Silvina Ocampo
A Basilisa Vázquez
Hace treinta años que salí de España y no sé si volveré. Mi madre quería
que me llamara Generosa, como mi abuela, pero me llamaban Pachina. La noche de San
Juan me escapé de mi casa. Ya estaba cansada de tanta injusticia. Yo tenía ocho
años y hacía todos los trabajos. Mis hermanas, ninguno. Cuando recolectaban la cosecha
del centeno, sufría más que nunca, pues no tenía tiempo de juntar los cornatillos,
que valen tanto. Mis hermanas, ellas tenían tiempo de juntarlos. Yo tenía que servir
el vino, la comida a los segadores, o llevar las vacas al monte, o lavar y planchar
la ropa, o encender el fuego, o pelar las papas. “Me iré a Gueral, donde viven mis
primas” decía para mis adentros, moviendo los labios como si rezara. “Me ganaré
la vida cuidando niños y mañana, cuando mis padres vayan a la iglesia, a buscar
todas las cosas que dejaron los vecinos en las puertas de la iglesia, sabrán que
escapé y llorarán con grandes pañuelos, porque no sabrán si he muerto de hambre
o si me comió un lobo.”
Caía la noche, con las fogatas encendidas, y pensé en
los cuentos de lobos y de brujas que me habían contado. No me atreví a caminar por
los montes ni a aventurarme por el largo camino que conduce a Gueral; me escondí
en el hórreo, donde almacenan los granos, y que queda muy cerca de la casa de mis
padres. Me eché sobre el piso. Oí toda la noche las idas y venidas de la gente que
me buscaba con linternas. Al amanecer emprendí el viaje. Me mojé la cara en el río,
para lavar mis lágrimas, pues no llevaba pañuelo, y bebí mucha agua. Cuando llegué
a Gueral, más muerta que viva, no me atreví a pedir trabajo en ninguna casa. Tenía
vergüenza. A la entrada del pueblo encontré a mi prima que me preguntó a dónde iba.
Le respondí que iba a buscar unos zuecos, que los hacían ahí, en una casa, muy bonitos.
Avergonzada volví, caminando por el mismo camino por donde había venido, resuelta
a encerrarme en el hórreo hasta morir, pues antes de recibir la paliza que me esperaba,
prefería morir debajo de los granos o de un cargamento de pasto. El dolor y el hambre
me daban alas. Corrí tanto que caí casi desmayada. Me detuve a descansar debajo
de un castaño, cuyas frutas me clavaron sus erizos. Los niños, que salían del colegio,
al verme, vinieron a mi encuentro. Uno de ellos quiso llevarme al pueblo y me tomó
del brazo. Le clavé las uñas. Los otros me rodearon y durante media hora lucharon
conmigo. Cuando caí al suelo, vencida, me hice la muerta. Los niños, gritando que
estaba muerta, huyeron. Cuando los perdí de vista, tomé otro camino del monte, más
largo pero menos frecuentado y me encaminé al hórreo. Con tranquilidad, pues mi
cansancio era ya como un narcótico, penetré en la sombra del recinto, y vi con terror
que no estaba sola. Una sombra agazapada se escondía, como yo estaba escondiéndome;
era Lelo Garabal, el de los pies grandotes, pero lloraba. ¡Un varón que llora! ¿Qué
era mi vergüenza comparada con la de Lelo Garabal? Él tenía doce años cumplidos,
era casi un hombre con bigotes y yo una niña. Lo miré con desprecio. Gruñía como
un cerdo y un mar de lágrimas caía de sus mejillas sobre la blusa oscura, pero no
había olvidado su merienda, y mientras lloraba comía pan con chorizo. Hacía muchas
horas que yo no comía y probablemente al relamer mis labios Lelo Garabal adivinó
mi hambre. Me ofreció la mitad del pan, no la del chorizo, y me dijo:
–Me iré de España.
Si no hubiera estado sentada, me habría caído al suelo.
–¿Te vas? –le pregunté con voz helada, recordando que
una niña nunca debe demostrar su asombro a un varón–. ¿Por qué?
–Porque sí –respondió, mirándose los pies–. Soy grande,
mira mis zapatos. Calzo un número más que mi padre.
–Quiero irme contigo –le dije, tratando de no oír sus
gruñidos–. Yo también quiero irme de España, aunque muera de hambre.
–¿En un barco? –me respondió incrédulo–. Pachina, ¿te
irías en un barco, de los que zarpan de Vigo?
–¿Y en qué me iría? –le dije–. Pero ¿por qué te vas?
–insistí–. ¿Te lo permitirá el señor López y Teresa, tu madrina? ¿Por qué te vas?
–Nadie me saluda en el pueblo, ni Manolo, ni Maruja
Naveira, ni Ricardo Cayó, ni Luisa Carro.
–¿Qué hiciste? –le pregunté.
–Un sacrilegio –respondió.
–¿Un sacrilegio?
No lo creía capaz ni de un sacrilegio.
–¿Te acuerdas que soy curioso? El cura que me enseñó
el catecismo me dijo que si mascaba las hostias, las llagas de Cristo, mientras
las mascaba sangrarían. ¿Sabes que Maruja Naveira y Luisa Carro limpian todos los
sábados los pisos, los bancos, el altar de la iglesia? Ayer querían pasear todo
el día y les ofrecí limpiar la iglesia. Yo sabía en donde guardaba el cura las llaves
del sagrario. En cuanto Maruja y Luisa se fueron, busqué las llaves. Son de oro
y brillan mucho. Solo, recorrí la nave, limpiando los bancos, el piso y el presbiterio,
hasta que llegué al altar. Tomé el cáliz y, mirando continuamente el Cristo, masqué
una por una las hostias, para ver si las llagas sangraban. No sangraron, pero me
descubrieron antes que mascara la última hostia, que tal vez hubiera soltado la
sangre. Todo el pueblo lo sabe ahora –dijo tragándose una lágrima–. Mi mamá dice
que sólo me saludarán los ladrones, los locos o las mujeres de mala vida.
–Yo tampoco –le dije y corrí junto a mi madre.
El sacrilegio de Lelo Garabal me salvó de una paliza. Durante un mes y durante
todo el mes siguiente no se habló de otra cosa en el pueblo y en mi casa donde volvieron
a tratarme con la misma injusticia como si yo me hubiera portado después de todo,
como Lelo Garabal.
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