Marguerite Yourcenar
En diciembre de 1948
recibí de Suiza, donde la había dejado durante la guerra, una maleta llena de
papeles familiares y cartas de más de diez años de antigüedad. Me senté junto
al fuego para acabar con esa especie de horrible inventario de cosas muertas;
me pasé varias noches en soledad ocupada en eso. Deshacía atados de cartas;
releía, antes de destruirlo, ese montón de correspondencia con personas
olvidadas y que me habían olvidado, algunas vivas, otras muertas. Algunos de
esos papeles databan de una generación anterior a la mía; los nombres mismos no
me decían nada. Arrojaba mecánicamente al fuego ese intercambio de frases
muertas con Marías, Franciscos y Pablos desaparecidos. Desplegué cuatro o cinco
hojas dactilografiadas; el papel estaba amarillento. Leí el encabezamiento:
“Querido Marco…”. Marco… ¿De qué amigo, de qué amante, de qué pariente lejano
se trataba? No advertí de inmediato a quién se refería el nombre. Al cabo de
unos instantes recordé de pronto que ese Marco no era otro que Marco Antonio, y
supe que tenía en mis manos un fragmento del manuscrito perdido de las Memorias
de Adriano. Desde ese momento, me propuse reescribir este libro, costara lo que
costare.
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