Alberto Vanasco
El empleado
de la sección Poesía accionó una pequeña palanca del tablero central y casi de
inmediato apareció la tarjeta en la bandeja de información.
–Aquí está –dijo el empleado, tomando el cartón con
su mano izquierda y extendiéndoselo a Dorvs. Con la otra mano sostenía la taza
de café.
Dorvs tomó la tarjeta y trató de
leer.
–No entiendo –dijo.
–Claro que no. Pero es sencillo. Mire: cada punto,
una letra, cada dos puntos, un número.
–¿Tengo que descifrarlo yo?
–No, en absoluto. Pensé que le gustaría saber, por
eso le explicaba.
–Me basta con saber lo mío. ¿Puede informarme?
–Sí –dijo el empleado, poniéndose serio de pronto y
dejando a un lado la taza vacía –. Cómo no.
Estudió durante tres segundos las perforaciones del
código.
–Tuvo suerte –exclamó,
con entusiasmo–. El libro ha sido aprobado. Le corresponde el número A 125.432
bis, de la fecha.
–¿Qué quiere decir? ¿Son todos los libros
presentados en el año?
–No. Son los compulsados hoy. Pero el suyo es uno
de los pocos que ha pasado la prueba. Hay solamente veintitrés en las mismas
condiciones. Y usted es el número uno.
–Gracias. Eso está bien, ¿no?
–Supongo que sí. Y para nosotros también. Es el
primero que resulta aprobado en nuestra oficina, en más de diez años.
–¿Adónde debo dirigirme ahora?
–A la biblioteca. Allí le darán toda la
información.
–¿Lo publicarán?
–Sí. Son los que se encargan de eso.
–Gracias.
–Le darán también una beca, seguramente. Un año
para viajar adonde quiera.
–Me vendría bien. Hasta luego.
–Tengo que tomarle el tiempo que ha estado acá. Le
conviene apurarse. No vaya caminando.
–Sí, voy a ir caminando. No me importa.
El hombre anotó el tiempo y Dorvs salió a la
explanada. Tenía nada más que dos horas para dedicar a ese trámite pero igual
se dirigió caminando hacia la biblioteca. Quería recapacitar. Por eso ni
siquiera usó la vereda automática: bajó libremente por la calzada.
Se sentía ufano. Por fin habían aceptado un libro
suyo. Esta obra era su tercera prueba. Había fracasado veinte años atrás, con
su primer trabajo. Y luego había debido esperar los diez años que fijaba la ley para el segundo intento. Pero el tercero
había resultado. Ya era un escritor. Las computadoras habían registrado
todas sus palabras, habían examinado el contenido y lo seleccionaron entre
miles. Tuvo que trabajar intensamente todos esos años para hacerlo,
aprovechando las horas nocturnas, y los descansos semanales. Había sido, además,
su última oportunidad. De no haber pasado esta prueba no hubiera podido ya dedicarse
a la literatura, no hubiera podido justificar esas horas que ocupaba
escribiendo. Pero ahora ya era un escritor.
Llegó a Plaza Mallú, tomó por la Avenida Olivar hasta la calle Néccico.
Cuando llegó a la biblioteca una flecha lo llevó
directamente hasta la sección publicaciones. Había una sola empleada, sentada
entre las máquinas ZZT, arreglando su reloj: lo había desarmado y ahora volvía
a poner cada pieza en su lugar, minuciosamente.
–¿Usted también se anotó en esos cursos? –preguntó
Dorvs.
–Sí. Tuve que hacerlo. Es una gran cosa. Me ayuda a
pasar el día.
Dorvs le extendió su tarjeta:
–Mi libro ha sido aceptado –dijo–. ¿Me puede
informar?
La empleada tomó la ficha y examinó las
perforaciones con ojo profesional.
–A 125.432 bis –dijo.
–Así es –confirmó Dorvs, no sin cierto orgullo.
–¡Qué cosa! –exclamó ella–. Cada día se escribe
menos. Hasta hace un año no bajábamos del millón. La gente ya no tiene
entusiasmo.
–Cada día resulta más difícil.
–Debe ser eso. Su nombre es Dorvs.
–Sí.
–Muy bien, tomaré nota. Puede llevar la tarjeta.
Mañana quedará registrado y antes de fin de semana recibirá el comprobante.
Puso la tarjeta en la boca de entrada y cargó la
memoria.
–¿Eso es todo?
–Claro. Tal vez reciba también los pasajes y el
dinero para una beca. Usted es el número uno. Se la merece.
–¿Y mis originales?
–Su original está aquí. Ésta es la frase elegida
para el archivo: “El sepia es un racimo de grisú rabioso”.
–Es un verso.
–Bueno, un verso.
–¿Y el resto? Yo presenté
cincuenta poemas con más de tres mil líneas.
–Todo el material ha sido compulsado por la
computadora. Las otras frases seguramente estaban registradas. La máquina
informa cuándo y por quiénes ha sido escrita cada cosa y devuelve lo que es
original. Su libro ha sido aceptado porque tenía esta frase que es inédita.
Ahora nosotros la incluimos en el archivo general, con su nombre y sus datos.
–¿Y no la publican?
–Por supuesto. Todos los años se editan las nóminas
de las nuevas creaciones, unas veinte mil por vez. La suya saldrá con su nombre
y todo más o menos dentro de tres años. También
le avisaremos. No deje de leerlo. Le felicito.
–Gracias. ¿Puedo copiar el verso?
–Cómo no. Yo se lo dicto, porque
veo que le queda poco tiempo. “El sepia es un racimo de grisú rabioso”.
Dorvs escribió las ocho palabras en su cuaderno de
notas y volvió al trabajo. Habían pasado exactamente las dos horas que tenía
para eso.
Su labor de escritor estaba realizada. Su verso
había ido a incrustarse en la gran memoria del cerebro electrónico que contenía
todo lo creado y pensado por el hombre hasta ese momento. En algún sitio sus
palabras quedarían inscritas para siempre formando parte de todo lo adquirido
por la cultura en su lucha con el misterio.
Dorvs aprovechó aquella beca, viajó, conoció cielos
distintos y regresó al trabajo. Tres años después recibió una hoja de las
planillas de publicación donde constaba su línea, con su número.
Ningún otro hecho se derivó de su poesía. Presentó
otros libros. Presentó otros poemas pero ninguno fue ya aceptado por la
inexorable memoria de la computadora universal. Nada más sucedió. Salvo en el
último día de su vida.
Estando enfermo de gravedad, muchos años después,
un joven pidió hablar con el poeta Dorvs.
Conocía su verso, lo había leído en la nómina de
difusión y lo que más deseaba en el mundo era conocer a su autor. Lo hicieron
pasar a la habitación donde Dorvs agonizaba y el joven le explicó el motivo de
su visita, su admiración por el viejo maestro que había dejado aquella línea
extraordinaria.
Dorvs sonrió y pensó que su vida acababa de
transformarse en una victoria. Sacó la antigua tarjeta de computadora donde
constaba su creación y la entregó al joven discípulo como un legado inmortal.
Su visitante examinó aquella ficha.
–Perdón. Esta es la A 125.432 bis –dijo.
–Claro. ¿Por qué? –preguntó Dorvs con sus últimas
fuerzas.
–Yo buscaba al autor de la A
125.433 bis –dijo el discípulo–. Debe tratarse de un error del
departamento de información.
Pero Dorvs ya no oía. El joven llamó a la familia y
salió un rato después con la tarjeta en la mano.
La dobló en dos. Y al cruzar la plaza, en uno de
los canteros, la dejó caer.
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