Fernando Iwasaki
La otra noche matamos a un vampiro. Cerca del
amanecer lo acechamos junto a su tumba y le tendimos una emboscada. El monstruo
no era muy fuerte y pegó un chillido espeluznante cuando lo empalamos. Al verlo
tendido en el suelo advertimos horrorizados que era un balberito, un niño
vampiro que nos miraba con los ojos perplejos y arrasados de lágrimas, mientras
se desollaba despavorido las manitas contra la estaca. El balberito agonizaba
entre pucheros y la sangre de su última víctima resbalaba por sus colmillos de
leche hasta empozarse en los hoyuelos de sus cachetes. “¡Muere, demonio!”,
gritó el reverendo al degollarlo con su hoz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario