domingo, 3 de diciembre de 2023

El hórreo

Silvina Ocampo

 

A Basilisa Vázquez

 

Hace treinta años que salí de España y no sé si volveré. Mi madre quería que me llamara Generosa, como mi abuela, pero me llamaban Pachina. La noche de San Juan me escapé de mi casa. Ya estaba cansada de tanta injusticia. Yo tenía ocho años y hacía todos los trabajos. Mis hermanas, ninguno. Cuando recolectaban la cosecha del centeno, sufría más que nunca, pues no tenía tiempo de juntar los cornatillos, que valen tanto. Mis hermanas, ellas tenían tiempo de juntarlos. Yo tenía que servir el vino, la comida a los segadores, o llevar las vacas al monte, o lavar y planchar la ropa, o encender el fuego, o pelar las papas. “Me iré a Gueral, donde viven mis primas” decía para mis adentros, moviendo los labios como si rezara. “Me ganaré la vida cuidando niños y mañana, cuando mis padres vayan a la iglesia, a buscar todas las cosas que dejaron los vecinos en las puertas de la iglesia, sabrán que escapé y llorarán con grandes pañuelos, porque no sabrán si he muerto de hambre o si me comió un lobo.”

Caía la noche, con las fogatas encendidas, y pensé en los cuentos de lobos y de brujas que me habían contado. No me atreví a caminar por los montes ni a aventurarme por el largo camino que conduce a Gueral; me escondí en el hórreo, donde almacenan los granos, y que queda muy cerca de la casa de mis padres. Me eché sobre el piso. Oí toda la noche las idas y venidas de la gente que me buscaba con linternas. Al amanecer emprendí el viaje. Me mojé la cara en el río, para lavar mis lágrimas, pues no llevaba pañuelo, y bebí mucha agua. Cuando llegué a Gueral, más muerta que viva, no me atreví a pedir trabajo en ninguna casa. Tenía vergüenza. A la entrada del pueblo encontré a mi prima que me preguntó a dónde iba. Le respondí que iba a buscar unos zuecos, que los hacían ahí, en una casa, muy bonitos. Avergonzada volví, caminando por el mismo camino por donde había venido, resuelta a encerrarme en el hórreo hasta morir, pues antes de recibir la paliza que me esperaba, prefería morir debajo de los granos o de un cargamento de pasto. El dolor y el hambre me daban alas. Corrí tanto que caí casi desmayada. Me detuve a descansar debajo de un castaño, cuyas frutas me clavaron sus erizos. Los niños, que salían del colegio, al verme, vinieron a mi encuentro. Uno de ellos quiso llevarme al pueblo y me tomó del brazo. Le clavé las uñas. Los otros me rodearon y durante media hora lucharon conmigo. Cuando caí al suelo, vencida, me hice la muerta. Los niños, gritando que estaba muerta, huyeron. Cuando los perdí de vista, tomé otro camino del monte, más largo pero menos frecuentado y me encaminé al hórreo. Con tranquilidad, pues mi cansancio era ya como un narcótico, penetré en la sombra del recinto, y vi con terror que no estaba sola. Una sombra agazapada se escondía, como yo estaba escondiéndome; era Lelo Garabal, el de los pies grandotes, pero lloraba. ¡Un varón que llora! ¿Qué era mi vergüenza comparada con la de Lelo Garabal? Él tenía doce años cumplidos, era casi un hombre con bigotes y yo una niña. Lo miré con desprecio. Gruñía como un cerdo y un mar de lágrimas caía de sus mejillas sobre la blusa oscura, pero no había olvidado su merienda, y mientras lloraba comía pan con chorizo. Hacía muchas horas que yo no comía y probablemente al relamer mis labios Lelo Garabal adivinó mi hambre. Me ofreció la mitad del pan, no la del chorizo, y me dijo:

–Me iré de España.

Si no hubiera estado sentada, me habría caído al suelo.

–¿Te vas? –le pregunté con voz helada, recordando que una niña nunca debe demostrar su asombro a un varón–. ¿Por qué?

–Porque sí –respondió, mirándose los pies–. Soy grande, mira mis zapatos. Calzo un número más que mi padre.

–Quiero irme contigo –le dije, tratando de no oír sus gruñidos–. Yo también quiero irme de España, aunque muera de hambre.

–¿En un barco? –me respondió incrédulo–. Pachina, ¿te irías en un barco, de los que zarpan de Vigo?

–¿Y en qué me iría? –le dije–. Pero ¿por qué te vas? –insistí–. ¿Te lo permitirá el señor López y Teresa, tu madrina? ¿Por qué te vas?

–Nadie me saluda en el pueblo, ni Manolo, ni Maruja Naveira, ni Ricardo Cayó, ni Luisa Carro.

–¿Qué hiciste? –le pregunté.

–Un sacrilegio –respondió.

–¿Un sacrilegio?

No lo creía capaz ni de un sacrilegio.

–¿Te acuerdas que soy curioso? El cura que me enseñó el catecismo me dijo que si mascaba las hostias, las llagas de Cristo, mientras las mascaba sangrarían. ¿Sabes que Maruja Naveira y Luisa Carro limpian todos los sábados los pisos, los bancos, el altar de la iglesia? Ayer querían pasear todo el día y les ofrecí limpiar la iglesia. Yo sabía en donde guardaba el cura las llaves del sagrario. En cuanto Maruja y Luisa se fueron, busqué las llaves. Son de oro y brillan mucho. Solo, recorrí la nave, limpiando los bancos, el piso y el presbiterio, hasta que llegué al altar. Tomé el cáliz y, mirando continuamente el Cristo, masqué una por una las hostias, para ver si las llagas sangraban. No sangraron, pero me descubrieron antes que mascara la última hostia, que tal vez hubiera soltado la sangre. Todo el pueblo lo sabe ahora –dijo tragándose una lágrima–. Mi mamá dice que sólo me saludarán los ladrones, los locos o las mujeres de mala vida.

–Yo tampoco –le dije y corrí junto a mi madre.

 

El sacrilegio de Lelo Garabal me salvó de una paliza. Durante un mes y durante todo el mes siguiente no se habló de otra cosa en el pueblo y en mi casa donde volvieron a tratarme con la misma injusticia como si yo me hubiera portado después de todo, como Lelo Garabal.

 

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