

Ahora bien, sobre este plano, dibujado en el estilo de los prospectos barrocos, los alrededores de la calle de los Cocodrilos formaban una mancha blanca comparable a la que, en los tratados de geografía, señala las regiones polares o los países inciertos o inexplorados. Solo algunas calles estaban indicadas allí con líneas negras, con sus nombres trazados en escritura corriente, mientras que las otras leyendas se distinguían por la nobleza de sus caracteres góticos. Era evidente que el cartógrafo se había negado a reconocer esta zona como parte legítima de la ciudad y había manifestado su oposición por medio de ese tratamiento superficial.

Para comprender su reserva, debemos describir aquí la naturaleza particular de este barrio equívoco. Era un distrito comercial e industrial de muy marcado carácter utilitarista. El espíritu de la época y los mecanismos económicos no habían perdonado a nuestra ciudad y se habían enraizado en su periferia, donde habían dado nacimiento a ese suburbio parásito. Mientras que en la ciudad vieja reinaba aún un comercio nocturno, semiclandestino y ceremonioso, aquí, en este barrio joven habían florecido toda clase de métodos comerciales sobrios y modernos. Injertado en este suelo agotado, cierto norteamericanismo exuberante había producido un estilo soso e incoloro, de una vulgaridad presuntuosa. Se veían allí miserables edificios de fachada caricaturesca, embozados en monstruosos ornamentos de estuco que se desmoronaban fácilmente. A las viejas barracas suburbanas se habían agregado apresuradamente portales cerrados que, si se los miraba de cerca, no eran más que una lamentable imitación del estilo de moda. Las vidrieras sucias sobre las cuales se quebraba en reflejos ondulados la imagen de la calle, la madera rugosa de los portales, el tono gris uniforme de esos interiores estériles en los que las altas estanterías y los muros agrietados se cubrían de telas de araña y de capas de polvo, todo eso daba a los negocios del barrio el sello de un nuevo Klondyke. Así se alineaban una al lado de otra, los tenduchos de los sastres de confección, los depósitos de porcelanas, las droguerías, las peluquerías. En los grandes vidrios grisáceos de sus frentes estaban pintadas oblicuamente o en semicírculo inscripciones en letras doradas: CONFITERÍA, MANICURA, KING OF ENGLAND.

Los viejos habitantes de la ciudad se mantenían apartados de esta zona, ocupada por un populacho sin carácter ni cohesión, una verdadera pacotilla moral, una categoría inferior del ser humano que, por sí mismos y ellos solos, engendraban tales ambientes dudosos y efímeros. Pero en los días de abatimiento, en las horas de debilidad, podía ocurrírsele a un ciudadano echar a andar por esa zona equívoca. Ni siquiera los mejores escapaban a la tentación de degradarse alguna vez, de borrar las jerarquías, de hundirse en ese cenagal de fácil promiscuidad. Ese barrio era un Eldorado para esos desertores que renunciaban a su dignidad. Todo allí parecía sospechoso y dudoso; todo, por medio de guiñadas discretas, gestos cínicos y miradas furtivas, excitaba a la concupiscencia impura; todo tendía a desencadenar los bajos instintos.

Un transeúnte desprevenido difícilmente descubriría la extraña peculiaridad de estos lugares, donde los colores estaban ausentes, como si en esta aglomeración mediocre y apresurada nadie pudiera permitirse ese lujo. Todo era gris, como en un folleto ilustrado o en las fotos en blanco y negro. Esta semejanza iba más allá de la simple metáfora pues, por momentos, si uno paseaba por esas calles, tenía la impresión de hojear un insípido prospecto en el que, por inadvertencia, se hubieran deslizado proposiciones equívocas, notas escabrosas, ilustraciones parásitas. Esos paseos se revelaban tan estériles como los desbordes de una imaginación que se arrastra entre las ilustraciones y los textos de una publicación pornográfica.

Si uno entraba, por ejemplo, en la tienda de un sastre, para encargar un traje de dudosa elegancia, a tono con las características del lugar, se encontraba en un local vasto y vacío, de techo elevado e incoloro, hasta el cual se elevaban las grandes estanterías. Ese andamiaje de estantes vacíos conducía nuestra mirada hacia las alturas, hacia ese techo que podía ser también un cielo, un cielo mediocre y mustio como los de ese barrio. Pero, por otra parte, las demás piezas, que es posible ver por la puerta entreabierta, están llenas hasta el tope de cajas y cartones, superpuestos como en un inmenso fichero que, allá arriba junto al vago firmamento del techo, concluye en una geometría del vacío, una construcción estéril de la nada. La luz diurna no atraviesa esas ventanas grises de múltiples vidrios cuadriculados como las hojas de los cuadernos escolares, porque todo el espacio del negocio está embebido en una luz indecisa e indiferente que no proyecta sombra ni subraya los relieves.

Y ahora se nos aparece un joven extremadamente servicial, esbelto y ágil, dispuesto a satisfacer todos nuestros deseos y a aplastarnos bajo su fácil elocuencia chabacana. Sin dejar de parlotear, despliega largas piezas de tela, mide, alisa las arrugas y da forma a la onda infinita que corre entre sus manos, armando capotes o pantalones imaginarios. Todas esas manipulaciones solo parecen una simulación, una comedia, una máscara irónica que oculta el sentido verdadero de su actividad.

Las vendedoras son morenas y esbeltas, pero la belleza de cada una de ellas tiene un pequeño deterioro, muy característico de ese barrio de mala vida. Van y vienen por la tienda, o se apostan en la puerta, vigilando si la operación comercial confiada al experto dependiente está llegando a concretarse. El joven hace toda clase de ceremonias y melindres; por momentos da la impresión de ser una mujer vestida de hombre. Uno desearía acariciar su mentón o pellizcar sus mejillas, cuando, esbozando una mirada cómplice, atrae discretamente nuestra atención sobre la etiqueta de su mercadería, de transparente simbolismo.

Poco a poco la cuestión de la elección de una tela queda relegada a un segundo plano. Ese joven corrompido y casi afeminado, lleno de comprensión por los caprichos más íntimos del cliente, exhibe ante los ojos de éste etiquetas muy particulares, toda una colección de marcas registradas, la colección de un aficionado refinado. Entonces descubrimos que la sastrería no era más que una fachada que disimulaba el gabinete de un librero, repleto de libros de tiraje reducido y escritos de carácter licencioso. El joven diligente nos muestra reservas de libros, grabados y fotografías que se apilan hasta el techo. Las viñetas y las estampas superan nuestros sueños más osados: nunca hubiéramos imaginado tales abismos de depravación, una desvergüenza tan refinada.

Las vendedoras, grises, color de papel, pasan y vuelven a pasar, ahora con mayor frecuencia, entre las pilas de libros. Sus rostros ya corrompidos tienen ese pigmento graso de las morenas que, agazapado en el fondo de sus ojos, se lanza a veces a una carrera enloquecida de cucaracha. En las manchas de rubor que colorean sus mejillas, en sus lunares picarescos, en el impudor de su vello, se trasluce el ardor de su sangre negra. Los libros, que ellas toman con sus dedos oliváceos, parecen conservar manchas de esa sangre: sus colorantes muy intensos, al desteñirse sobre el papel, soltaban en el aire como una lluvia de pecas, un reguero obscuro y aromático, olor de café, de tabaco y de hongos venenosos.

Entretanto la licencia se generaliza. El dependiente, que ha agotado sus facultades de convicción, se ha reducido progresivamente a una femenina pasividad. Se ha tendido sobre uno de los numerosos divanes que se hallan entre las estanterías; un escote femenino entreabre su pijama de seda. Las vendedoras se muestran unas a otras las figuras y posiciones de las estampas; otras se adormecen sobre lechos improvisados. La presión sobre el cliente se debilita. Han dejado de importunarlo y lo dejan librado a sí mismo; entregadas a sus conversaciones, ya no le prestan ninguna atención. Sin embargo adoptan una actitud arrogante, colocándose de espaldas o de perfil, y juegan coquetamente con la punta de sus zapatos u ondulan sus cuerpos con flexibilidad de serpientes, provocando así con indolente irresponsabilidad al espectador que fingen ignorar. El huésped se siente así atraído, empujado por esa retirada estratégica que le deja sin campo libre para actuar. Pero mejor será aprovechar ese instante de distracción para escapar a las imprevisibles consecuencias de nuestra inocente visita y salir a la calle.

Nadie nos retiene. Nos escabullimos entre corredores de libros, entre las largas estanterías de revistas e impresos; logramos abandonar el negocio y nos hallamos de nuevo en el punto más alto de la calle de los Cocodrilos, desde donde se puede observar todo su trazado, hasta las construcciones interrumpidas de la estación. La luz es grisácea, como siempre ocurre en estos parajes, y el paisaje recuerda una foto de vieja revista ilustrada, a tal punto son descoloridos y vulgares los vehículos, las casas y la gente. Esta realidad, delgada como el papel, denuncia por todas sus grietas su carácter ilusorio. A veces uno tiene la impresión de que esa esquinita que de pronto descubrimos ha sido arreglada especialmente para ofrecer la imagen de una avenida de una gran ciudad. Pero de inmediato esa mascarada improvisada se descompone: incapaz de sostener su ficción, se desmorona, y solo queda un montón de argamasa, los escombros de un teatro inmenso y vacío recorrido a veces por los estremecimientos de una gravedad tensa y patética.

Lejos está de nosotros la intención de denostar este espectáculo. Aceptamos conscientemente que el encanto mezquino de este barrio nos seduce. Por otra parte, no está desprovisto de cierto carácter autoparódico. Las hileras de barracas suburbanas alternan con altos edificios que se diría hechos de cartón, un conglomerado de insignias, ciegas ventanas de oficinas, vidrieras opacas, chapas y anuncios. La multitud hormiguea al pie de esas casas. La calle es tan ancha como una avenida urbana, pero la calzada, a la manera de las plazuelas aldeanas, está hecha de arcilla apisonada, invadida de hierbas silvestres, llena de pozos y charcos. La circulación de los peatones es motivo de orgullo para los habitantes del barrio, y hablan de ella exhibiendo miradas de suficiencia. La multitud descolorida, anónima, está en sumo grado poseída de su papel y despliega todo el celo posible para contribuir a crear la impresión de una gran ciudad. Sin embargo, a pesar de su aspecto atareado y práctico, da la impresión de un cortejo somnoliento que circula monótonamente y sin objeto. Toda la escena está impregnada de una curiosa insignificancia. La multitud continúa errando en una ola monótona y, cosa extraña, se la distingue apenas vagamente. Las siluetas se deslizan en un tumulto suave y confuso, sin llegar a destacarse completamente recortadas. Solo de vez en cuando puede uno aislar, en esa maraña, alguna mirada negra y viva, un sombrero muy calado, una mitad de rostro deformado por un rictus y cuyos labios acaban de entreabrirse, una pierna que ha dado un paso y queda endurecida para siempre en esa actitud.

Una de las particularidades del barrio son los coches de plaza sin conductor, que ruedan solos por las calles, y no porque falten cocheros, sino porque estos, perdidos en la multitud y solicitados por otros asuntos, no se preocupan por sus coches. En esta esfera de la apariencia y del gesto vacío, no se preocupa uno demasiado por precisar el lugar de destino y los pasajeros se confían a esos vehículos errantes con la indolencia que se observa aquí en general. En ciertos cruces peligrosos se los ve, a veces, asomados fuera de sus vehículos desencajados y efectuar, no sin esfuerzo, riendas en mano, una maniobra complicada.

En el barrio hay también tranvías, que constituyen el más brillante de los triunfos para los concejales municipales. Pero el aspecto de esos coches de papel maché es lastimoso, con sus tabiques deformados por el paso del tiempo. A veces hasta les falta la delantera, de manera que se ve a los pasajeros sentados en el interior, rígidos y en actitud muy digna. Estos tranvías son empujados por mandaderos municipales.

Pero lo más sorprendente es el sistema ferroviario de la calle de los Cocodrilos. A veces, durante el fin de semana, a horas variables, se puede observar a una multitud que espera el tren en una parada. Ni la hora de llegada del tren, ni el lugar exacto donde habrá de detenerse, son seguros y ocurre a veces que la gente forma dos filas de espera, pues no logran ponerse de acuerdo sobre el emplazamiento de la estación. Esperan mucho tiempo, formando un grupo sombrío y silencioso a lo largo de las vías trazadas vagamente. Vistos de perfil, sus rostros son como máscaras de papel que la expectativa recorta con líneas fantásticas.

Por fin el tren llega. Sale de una callecita, minúsculo, pegado a las vías, arrastrado por una locomotora jadeante. Ha entrado en ese corredor oscuro y la calle se ennegrece bajo el polvillo de carbón que esparcen los vagones. La respiración apagada de la locomotora, un soplo de extraña severidad y lleno de tristeza, el gentío y el enervamiento contenido transforman por un instante a la calle en un andén de estación, en medio del breve crepúsculo invernal.

El comercio de billetes de tren es, junto con la corrupción, la plaga de la ciudad. A último momento, cuando el tren se halla ya en la estación, tienen lugar las negociaciones con los empleados de la línea. Antes de que ellas concluyan, el tren se pone en marcha, acompasado por una multitud lenta y desencantada que lo sigue largo rato y luego se dispersa.

La calle, reducida por un momento a ser esa estación crepuscular, llena del aliento de las vías lejanas, se ilumina y se ensancha de nuevo para dejar paso a la multitud indolente y monótona, que vaga con su impreciso murmullo a lo largo de las vidrieras que, detrás de los sucios cristales, exhiben toda clase de baratijas, grandes maniquíes de cera y muñecas de peluqueros.

Vestidas con largas ropas de encaje pasan, provocadoras, las prostitutas. Son quizás, por otra parte, las mujeres de los peluqueros o de los músicos de las tabernas. Andan con un paso elástico de animales feroces y llevan en sus rostros malvados y corrompidos una pequeña deformación destructiva: sus ojos negros son estrábicos, tienen la boca desgarrada o les falta la punta de la nariz.

Los vecinos están orgullosos de las emanaciones viciosas de la calle de los Cocodrilos. No nos privamos de nada, piensan satisfechos, podemos ofrecernos el lujo de un verdadero libertinaje. Dicen que todas las mujeres del barrio son cortesanas. En efecto, basta mirar a cualquiera de ellas para encontrar una mirada insistente, viscosa, que nos hiela con su certidumbre voluptuosa. Hasta las escolares tienen un modo de llevar los moños, un cierto defecto en los ojos, una manera de mover sus esbeltas piernas, en los que se esboza su futura depravación.

Y sin embargo… Sin embargo, ¿será necesario, aún, traicionar el último secreto de este barrio, el misterio cuidadosamente conservado de la calle de los Cocodrilos? Varias veces, en el curso de esta narración, hemos manifestado ciertos escrúpulos y expresado discretamente nuestras reservas. El lector atento no se sorprenderá, pues, al descubrir la incógnita del asunto. Hablamos del carácter mimético de este barrio, pero este término tiene también un significado bastante claro para expresar la esencia intermedia e indecisa del barrio.

Nuestro lenguaje no tiene vocablos que permitan fijar los grados de la realidad o definir su densidad. Digámoslo sin disimulo: la fatalidad de este barrio reside en que nada cobra realidad en él. Todos los gestos insinuados quedan en suspenso, se agotan prematuramente y no pueden trasponer ciertos límites. Hemos tenido la oportunidad de observar la exuberancia y prodigalidad de las intenciones, de los proyectos y de las anticipaciones: no se trataba de otra cosa que de una fermentación de deseos, precoz y, por lo tanto, estéril.

En una atmósfera de facilidad excesiva todos los caprichos germinan y la tensión más pasajera crece y se cubre de estériles excrecencias, hierbas silvestres de la pesadilla, adormideras febriles y descoloridas. Sobre todo el barrio se cierne un olor de pecado disoluto y perezoso: gentes, casas y tiendas solo padecen, a veces, un estremecimiento de su cuerpo febril, un espasmo entre sus ensoñaciones. En parte alguna como aquí se siente uno a tal punto amenazado por la proximidad de realización, debilitado y paralizado por la aprehensión voluptuosa del hecho a cumplirse. Pero todo termina allí.

Una vez superado cierto nivel, el flujo se detiene y retrocede, la atmósfera pierde color, las posibilidades recaen en la nada, las amapolas grises y enloquecidas de la excitación se disipan en cenizas.

Nunca nos abandonará el arrepentimiento de habernos alejado de aquella sastrería. Sabemos que jamás volveremos a encontrarla. Iremos de una insignia a otra y siempre nos equivocaremos. Visitaremos decenas de negocios parecidos, caminaremos entre murallas de libros, hojearemos centenares de publicaciones, mantendremos confusas negociaciones con vendedoras de piel pigmentada y belleza defectuosa que no comprenderán nuestros deseos. Caeremos en confusiones sin fin, hasta que nuestra fiebre y nuestro desasosiego se agotarán, después de tantos esfuerzos inútiles, tantas búsquedas infructuosas.

Nuestras esperanzas reposaban sobre un equívoco; la ambigüedad del local era solo una apariencia; la tienda era una verdadera sastrería y el empleado no tenía ninguna intención oculta. En cuanto a las mujeres de la calle de los Cocodrilos, su depravación es más bien moderada y se ahoga bajo espesas capas de prejuicios. En esta ciudad de la mediocridad no hay lugar para los instintos exuberantes ni para las pasiones oscuras e insólitas.

La calle de los Cocodrilos era una concesión de nuestra ciudad al progreso y a la corrupción modernas. Pero, como es natural, solo podíamos pretender edificar una imitación en papel maché, un fotomontaje hecho con recortes de viejos periódicos amarillentos.

 

(Tomado de www.ciudadseva.com)