Agustín Cadena
A Guadalupe
Prieto, cacarizo, con
bigotes de sobaco de indio: así nos imaginábamos al Coco cuando éramos niños,
allá en la vecindad de la calle República de Nicaragua. De todos, yo era el más
nervioso, el más asustadizo. Mi madre regañaba a los otros chamacos: “No me
anden espantando a m’ijo”, les decía. “El Coco no existe”. Pero yo les creía
más a ellos. Siempre les creí más a ellos. El Coco se aparecía atraído por el
aborregado olor de la infancia y era perverso, despiadado. Cazaba niños y se
los llevaba a su mujer, la Cocatriz, para que ella los guisara en salsa de chile
verde. Por eso tenía manos grandes y duras. Vestía overol de mezclilla y un
gorro de estambre negro y caminaba con tenis para no hacer ruido. A la espalda
cargaba su costal, junto con el cuchillo cebollero que usaba para cortar en
pedazos a sus víctimas de modo que le cupieran sin notarse. A veces, para
despistar o para matar el hambre mientras agarraba algo, traía las bolsas del
pantalón llenas de cacahuates. Gracias a su ubicuidad, el Coco acechaba en
todos los rincones oscuros: en la vivienda en ruinas que se derrumbaba
lentamente a la entrada del edificio y que ya no se podía rentar, en las
azoteas, en los roperos ajenos. De noche, sus dominios se extendían a la vieja
escalera de piedra y al patio del fondo, donde se tendía la ropa. Por supuesto,
en cualquiera de estos sitios podía ser conjurado, ya fuera apretando los ojos
o, en los casos más graves, haciendo con los dedos la señal de la cruz. Pero
donde sí era señor absoluto era en la calle. Las calles le pertenecían por
completo. En ocasiones, cuando no andaba muy ocupado comiendo niños, atendía un
puesto de tiliches en Correo Mayor. Era desobligado, como mi padre, y cuando se
emborrachaba le pegaba a la pobre de la Cocatriz. Esto me lo contó mi hermana,
que nunca le tuvo miedo.
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